Llamó mi atención de una manera especial un texto evangélico que escuché en la Eucaristía de cierto día y que me estuvo acompañando durante algún tiempo, sin poder hacer nada para quitármelo de la cabeza.

Se trata del pasaje de la hija de Jairo que relata la angustia de un padre:

“Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva». Se fue con él y lo seguía mucha gente que lo apretujaba” (Mc 5,22-24).

Orando con el texto, caí en la cuenta de que esta niña podría simbolizar y encarnar el Cuerpo de Cristo. Jairo representa el judaísmo, del que “procede Cristo según la carne” (Rom 9,5), y su hija es la Iglesia con todos los cristianos, los hijos de Abrahán según la fe, tal y como afirmó el papa Pablo VI en la declaración Nostra Aetate.

Parece que Jesús se entretiene un poco más de la cuenta con la mujer que padecía flujos de sangre y el gentío que tiene a su alrededor. En ese momento, llegan de la casa de Jairo para informar que su hija ya había muerto; no merece la pena pedir al Señor que acuda. La respuesta de Jesús nos da la pauta que también hoy necesitamos, cuando la situación de la Iglesia no parece la mejor: “No temas; basta que tengas fe” (Mc 5,36).

Una vez que Jesús llega a casa de Jairo y encuentra el alboroto de los que lloran y se lamentan a gritos, les dice: “¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La niña no está muerta; está dormida” (Mc 5,39). Cuando todo parecía estar perdido, es el Señor quien les hizo ver que no es así. Cogió a la niña de la mano y ella se levantó de manera inmediata; después les dijo que le dieran de comer.

En la actualidad, muchas personas consideran que la Iglesia está sufriendo su agonía definitiva. Se habla de los escándalos, la falta de unidad, la incoherencia en la vida de muchos de sus hijos y el hecho de que muchos jóvenes hayan dejado la Iglesia debido a que saben bien lo que denuncia, pero resultándoles cada vez más difícil saber lo que anuncia. Muchos creyentes terminan por amoldar su fe al espíritu del mundo y creen que la Iglesia debería adaptarse si quiere ser respetada y escuchada, olvidando que no podemos traicionar lo esencial. Recuerdo aquellas palabras del genial Chesterton, que decía que no podemos conformarnos con una Iglesia que se mueva con el mundo y que debemos enfocarnos más bien en una Iglesia que mueva al mundo.

Lo que el Señor pidió a sus discípulos fue precisamente estar en el mundo, sin ser parte del mundo (Jn 17,15-16). Esto supone estar dispuestos a pagar un precio y llorar ante la niña que parece estar muerta. Sin embargo, la niña no está muerta; está dormida. No hay nada que temer cuando la presencia de Dios está entre nosotros, solo debemos creer que necesitamos volver a levantarnos. Él nunca dejará ni abandonará a su Iglesia, aunque se convierta en un pequeño resto fiel que sigue a su Señor hasta el final.

El capítulo 54 del profeta Isaías es un canto de alegría dirigido a Jerusalén. El Señor, Creador, Santo de Israel y Libertador, colma de bendiciones a su esposa, que por un tiempo se ha considerado sucesivamente soltera, estéril, abandonada y viuda. Una lectura cristiana ve en este poema una explicación de la Iglesia como continuadora y culminación del antiguo Pueblo de Dios, sobre todo en la etapa escatológica, cuando las tribulaciones hayan pasado. Parece todo él una palabra profética llena de esperanza y consuelo para nosotros, que podría resumirse en estos versículos:

“Ensancha el espacio de tu tienda, despliega los toldos de tu morada, no los restrinjas, alarga tus cuerdas, afianza tus estacas, porque te extenderás de derecha a izquierda. Tu estirpe heredará las naciones y poblará ciudades desiertas” (Is 54,2-3).

El apóstol Pablo cita este capítulo de Isaías cuando está haciendo referencia a la Jerusalén de arriba como nuestra madre (Gal 4,26-27), dando a entender que estas palabras proféticas se dirigen también a los hijos de la promesa; es decir, a los que han llegado a la fe por medio de Cristo.

“Por un instante te abandoné, pero con gran cariño te reuniré. En un arrebato de ira, por un instante te escondí mi rostro, pero con amor eterno te quiero -dice el Señor, tu libertador” (Is 54,7-8). Aquí está la promesa de misericordia de Dios para la niña de sus ojos. Ya puede suceder lo que tenga que suceder a nuestro alrededor, que nunca cambiará el amor del Señor por su heredad ni permitirá que su paz sea robada de nuestros corazones (Is 54,10).

La niña no está muerta, está dormida. Debemos levantarnos de inmediato y recibir el alimento apropiado. Como discípulos de Cristo escuchamos hoy la Palabra de Dios que el Espíritu nos dirige: “Despierta, tú que duermes; levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo” (Ef 5,14). Cuando dormimos, nuestros sentidos no están listos para responder a los estímulos externos de igual manera que estando despiertos y en vigilante espera. El escenario en el que nos encontramos hoy es un escenario de mucha confusión, en el que llevar a Cristo a los hombres y mujeres de nuestro tiempo se ha convertido en urgente prioridad para la Iglesia; por eso, el Espíritu nos mueve a despertar de nuestros sueños y levantar los corazones.

Es tiempo de despertar. Es tiempo de pasar de un estado de somnolencia y rutina, a un estado de plena lucidez y creatividad, de un estado de inconsciencia a un estado de conciencia. Es la hora de la reflexión y la acción, la hora de cimentarse con la realidad para transformarla a la luz de la Palabra de Dios. ¿Qué esperamos?

 

Fuente: kairosblog.evangelizacion.es