Cristo predicando, aguafuerte de Rembrandt, c. 1652

«Hace mucho tiempo había un anciano que tenía dos hijos, y le llegó el tiempo de morir. Llamó a sus dos hijos y les dijo que les iba a repartir el campo. Al hijo mayor que había estado con él más tiempo y que le conocía mejor, le dio la parte de campo más difícil, porque estaba seguro de que sabría cómo cultivarla. Al más joven le dio la parte baja del campo, la mejor, porque no había estado con el padre tanto tiempo como el otro y no sabía tan bien como él de qué modo cultivar la tierra. Y les dijo que recordaran siempre que eran sus hijos y ellos siempre hermanos. Poco después el anciano murió y los dos hijos se hicieron cargo de su parte de tierra y empezaron sus vidas. 

Pasó el tiempo, y los hermanos no se veían apenas; tan entregados estaban los dos a sus ocupaciones. 

Un día, el hermano mayor estaba contando las gavillas de trigo de su granero y se preguntaba cómo le iría a su hermano menor. Pensó: He tenido una buena cosecha; voy a llevarle algunos haces de espigas esta noche. Se los dejaré en su granero sin que se entere. Contó doce gavillas de trigo, salió a la oscuridad de la noche y se las dejó en secreto a su hermano. Mientras tanto, el hermano menor estaba pensando también acerca de su hermano mayor: Heredó la tierra más pobre. Mi cosecha ha sido especialmente buena este año. Creo que voy a coger unas gavillas para él y se las voy a dejar en su granero. Contó doce gavillas, salió a la oscuridad de la noche y se las dejó en el granero. Los dos hermanos se fueron a la cama sintiéndose muy felices. 

A la mañana siguiente, los dos estaban en su granero. Y contando sus gavillas, se preguntaron cómo habiendo dado doce gavillas al otro hermano parecía que seguían teniéndolas. Los dos decidieron repetir la operación. Y así, aquella noche contaron otras doce gavillas y a ese regalo añadieron los dos una jarra llena de aceitunas. Se cruzaron en la oscuridad sin verse, y lo dejaron todo en el granero del otro. Y de nuevo la tercera mañana contaron las gavillas y vieron que seguían teniendo el mismo número, así como también la misma jarra de aceitunas. 

Aquella noche cada uno cogió su burro, puso encima un odre de vino y salió camino del granero del otro. Pero en el cielo brillaba ese día una espléndida luna llena. Se encontraron en medio del camino, en el límite de sus tierras. Cuando se dieron cuenta de lo que estaban haciendo el uno por el otro, se abrazaron llorando de emoción, recordando a su padre y alabando a Dios». 

Es esta una vieja historia judía del siglo VI antes de Cristo que recoge José María Cabodevilla en su preciosa obra El Padre del Hijo Pródigo. En realidad parece mucho más antigua, anterior al pecado original1. Así lo afirma Jesús en el Evangelio que acabamos de proclamar: El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien (Lc 6,45). 

AL MAL SE LE VENCE CON LA FUERZA DEL BIEN. Este es el ejemplo que nos propone seguir el Evangelio. El padre de la historia les pidió que recordaran siempre que eran hermanos, que cada uno de ellos pensase en su hermano… No se nos está exhortando a una simple forma de conducta; que seamos educados, por ejemplo. Se nos lleva por el camino de la más absoluta renuncia, de saber vivir la donación por el otro. Qué ejemplos tan oportunos nos ofrece el propio Jesús para hacernos entender la exigencia radical de nuestro verdadero comportamiento cristiano.

Escuchad, sin embargo, cómo San Juan Pablo II insistía en que a veces... en lo íntimo de la conciencia moral se produce el eclipse del sentido de Dios y del hombre, con todas sus múltiples y funestas consecuencias para la vida. Se pone en duda, sobre todo, la conciencia de cada persona, que en su unicidad e irrepetibilidad se encuentra sola ante Dios (18). 

Pero también se cuestiona, en cierto sentido, la conciencia moral de la sociedad. Esta es de algún modo responsable, no solo porque tolera o favorece comportamientos contrarios a la vida, sino también porque alimenta la cultura de la muerte, llegando a crear y consolidar verdaderas y auténticas estructuras de pecado contra la vida. La conciencia moral, tanto individual como social, está hoy sometida, también a causa del fuerte influjo de muchos medios de comunicación social, a un peligro gravísimo y mortal, el de la confusión entre el bien y el mal en relación con el mismo derecho a la vida. Lamentablemente, una gran parte de la sociedad actual se asemeja a la que Pablo describe en la carta a los Romanos. Está formada “de hombres que aprisionan la verdad en la injusticia (1,18): habiendo renegado de Dios y creyendo poder construir la ciudad terrena sin necesidad de Él, “se ofuscaron en sus razonamientos”, de modo que “su insensato corazón se entenebreció” (1,21); “jactándose de sabios se convirtieron en estúpidos” (1,22), se hicieron autores de obras dignas de muerte y “no solamente las practican, sino que aprueban a los que las cometen” (1,32). Cuando la conciencia, este luminoso ojo del alma (cf. Mt 6,22-23), llama “al mal bien y al bien mal” (Is 5,20), camina ya hacia su degradación más inquietante y hacia la más tenebrosa ceguera moral. 

Sin embargo, todos los condicionamientos y esfuerzos por imponer el silencio no logran sofocar la voz del Señor, que resuena en la conciencia de cada hombre. De este íntimo santuario de la conciencia puede empezar un nuevo camino de amor, de acogida y de servicio a la vida humana (24)[1]. 

La cita es larga pero intensamente clara. No hay árbol sano que dé fruto dañado ni árbol dañado que dé fruto sano. Aquella sociedad romana a la que se dirige San Pablo está comenzando a resquebrajarse. AL MAL SE LE VENCE CON LA FUERZA DEL BIEN. Cuando el hombre se hace humilde, se hace niño y se acoge a la gracia de Dios, entonces la fortaleza del bien y del corazón bueno vence todas las resistencias, incluso las de los corazones corrompidos y llenos de odio. 

El próximo miércoles comienza el Tiempo de la Cuaresma. El miércoles de Ceniza es día de ayuno y de abstinencia; los viernes de Cuaresma se observa la abstinencia de la carne. En lugar de crearnos nuestras propias leyes, sería preciso exigirnos algo tan sencillo como es cumplir la abstinencia de carne, buscando sobre todo el carácter de unión con toda la Iglesia, buscando obedecer. Profundicemos en la oración, en la limosna y en la penitencia; y, así, cumplamos lo que se nos dice al recibir la ceniza: Conviértete y cree en el Evangelio. 

Que así lo consigamos por medio de María Santísima. 

PINCELADA MARTIRIAL

Hoy veneramos al santo mártir de la Cristiada: San Pedro de Jesús Maldonado Lucero, que sufrió el martirio un miércoles de ceniza de 1937.

Nació en la ciudad de Chihuahua (México), el 15 de junio de 1892. Su propósito de seminarista: He pensado tener mi corazón siempre en el cielo, en el Sagrario, se convirtió en el ideal de su vida y fuente de toda su actividad sacerdotal. Sacerdote enamorado de Jesús Sacramentado, fue un continuo adorador y fundador de muchos turnos de adoración nocturna entre los feligreses a él confiados.

El 10 de febrero de 1937, miércoles de ceniza, celebró la Eucaristía, impartió la ceniza y se dedicó a confesar. De pronto se presentó un grupo de hombres armados para apresarlo. El Padre Pedro tomó un relicario con hostias consagradas y siguió a sus perseguidores. Al llegar a la presidencia municipal, políticos y policías le insultaron y le golpearon. Un pistoletazo dado en la frente le fracturó el cráneo y le hizo saltar el ojo izquierdo. El sacerdote, bañado en sangre, cayó casi inconsciente; el relicario se abrió y se cayeron las hostias. Uno de los verdugos las recogió y con cinismo se las dio al sacerdote diciéndole: Cómete esto. Por manos de su verdugo se cumplió su anhelo de recibir a Jesús Sacramentado antes de morir. En estado agónico fue trasladado a un hospital público de Chihuahua y al día siguiente, 11 de febrero de 1937, aniversario de su ordenación sacerdotal, consumió su glorioso sacrificio el sacerdote mártir.

1 José María CABODEVILLA, El Padre del Hijo Pródigo, págs.205-206 (Madrid, 1999).

[1] JUAN PABLO II, Evangelium vitae (1995).