En España vivimos bien. Incluso muy bien. 

En el mundo se vive mejor que hace 100 años: hay menos pobreza, mayor esperanza de vida, países que salen del subdesarrollo. Y otros que del tercer mundo han pasado al primero en tan solo unas pocas décadas.

Todavía recuerdo a mis padres hablar de hambre en España en los años 40. 

Recuerdo a mis abuelos, pobres, cuando decían que fulanita es una señora "que sabe leer y escribir". En los años 60 había solo un tipo de yogur y el pollo era, en los hogares de la clase media, comida de Domingo. No hace tanto tiempo, una bicicleta era el regalo -el regalo- de un niño aplicado y bueno.

Vivimos bien y nos quejamos un poco de vicio y otro poco por fastidiar al prójimo. La queja es una eficaz muestra de orgullo y un sucedáneo de la venganza. Las redes sociales están llenas de gente que se queja: en realidad, son la queja permanente. Lo bueno es que escribir ayuda a pensar y quizá sea eso lo mejor de estas herramientas virtuales (lo peor es el fomento de la vanidad, que no necesita por lo general muchos estímulos para desarrollarse).

Y, sin embargo, quejas, orgullos, vanidades y redes son la demostración de que nuestros problemas no son ya comer mañana y cenar hoy.

Por eso mismo, la política charlatana -no la de las pistolas- invade la vida nacional. Se habla de política como se habla del fútbol y se vota por equipos. Hay equipos revelación y grandes equipos que pueden bajar a segunda. Nada grave, en realidad. La gente lo sabe y por eso llena las terrazas de los bares y las autovías; y, efectivamente, es muy perezosa para intentar cambiar algo. ¿Para qué? No es tanto el desengaño con la clase política como la pereza y la comodidad. ¿Qué gano con el cambio?

No crean que es nuevo. Nada es nuevo y todo ha sucedido antes.

Los hispanorromanos y visigodos se acomodaron al nuevo poder musulmán en la península con pasmosa facilidad. Despertarles, a regañadientes muchas veces, costó la friolera de ocho siglos. 

La comodidad y la pereza aseguran la paz. La Iglesia debería de revisar el apartado que dedica el Catecismo a los pecados capitales, porque la lujuria y la gula también aplacan pasiones peligrosas y calman temperamentos. Siempre ha sido así.