Tiene razón Juan del Carmelo en su antepenúltimo post, nos falta oración, y cuánta. Aunque a mí me resulte mezclar churras con merinas que alguien piense que en mis artículos lo que pretendo es dar una solución fácil sin contar con el Espíritu Santo, que es dominum et vivificantem, mi compañero de blog tiene toda la razón, y empiezo por aplicarme el cuento a mí mismo.

 

Dado que Juan nos llama a la oración, conviene recordar que ésta es la obra del Espíritu Santo en nosotros. Jesucristo es Señor, y nos ha dejado su Espíritu, el cual infunde e inspira toda plegaria, dándonos el querer y el obrar. 

Para mí no hay oración que valga si no la remitimos al señorío de Cristo, cuyo Espíritu, por el bautismo, mora en nuestro interior.

 

Como dice San Pablo en 2 Cor 3,15  17 “Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad.


 

Paremos pues por un día el discurso, la crítica, el análisis, y hablemos de la oración, para dejar a Dios ser Dios y reposar en su voluntad salvífica, que se extiende a todo el orbe.

 

Pero qué poca oración hay, por mucho que recemos, si al final no somos devotos de hacer la voluntad de Dios. Es el peligro del iluminismo, que viene aparejado del peligro de sentirse justificado por nuestra oración.

 

Con demasiada frecuencia para hablar de la oración sólo tenemos maestros que nos enseñan a meditar, a esperar- incluso a chupar piedra, como decía un diácono amigo mío recién ordenado. Dado que yo no soy maestro, y sólo puedo hablar de lo que deseo, puestos a desear, desearía que hubiera maestros de oración que transmitieran unción.

 

La unción es una palabra muy usada sacramentalmente y redescubierta por la Renovación Carismática. En ella se dice que un canto, una predicación o un testimonio está ungido, cuando el Espíritu Santo se cuela entre medias y lo hace fructificar en los corazones de los receptores a quienes está destinado.


 

La unción se asocia al símbolo del aceite, y el cual se utiliza en la celebración de los sacramentos y evoca muchas imágenes. Una de ellas es la de un coche buenísimo que lo tiene todo para ser el número uno: las ruedas, la carrocería, el motor, el conductor…pero le falta el aceite. Sin aceite el coche no andará, entrará en fricción, se estropeará. El aceite es todo y no es nada, otros hacen el trabajo, el aceite es el medio en el que se hace todo posible.

 

Así es la unción en la oración, y así la deseo. No como un sentimiento pasajero, sino como la acción efectiva del Espiritu Santo, que transforma vidas, transforma corazones y transforma ilusiones, metiéndose por cada recoveco del alma y haciendo que todo fluya.

 

Esta unción es la que tenía Moisés al dirigir al pueblo, con la que escribía Isaías sus profecías, la que llevó a María a proclamar el Magnificat. Es la misma unción que recibieron los apóstoles en Pentecostés, y que sorprendentemente se transmitía a todo el que se les acercaba y recibía su imposición de manos. Pero no sólo así, esta unción descendía incluso sobre gentiles previamente a ser bautizados, como ocurrió en casa de Cornelio, hombre justo y temeroso de Dios.

Esta unción era algo cotidiano en la vida diaria de la Iglesia, y a través de ella se manifestaba poderosamente Dios, usando desde rudos pescadores como Pedro, hasta refinados fariseos conversos como Pablo.

 

Permítanme que por un día sueñe en alto con una unción así; pero siempre que esta unción sea algo más que un fogonazo del Espíritu. La unción que anhelo es la de caminar en la voluntad del Señor, y conforme pasan los años cada vez llego más a la  conclusión de que poco importan nuestros planes de vida, nuestros ejercicios de piedad y nuestra religiosidad, si no estamos anclados en la voluntad del Señor.

 

La voluntad del Señor es buena, es agradable, es perfecta. Y orar, no es sino caminar en su voluntad. Y a mí me da que a veces se puede caer tanto en orar mucho y no hacer su voluntad, como en trabajar demasiado haciendo la voluntad de Dios, habiendo dejado de orar.

 

En el fondo lo uno lleva a lo otro, o por lo menos debería ser así, y por eso nada se opone a que la oración y el trabajo apostólico se alimenten mutuamente.

 

Sin querer nos afanamos por hacer de nuestra vida de oración un camino de perfección, y algo me dice que al Señor a veces se lleva las manos a la cabeza y nos recuerda aquello de “misericordia quiero y no sacrificios”.

 

¿Saben cuál es la oración más perfecta? Aquella que se hace en la Misa cuando se ofrece  la víctima pascual al Padre, y se dice “por Cristo, con Él y en Él”. Sacrificio entregado de la voluntad de Dios cumplida en Jesucristo, sacrificio perfecto, oración perfecta. Y así, en El, Dios Padre reconciliaba al mundo consigo mismo. Su oración, no la nuestra, aunque místicamente seamos incorporados a ella al asumir El nuestra humanidad por el sí de María.


 

Por eso que nadie se alarme si su oración “no funciona”, si su fidelidad no está a prueba de bombas, si sus esquemas religiosos se perdieron por el camino…el Espíritu intercede con gemidos inefables, y hace en nosotros una oración perfecta de alabanza al Padre en el Hijo. Y la oración de Jesucristo funciona, y hace que donde abunda el pecado sobreabunde la gracia.

 

Vale más una oración humilde que una oración perfecta, y todos somos la caña cascada y el pábilo vacilante de los que hablaba el profeta Isaías en las lecturas del domingo, los cuales el Señor no quebrará ni extinguirá.

 

Lo más difícil de la oración es desandar todo lo que nos han enseñado, y atrevernos a enfrentarnos a la desnudez existencial que supone la gratuidad de un Dios que se nos da, y que se ofrece a sí mismo, y que aún así quiere completar su sacrificio en nosotros, mediante la entrega de nuestros pecados.

 

La oración, así, es volver para atrás, es rendir las armas, es entregar el pasado, el presente y el futuro…y saber que no estamos solos, que estamos acompañados por un Espíritu que lo unge y lo vivifica todo. Somos habitación de la Santísima Trinidad, espejo fiel de la actividad de Dios e hijos de la mujer libre.

 

Pero sólo hay libertad si entendemos profundamente el pecado que nos hiere, si sabemos integrarlo en nuestra historia y dejar que El lo cuide, lo redima, lo haga fecundo…

 

Lo demás son voluntarismos estériles, que desembocarán o bien en soberbia, o bien en el hastío y la rutina de la letra de la Ley…y si no, al tiempo.

 

¿La solución a los males de la Iglesia? La intercesión profunda, aquella que sale del corazón de Dios. Como decía la madre Teresa, es el Espíritu quien ora en mí.

 

¿La solución para el Mundo? La oración del Hijo al Padre, por cuya sangre hemos sido comprados.

 

Es bonito, es hermoso, funciona; al final, la Iglesia vencerá. Es la victoria definitiva y escatológica sobre la muerte y el pecado. Eso sí, esta situación es imperfecta, por aquello del ahora, pero todavía no, que nos explicaron en teología, y a Dios le pido entender esto para no impacientarme. 

Espero con estas palabras haber soñado un poco en voz alta, y de paso haber orado un rato también.