Si quieres ser amado, ama y sé amable.
- Benjamin Franklin -
 
          Cuando Albino Luciani era Patriarca de Venecia, antes de llegar a ser el Papa Juan Pablo I, algunos sacerdotes ancianos, acostumbrados a predicadores notables como sus predecesores en el cargo patriarcal, le criticaban un poco por la sencillez e ingenuidad de los ejemplos que espolvoreaba en su predicación. Pero él contestaba a esto diciendo: 
          ─La palabra de Dios no es más que una carta. Mi madre, cuando el cartero le traía una carta de mi padre, que trabajaba en Alemania, la abría con ansia, la leía y releía; luego, corría a contestarla y enseguida la echaba al buzón. Esto es la palabra de Dios, la carta de una persona que se ama, que se espera; la leemos para hacerla nuestra y contestamos enseguida.
 
          Una presentación exclusivamente racional del bien puede ser aburrida, y puede llevar a producir la imagen de que ser bueno es un rollo, que dicen los jóvenes de hoy día; por eso hay que buscar llegar al corazón de la persona por medio de la oración, la amabilidad, la paciencia y el olvido de sí, dando buen ejemplo con un rostro soleado. 
          Dicen que uno de los signos más claros de la confianza en uno mismo es la amabilidad. Hay que tener verdadera confianza y seguridad interior para ser amable. La amabilidad deriva de la fortaleza. Y contagia a su vez, esa fortaleza a los demás. Ella expresa cosas que las palabras, solas, jamás podrían transmitir.
 
          Los actos llevados a cabo con amabilidad generan resultados más efectivos, y más rápidamente de lo que habrían sido alcanzados sin ella.
La verdadera fortaleza que la amabilidad conlleva es realmente difícil de negar.         
          Por eso, profundizar en el atractivo del bien, representarlo en nuestro interior como algo atractivo, alegre y motivador, es algo mucho más importante de lo que parece. Muchas veces, los procesos de mejora se malogran, simplemente, porque la imagen de lo que uno se ha propuesto llegar no es lo bastante sugestiva o deseable. 
 
          Si queremos reír, mientras leemos la vida de un santo, solo tenemos que tomar en nuestras manos la Vida de San Felipe Neri, un hombre que santificó realmente el buen humor. A su lado no se podía estar serio, porque las cosas más graves las tomaba con un aire de gracia, de simpatía, de chiste, que sabía hacer dulce hasta lo más agrio. Y, sin embargo, era un santo que no miraba más que a Dios, a hacer bien a las almas, a salvarlas, a llevarlas a la perfección.
          Su apostolado de la sonrisa certifica lo que, años después, aseguraba Benjamín  Franklin:
 
          ─Si quieres ser amado, ama y sé amable.