Si Salomón, el contrapunto de Herodes, hubiera formado parte de la corte de apelaciones de Londres habría emitido un voto particular respecto a Alfie, el niño que agoniza en tercera instancia tras el varapalo de unos jueces que han decretado que para quien sufre de veras el cementerio es el único cuidado paliativo posible. Los padres piensan de otro modo, pero como los padres están menos puestos en medicina legal que en comprobar si tiene fiebre a las tres de la mañana, la justicia británica ha decidido que la posología prevalezca sobre la toma del jarabe a sus horas.

En el caso de Alfie la posología, esto es, la opinión de lo expertos, se ha impuesto al desvelo, esto es, a la evolución del amor, que es la que garantiza, a la postre, la perpetuación de la especie. Ni se acaricia al ibuprofeno ni se mece a la pomada, caricias que el niño guarda en la piel, la memoria del tacto, para apuntalar su empeño en vivir contracorriente. Dicho de otro modo, ahora que le han quitado la respiración asistida, el abrazo oficia a la vez de bomba de oxígeno y de enlace con el cielo porque el abrazo, además de estimular las vértebras, es la forma circular de la fe.

Y aquí quería llegar. La justicia no ha tratado a Alfie de manera inmisericorde, pero sí con cierta superioridad laica al sugerir que la pugna de los padres para disfrutar de la presencia del crío se deriva de su relación con Dios. De modo que el tribunal intenta cuestionarlo al emitir un fallo que pretende enfrentar a dos disciplinas, la teología y la ciencia, que, como acreditan los milagros, no sólo son complementarias, sino que se necesitan. Esto lo comprenderá el ponente de la sentencia cuando esté en las últimas, salvo que, entonces, en vez de a sagrado, se acoja a Aranzadi.