Ayer fui a ver a mi padre. La tumba de mi padre. Está el pie de Montserrat, en un pueblo donde mi hermano se curó de la tuberculosis. El cementerio es blanco y las paredes terminan en ondas suaves como olas del mar Mediterráneo, en la ladera de un monte, quiero tener buena vista. Los cipreses me saludan en silencio y me reflejo en la lápida de mármol que mi madre tantas veces ha limpiado. La lápida la hizo el tio Ricardo, un buen tipo, putero y catalanista acérrimo, bebedor como los del Valle de Arán. 

-Hola, papá. Aquí estoy. ¿Qué te voy a contar que no sepas ya?
Sí, ayer prometí que ninguno de mis hijos iría al infierno porque antes me estableceré yo allí por ellos: me cambio, como hizo don Jesucristo. Nada más cristiano que este intercambio, ¿no?
Me han hecho caso y ha vuelto la melancolía. Bien. A tus órdenes. Dile al Jefe que lo que haga falta. Hasta luego, papá.

Un soplo de brisa de la montaña sagrada llega para confirmar la quimera o la promesa. Qué sé yo... Nada.

Por la tarde leo a Pieter van der Meer de Walcheren, convertido por el enorme Bloy. "Nostalgia de Dios" se llama el libro. Siempre la nostalgia de Dios. Es el deseo de Dios: la nostalgia es el deseo de Dios, de permanencia, de eternidad de todos los amores. Van der Meer perdió a sus tres hijos y a su mujer.
A ésta, tras 50 años de matrimonio. "Cristina ha vuelto a casa", dijo. Y el se hizo monje, porque estaba partido en dos, la mitad en la tierra y la mitad en el Cielo, y le pareció que así viven los monjes, entre los dos mundos posibles.
Bloy fulguró, Bloy se transfiguró cuando, sobre 1910, una noche de lluvia en París, Pieter le pidió: ¿"Conoce usted a algún sacerdote?"

Bloy murió. Y la I Guerra Mundial hundió a la tierra en el infierno oscuro del que aún no ha salido.

Por la noche, Steve McQueen no mata a Karl Malden, el malo, porque un franciscano se lo ha pedido. 

Malden, malherido, maldice al bueno que se aleja entre las letras del THE END.

Vayan con Dios.

El sol hace horas que se ha puesto. Descansen en paz.