Hechos de los Apóstoles 4, 32-35; 1 Juan 5, 1-6; Juan 20, 19-31

«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo»
«No hago el bien, no elijo lo correcto. Pero sé con certeza que Dios me mira con agrado. Lo sé porque me ha dicho cuánto me ama. Y su mirada me levanta del suelo y me hace creer en mí mismo
»
 
Hay frases que tengo que recordar una y otra vez para no olvidarme. Frases que he oído alguna vez de alguien. O las he leído en algún libro y me marcaron. Frases que han quedado prendidas del alma. Grabadas a fuego. Atadas a mi vida para siempre. Pienso en esas frases continuamente para no olvidarme. Porque si las olvido empiezo a vivir como si el alma me pesara más: «Me encanta cómo eres. Te quiero mucho. Te admiro por todo lo que piensas y haces. Me gusta simplemente tu forma de ser. Reconozco que Dios en ti se me hace presente. Gracias por tu generosidad». Alguna vez alguien me las dijo. A mí se me olvidan. Quiero recordarlas de vez en cuanto. Para quererme más a mí mismo. Otras frases me hablan de lo que me dice Dios. Él me mira siempre como a su hijo más querido. Lo perdona todo: «Te he llamado para que estés conmigo. Necesito tu vida, tus manos, tu corazón, tus palabras. Tu vida merece la pena». Son frases que me conmueven una y otra vez. No importa cuántas veces las escuche, las lea, las repita. Suenan a frases antiguas y siempre nuevas. Como si fueran escuchadas por primera vez. No quiero olvidarlas. Una de esas frases es la que hoy escucho: «Dios los miraba a todos con mucho agrado». Pienso en Dios mirándome y diciéndome que soy de su agrado. Me alegra el alma. Pero yo tantas veces me escondo. No siempre creo que me mire con agrado. Es como si me exigiera algo o esperara algo de mí. Y yo no estoy a la altura cada vez que miento, hago daño con mis palabras y hiero con mis actos. No le agradan mis fracasos cuando no respondo a sus expectativas. Y parece mirarme con desprecio cuando no hago todo lo que tendría que hacer, lo correcto, lo perfecto. Escuché hace tiempo una afirmación en una película. Una persona le decía al protagonista: «Siempre has sabido qué es lo correcto. Aun cuando éramos jóvenes y estúpidos siempre lo supiste. Cada paso que das siempre es el idóneo. Yo siempre he querido obrar rectamente. Ser una buena persona. Pero nunca supe qué significaba. Siempre parecía que había una decisión imposible que debía tomar». Me quedé pensando. Yo también quiero ser una buena persona. Y obrar rectamente. Pero ¿los pasos que doy son los idóneos? Cuando tengo que elegir entre el bien y el mal. O entre dos bienes posibles. ¿Hago siempre lo correcto? A veces dudo y tiemblo y veo que Dios no me mira con agrado. Hay dudas en su mirada. Tal vez piensa que no hago nada bien. O eso es lo que creo. Pienso que me mira ofendido, triste, cansado de mi negligencia, de mi desgana, de mi pereza. Cuando miro así a Dios y pienso de esta forma, sufro ansiedad. Veo que no llego a la meta, a la cumbre. Y me parece que Dios nunca va a estar feliz conmigo. Pienso en esta Semana Santa. E imagino que Jesús muere porque yo lo clavo al madero. Mis manos las que golpean los clavos. ¿Lo clavo yo de verdad? ¿Me creo que soy yo el culpable, el que con mis actos hago más daño a quien no quiero hacer daño? El otro día escuchaba una canción que decía: «Si hubiera estado allí entre la multitud, Que tu muerte pidió, que te crucificó. Lo tengo que admitir, hubiera yo también, clavado en esa cruz tus manos mi Jesús, si hubiera estado allí». Al oírla pensé que no. Yo, si hubiera estado allí, no sé qué hubiera hecho. Quizás habría huido de la escena del Calvario, me habría escondido. Pero no siento que hubiera clavado esos clavos. Además, los que clavaron los clavos, ¿eran tan culpables como pensamos? ¿Sabían realmente a quién clavaban? Sólo hacían su trabajo. O creían que Jesús era de verdad un blasfemo. ¿Le hubiera condenado yo a ellos por sus obras? Jesús no lo hizo. Yo tampoco quiero hacerlo. Sólo creo que si hubiera estado yo allí, me habría escondido. ¿Cuáles son entonces mis clavos? El otro día lo vi más claro. Por mi orgullo respondí mal a una persona vulnerable en ese momento a mis palabras. No calculé el peso de mi gesto. No medí mi forma de decir las cosas. Y herí. Inmediatamente me di cuenta. Ya era tarde. El daño estaba hecho. Quise volver el reloj hacia atrás. Unos segundos siquiera. El tiempo suficiente para cambiar mi reacción. Demasiado tarde. Creo que son esos los clavos que yo clavo en corazones de carne. En aquellos a quienes Dios me confía. En los que amo o digo amar. Dios me los entrega y luego yo los hiero. Con palabras de acero. Con gritos y con gestos fuera de lugar. No sé qué hubiera hecho yo si realmente hubiera estado yo allí esa tarde de viernes santo. Seguro que no habría comprendido todo su amor. Ni tampoco la forma de su reino. Me habría rebelado ante su impotencia. Y me habría costado mucho su decisión de guardar silencio y dejarse matar. No hubo lucha. Pero no me veo yo condenándolo a muerte. Si hubiera estado allí me gustaría haber sido uno de esos discípulos cobardes. Incapaz de defender al maestro. Incapaz de traicionarlo. Enamorado de Él. Si hubiera estado allí. Es verdad. Yo estaba. Yo estoy. Lo que he celebrado vuelve a ocurrir hoy. Y quiero ser distinto en mi mirada. Pero miro a veces con odio. Quiero ser más valiente. Pero me vuelvo cobarde y huyo cuando todo se complica. Me hubiera gustado definirme y decir que yo era de los suyos. Como ahora cuando callo y me mantengo en mi ambigüedad para no perder nada de lo que tengo. Lo acepto, vivo con miedo. Me veo oculto entre la masa. Reticente para llevar la cruz del Nazareno en tantas personas que pasan a mi lado y su cruz me es indiferente. Miro a Jesús hoy en tantos que sufren, recorriendo los pasos de su Calvario. Quiero ser mejor hoy. Tomar la decisión correcta, la idónea. Me cuesta. Dudo. Dios me mira desde la cruz conmovido. Entre la sangre y el dolor oigo su voz de consuelo. Me quiere en mi fragilidad. Me mira con agrado. Quizás me ve huyendo o escondido. Pero me sigue mirando con agrado. Me sorprende porque yo no miro así. Él sí, porque me ama. Y el amor lo perdona todo. Su amor perdona mis clavos, mi torpeza, mi indiferencia, mis miedos. Esa mirada suya con agrado es lo único que me salva en medio de mi noche, en medio de mis caídas. En mi propio dolor cuando hiero y clavo clavos a mis hermanos haciéndome daño a mí mismo. Porque las lágrimas del que hiero son como un fuego que me quema por dentro. Me siento culpable y parece que mi súplica de perdón no basta. No cura la herida. No la elimina. Ahí está el hueco de mi clavo, de mi lanza. He sido cruel, injusto, egoísta. No me siento bien. Me duelen esas decisiones mías en las que me dejo llevar por el orgullo y el desprecio. Esas decisiones incorrectas que tomo cuando me siento atrapado ante decisiones imposibles. No hago el bien, no elijo lo correcto. Pero sé con certeza que Dios me sigue mirando con agrado. Lo sé porque me ha dicho cuánto me ama. Y su mirada me levanta del suelo y me hace creer en mí mismo.

Veo que mis afectos se graban en el subconsciente y permanecen allí para siempre. Es una caverna oculta entre los pliegues de mi alma donde almaceno recuerdos dolorosos, sentimientos confusos que me llenan de miedos. Me asusta adentrarme dentro porque no sé muy bien qué voy a encontrarme cuando entre. El otro día leía algo que es tan real: «No son los valores los que nos dividen, y muchas veces ni siquiera las ideas; es el sentir el que crea los malentendidos, las separaciones y las tensiones más dolorosas. El miedo nos aleja de los demás, la ira los hace enemigos, y la melancolía pone tristemente de relieve su ausencia»[1]. Son los sentimientos de mi caverna los que me acercan o alejan a las personas. Los que construyen puentes que unen o barreras que separan. De ese subconsciente brotan todos mis actos. Tomo mis decisiones abismándome en ese mundo de sentimientos tan complejos. Están en mi subconsciente y afloran cuando menos lo espero. Me siento extraño. Me gustaría tener claro todo lo que siento. Entrar y salir de esa caverna sin miedo alguno. No quiero dejarme llevar por mi estado de ánimo. Quiero que Dios toque con su mano mi alma herida. Y ponga paz y serenidad y algo de orden dentro de mi desorden. Leía hace poco: «Pensar en una acertada jerarquía de valores, donde nosotros y nuestros sentimientos no seamos el centro, sino que lo sean las personas que más amamos. Esto nos ayudará sin duda más de lo que imaginamos a dimensionar adecuadamente nuestras emociones. No sentirse el centro del universo nos libera, por ejemplo, de muchas susceptibilidades, malentendidos, desprecios, falta de atenciones, etc., que tanto nos hieren, tanto nos lastra y empeora»[2]. No quiero que mis sentimientos sean el centro. No quiero ser yo el centro. Me gustaría que mi hermano fuera el centro. Y así ver a Dios en él. Y encontrar paz al darme sin esperar siempre recibir algo a cambio. Sin darme demasiada importancia. Es eso lo que más daño me hace. Me siento herido con frecuencia. Creo que no me toman en serio. Que no me valoran. Que no me ven. Y sufro. Me dejo llevar por la maraña de sentimientos que hay en mi alma. Me veo incomprendido y sufro. Meto la mano en la caverna donde habitan mis más oscuros sentimientos y sufro. Aquellos sentimientos a los que no soy capaz de ponerles nombre. Me mueven las emociones que hay en mi alma. Quiero saber lo que hay dentro de mí para no sorprenderme. Desentrañar los misterios ocultos. Quiero dejarme mirar por Dios. Él me quiere con todo lo que soy. Sé que hasta que Jesús no toque lo más profundo de mi alma no seré todavía de verdad cristiano. Lo seré cuando Dios bendiga mi alma con lo que siento. Con todo lo que me hace sufrir. Con todo lo que me alegra. Hay palabras, sucesos, lugares que tienen una profunda resonancia dentro de mí. A veces una resonancia positiva. Pero otras negativa. Y entonces son las emociones las que me mueven por dentro y me llevan a tomar decisiones que no deseo tomar. Sacan lo mejor de mí o a veces lo peor. Brotan mi ira y mi tristeza. O surge la alegría más honda y verdadera. El entusiasmo o la desilusión. El pesar profundo o la esperanza. La motivación por hacer cosas grandes o la desidia que todo lo paraliza. En realidad veo que mis actos dependen mucho de mis recuerdos afectivos. Están grabados dentro de mí a raíz de ciertas experiencias. Queda el recuerdo, el olor, el color, el sentimiento. Queda grabado para siempre en lo más hondo. A veces llego a olvidar los acontecimientos precisos. Pero curiosamente permanece vivo el afecto, el sentimiento unido a aquella escena. Queda grabado muy dentro.

Jesús se aparece durante ocho días a los más queridos. Cuando ellos están llenos de tristeza. Las mujeres que van a buscar el cuerpo de Jesús muerto. O los discípulos que huyen a su aldea de Emaús. O el grupo grande de discípulos escondidos en el Cenáculo con las puertas cerradas. Tristeza, amargura y estupor. Hasta que súbitamente Jesús aparece y todo cambia: «Las mujeres se marcharon a toda prisa del sepulcro; llenas de miedo y de alegría corrieron a anunciarlo». Jesús les da la paz: «Paz a vosotros». Y les entrega la alegría: «Alegraos. No temáis». Y entonces miedo y alegría se mezclan en el alma. Ya no hay nada que temer. Jesús vive. Y se aparece a los que lo aman, a los que esperan un milagro imposible. Es verdad que tal vez no creen en la resurrección todavía. Era imposible. Y aún sin verlo vivo se llenan de estupor al ver el sepulcro vacío. Piensan que han robado el cuerpo de Jesús muerto. Es lo más razonable. Pero no es así. Jesús llega y se aparece ante sus ojos humanos para que tengan paz, para que crean que era verdad todo lo que les había dicho. Pronuncia sus nombres, parte el pan, les da la paz, les deja tocar sus heridas. Y ellos creen. Y se llenan de paz y de alegría. Es verdad que necesito creer en lo imposible para tener paz en el alma. Necesito pensar en los bienes de allá arriba para dejar de obsesionarme con los de la tierra y ser así feliz. Sé muy bien que mi alma se llena de tristeza, de barro, de humedad, de oscuridad y llora con frecuencia en esa caverna escondida en mi alma llena de sentimientos confusos. Brotan la rabia y la pena. Me siento confundido. Y necesito tocar a Jesús vivo para tener de nuevo alegría. Hoy Jesús se detiene ante mi llanto y me dice: «¿Por qué lloras?». Y yo sigo llorando. Tengo miedos y tristezas. Lloro por dentro. Le digo confuso todos mis motivos para seguir llorando. Mi pecado, mi pérdida, mi caída, mi muerte. Le digo por qué lloro. Es verdad. Lloro mucho. A veces con lágrimas que otros ven. Otras veces con lágrimas que corren por el alma. Nadie las ve. Lloro en lo hondo, en lo escondido. Porque anhelo una plenitud que no logro. O deseo otros caminos que no recorro. Y lloro por el tiempo perdido. Y el alma se turba. Y solo veo el sepulcro vacío. Y los sudarios caídos. Pero a Él no lo veo. Lo busco y no lo encuentro. Tiemblo. Siento mis lágrimas que caen. Me gustaría que Jesús viniera a mi vida y me abrazara en mi llanto y me dijera: «¿Por qué lloras?». Una persona comentaba hace unos días: «No importa el lugar en el que te encuentres. Aunque no pase nadie por él. Tenlo seguro, Jesús sí pasará por el lugar donde te encuentras». Esa afirmación me da mucha paz. Me alegra pensar que en mi lugar. En ese lugar en el que me encuentro. Allí por donde a lo mejor no pasa nadie. No importa nada. Seguro que por allí Jesús va a pasar. Me va a preguntar por qué lloro. Va a querer conocer el motivo de mi tristeza. Le van a interesar mi angustia y mi pena. Se va a detener al ritmo de mis pasos para caminar conmigo. Va a pasar por mi vida porque eso significa la palabra Pascua. Es el paso de Dios en mi interior. Atravesando mis puertas cerradas. Necesito en mi vida ese paso firme y fuerte de Jesús que ha resucitado y quiere llenarme de paz: «Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: -Paz a vosotros». Entra dentro de mi casa con las puertas cerradas por el miedo: «Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos». Tengo cerradas las puertas y ventanas de mi alma. Me da miedo que alguien pueda entrar. He bloqueado todas las entradas para que no me hagan daño, para que no me hieran. Por miedo a la vida, a las personas y al mundo. Lo cierro todo con fuerza para que nadie vea cómo soy de verdad. Para que nadie entre en mi intimidad y hiera mi fragilidad. No quiero ser herido. Las puertas cerradas me hablan de cómo soy por dentro. Soy débil y temeroso. Y por eso me cierro y me escondo. Me refugio dentro de mí. Me guardo con cierta amargura mis tristezas y mis penas. No saco fuera todo mi dolor. Mejor lo escondo. Tengo miedo a ser reconocido en mi fragilidad. Miedo a que me traten de acuerdo a ella. Por eso prefiero mostrarme seguro y firme ante los hombres. Aparecer ante el mundo como un hombre sin miedo. Se me olvida que justamente en mi fragilidad es donde aparece Jesús para preguntarme el motivo de mi dolor. No tengo que tener pena, es lo que me dice. Porque Él está conmigo para siempre. El motivo de mi angustia desaparece con su luz, con su paz, con su sonrisa. Pienso en las procesiones de Semana Santa. Tantas personas cargando los pasos de María y de Jesús en tantos lugares de España y del mundo. En estas procesiones se manifiesta un amor hondo y sincero. Los costaleros cargan con el paso con gran esfuerzo. Permanecen ocultos a los ojos del mundo. Saben que a ellos nadie los ve. No importa tanto ser visto. Es a Jesús a quien necesito ver. A Jesús o a María. Pero no a quien carga con su imagen. Se alegra el corazón al ver pasar a Dios con paso cadencioso, con un cierto baile, rodeado de flores. Al ritmo de los tambores y las trompetas. Jesús se aparece en medio de las calles de una ciudad, de un pueblo. En medio de la vida diaria, cotidiana. Allí donde menos lo espero. Una imagen que evoca la resurrección, el amor de Dios. Y me recuerda que mi dolor y mi pena no tienen la última palabra. Se aparece Jesús «procesionando» en medio de mis calles, de mis días, a través de mis puertas cerradas. Aparece Jesús llevado sobre los hombros. Pesa más de lo que un hombre solo podría cargar. Son muchos los que lo llevan. No importa el esfuerzo. Se lo reparten. Y permanecen ocultos. Un esfuerzo colectivo. Unidos llevando a Jesús. No los ven. Ven a Jesús sobre la espalda. Ellos ocultos. Él presente. Así suele ser con mi vida. No es a mí a quien ven, es a Jesús. Yo cargo con su peso oculto. No voy solo. Otros me ayudan. No pesa tanto. Pero veces se me olvida que es a Él a quien quieren ver. Y entonces quiero que me vean a mí. Que me aplaudan a mí. Quiero ser yo el importante, el protagonista, quiero estar en el centro. Yo el que hace milagros. Porque soy yo el que padece tantas veces. El que está triste y sufre. El que tiene dolores y necesita consuelo. El que necesita la paz de Jesús acercándose a mí cuando menos lo espero. Y creo que soy yo el que despierta admiración y seguimiento. El que da paz y alegra el corazón. Pero no soy yo. Es Jesús. Voy cargando el paso de Jesús y de María y me creo algo importante. Como si mis pasos fueran los que hicieran posible los suyos. ¡Cuánta ingenuidad! Me siento en el centro. Quiero cubrirme el rostro. Ocultarme bajo el paso. Esconderme de los ojos para que no puedan así admirarme. Me hace bien permanecer oculto y dejar que sea Jesús el que se aparezca. El que manifieste su poder y su fidelidad. Me gusta mirar esta Semana Santa a ese Jesús que se esconde y aparece. Se oculta muerto detrás de una losa y aparece resucitado atravesando puertas cerradas. Me gustan sus palabras que me llenan de paz y de alegría. Me gusta que quiera aparecerse en el lugar en el que me encuentro. En mi lugar por el que nadie pasa. Pero El sí pasa y eso me consuela y me da paz. Se alegra el alma.

Las heridas me parecen algo muy sagrado. Tienen que ver con mi historia santa. Con los momentos en los que me he sentido herido por la vida, por las circunstancias, por el mal, por el pecado, por el amor, por el desamor. Cuento mis heridas en pies, manos y costado. Las guardo como algo sagrado. Ahí está Dios escondido. Las miro, las beso. Y me miro a mí mismo reflejado en Jesús que me muestra sus heridas: «Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor». Los discípulos ven las heridas y reconocen a Jesús por ellas. Y se llenan de alegría. Sus heridas son fuente de alegría porque me hablan de un amor que se da hasta el extremo. Así me ha amado Jesús. En sus heridas santas. Y ha perdonado sus propias heridas desde la cruz. Tal vez ese sea el misterio más grande de sus heridas. No desaparecen, no están ocultas. Pero sí están perdonadas. «Perdónalos, porque no saben lo que hacen». ¿Es posible perdonar mis heridas? Leía hace poco: «El gran obstáculo para llegar a Dios es no saber perdonar. No todo lo sufrido se redime. Sólo es salvado lo que se sufre en amor y perdón. ¡Cuántos seres humanos guardan en su alma heridas abiertas! Si no estamos dispuestos a perdonar, todo será en vano, por más que vayamos a la iglesia y cumplamos con nuestras oraciones, leamos libros piadosos. Toda la vida se detiene como el agua tras un dique de contención. Nuestra actitud irreconciliable es como un dique que se alza deteniendo el flujo natural del amor. Por eso debemos aprender a perdonar. No es posible ir por este mundo sin padecer heridas ni aceptar injusticias. Debemos aprender a vivir con ellas sin detener el flujo del amor»[3]. Las heridas las sufro porque amo. Porque me expongo. Porque no me guardo egoístamente. Es cierto. Tal vez sufre menos quien no ama. Quien no sale fuera de su escondite. Quien calcula todo y no se arriesga. Y pese a todo. Incluso cuando alguien decide no amar y no arriesgar su vida. Incluso entonces puede ser herido. El desamor, el rechazo, el desprecio, el odio, la indiferencia, la derrota, el fracaso, la difamación, la crítica. Tantas cosas pueden causarme heridas. Soy tan frágil en mi piel blanda. Cualquier clavo puede lacerarme el alma y brota la sangre. Lo sé, soy débil. Me sigo protegiendo muchas veces, es verdad. Lo hago por miedo a recibir más heridas o a ser herido en mis mismas llagas de siempre. Me duele en lo profundo. Tantas veces las expectativas que tengo se convierten en desilusiones. Y el alma de nuevo es herida. Y duele tanto. Sólo puedo salir del dolor de mis heridas perdonando. Jesús perdonó desde la cruz a los que lo mataban, a los que estaban llenos de odio. Esa misericordia infinita que yo tanto anhelo. Jesús perdonó su rabia y su ignorancia. Perdonó su ceguera y su desprecio. Los perdonó en su corazón herido, casi ya sin fuerzas para hablar. Y entonces sus heridas se llenaron de luz, se convirtieron en fuente de esperanza y pueden ahora curarme a mí. No toda herida cura a otros. Sólo la herida que ha sido perdonada. Sólo cuando he sido capaz de perdonar entregándoselo todo a Dios. Sólo cuando perdono estoy en condiciones de comenzar un camino nuevo. El camino en el que mi herida se convierte en fuente de vida para otros. En fuente de un agua nueva que todo lo limpia y purifica. Pero si no perdono, mi herida abierta no es camino de esperanza. «Las heridas abiertas huelen mal y no curan a nadie»[4]. Miro mis heridas frente a Jesús en este día. ¿Están perdonadas? ¿Están abiertas? Jesús me muestra sus heridas. Yo le muestro las mías. Él puede cambiar mi corazón y hacerme capaz del perdón. Me da su misericordia para que yo sea misericordioso. Y perdone al saberme perdonado. Quiero perdonar a los que me han hecho daño. Conscientemente o sin saberlo. Perdonar a Dios mismo por no haber permitido en mi vida lo que yo tanto deseaba. O haber permitido lo que tanto temía. Perdonar a las personas que no me han amado como esperaba. Perdonar la injusticia, la difamación, la mentira, el odio, la indiferencia. Perdonar todo lo que me parece injusto en mi corazón herido. Todo lo que me ha hecho daño y ha dejado un hueco profundo en mi piel. Una herida honda que no cierra si no soy capaz de perdonar. Y cuando no cierran las heridas vivo lleno de rencor, de odio, de deseos de venganza. Quiero hacer daño porque a mí me han hecho daño. Y veo en mí sentimientos ocultos en mi interior. Sentimientos que me hacen saltar con rabia. Como el sentimiento de Tomás que hoy no se siente amado por Jesús: «Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: - Hemos visto al Señor». No estaba cuando todos sí estaban. No estaba cuando Jesús viene a verlos. ¿Se ha olvidado Jesús de él? ¿Acaso no le importa su vida? Sufre Tomás porque no se siente tan amado como los otros. Siente que no es tan importante para Jesús. A Él no le importaba tanto que él estuviera. La herida del desamor, del desprecio. Jesús parece no amarlo. Parece no quererlo tanto. Es la herida que yo también tengo cuando no me siento importante para algunas personas que a mí sí me importan. Y guardo el rencor en lo más profundo. O cuando pienso que Dios no me quiere tanto como a otros. Y sufro en mi carne por envidia. Y mi llaga se hace profunda. Poder perdonar es un milagro de Dios en mi corazón. Sólo con mi voluntad sé que nada puedo. La herida sigue doliendo. Y no soy capaz de mirar hacia delante con una mirada alegre, salvada. Necesito que caiga sobre mí como una lluvia la misericordia de Dios. Necesito que me mire con misericordia para poder yo perdonar.

Jesús vuelve pasados ocho días sólo para ver a Tomás. «A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos». Y se adapta a su petición algo extraña: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». Jesús se pone a la altura de Tomás y toma su mano: «Luego dijo a Tomás: - Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Tomás sólo está dispuesto a creer si llega a tocar las heridas con sus propias manos. No cree en sus hermanos de camino. No cree en sus palabras. No cree en los que dicen haber visto a Jesús. Está herido. Tiene tanta rabia. Jesús lo mira con infinita misericordia y accede a sus deseos. Le muestra a Tomás un amor imposible, un amor divino, una misericordia infinita. Y lo hace así sólo para que él crea: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto». El amor de Jesús es imposible. No tiene medida. Se abaja hasta lo más hondo, hasta lo más humillante. Antes se dejó matar de forma injusta. Y ahora se doblega a los deseos del corazón incrédulo de Tomás. Decía el P. Kentenich: «El auténtico amor jamás dice: - Es suficiente. Porque la medida del amor es justamente no tener medida. Y nuestra mutua relación tiene que llevar más y más hondamente hacia esa medida sin medida, hacia el Dios eterno e infinito»[5]. El amor de Jesús por Tomás es inmenso. Lo ama con toda su alma. Y se adapta a sus deseos. Eso me impresiona. Tomás tenía miedo. Temía que Jesús no lo amara a él de forma personal. Temía ser sólo uno más. Un discípulo dentro de un grupo de discípulos. Nada especial. A veces yo mismo me miro así frente a Dios. Me veo como uno más de sus sacerdotes, uno más de sus hijos. Uno más entre una masa ingente de seguidores. Uno entre muchos más santos que yo. Mucho más obedientes y fieles. Y me he formado la idea equivocada de que el amor que me tienen crece en correspondencia con la bondad de mis actos. Cuanto mejor me porto, más me aman. Y lo proyecto en Dios. Tal vez como Tomás. ¿Dónde estuvo escondido esa noche? También huyó. Igual que muchos otros. Igual que Pedro que lo negó públicamente. Pero en Tomás su huida parecía tener más peso. Es lo que pensaba. Jesús no había esperado a que él estuviera. Había llegado a destiempo. O él no había estado en el momento adecuado. ¿De quién era la culpa? ¿No era Jesús Dios? Sabía que Tomás no estaba y eligió ese momento. ¿Un descuido? Bendito descuido. Esa aparente negligencia permitió uno de esos encuentros maravillosos entre Jesús y los hombres. Uno de esos encuentros que me llenan de esperanza. A veces siento que no estoy en el momento oportuno. Pero Jesús vuelve para estar conmigo. Como cuando da alcance a los discípulos de Emaús que huyen con miedo y tristeza. Los alcanza por la espalda. Se cuelga a ellos. Igual que Tomás se cuelga de sus heridas. Un encuentro que quita de un plumazo todos mis miedos. A mí también me quiere así. Personalmente. Con un amor infinito. Y viene a mi lugar. Donde me encuentro escondido o huyendo de Él porque tengo miedo. No lo sé. Pero viene. Cuando ya menos lo espero. Incluso cuando le pongo condiciones absurdas. O pienso como un niño inmaduro que quiere más a otros. Porque me comparo. Comparo mi vida con otras vidas. Veo las injusticias que sufro. Veo los desniveles, las diferencias. Y pienso que merezco más. Y no soy capaz de alegrarme por lo que tengo. Y en medio de mi mediocridad e inmadurez viene Jesús a buscarme. Toma mi mano para meterla en sus heridas. Yo me dejo hacer. Y Él, seguro que también, mete su mano en mis heridas. Para calmar mi dolor. Para que cierren con el perdón. Soy esclavo de mis estados de ánimo tantas veces. De mi pena y mi rencor. Leía el otro día que «las emociones, los afectos, el humor... parecen presentarse como una bandera que se mueve según de dónde venga el viento: un día está uno contento, pero no sabría decir por qué, y al día siguiente se descubre triste. Las emociones, los afectos, pueden turbar la tranquilidad»[6]. Tomás sufre, está turbado, ha perdido la alegría. Parece no alegrarse de que Jesús vive. Es tan absurdo. Sufre porque no lo ha visto. Y no se alegra porque está vivo. Debería entonar con los demás discípulos el salmo que tan bien conocía: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia». Pero no puede hacerlo. La tristeza es honda en su alma. No puede alegrarse cuando piensa que Jesús no lo ama de forma predilecta. Entiendo tan bien sus emociones. Todavía no ha llegado el Espíritu Santo en Pentecostés. Y no puede vivir lo que más tarde se dirá de los cristianos: «En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor». Tomás siente la división dentro de su alma. No piensa igual que todos. No siente igual que todos. No habla de la resurrección con valor. Es curioso. Esta descripción de la Iglesia tampoco encaja hoy a la perfección. ¡Cuántas veces la envidia y los celos dividen! Dentro de la misma Iglesia no pensamos todos igual. No sentimos lo mismo. Tomás encarna ese espíritu de división. Cada uno con sus razones pero lejos del ideal soñado. Tomás no cree en el hermano. No confía en sus palabras. El ideal brilla ante mis ojos. Un solo pensamiento, un solo sentir. Un mismo Espíritu: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío Yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: - Recibid el Espíritu Santo». Es el Espíritu que pacifica, que une, que calma el dolor y el rencor. Es el Espíritu de su misericordia.
 

[1] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[2] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
[3] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 236
[4] H. Nouwen, El Sanador herido
[5] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[6] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad