Hay muchas maneras de acercarnos a la resurrección de Jesús. Una de ellas, es la arqueología que ha conseguido ubicar lugares y contextos de Medio Oriente, mencionados en la Biblia, además de los estudios sobre la sábana santa. Otra vía para argumentar la verdad del hecho, es la lógica. Si Jesús no hubiera resucitado, nadie habría dado su vida por él, como lo hicieron los discípulos, menos Judas Iscariote que se suicidó luego de la traición y Juan que tuvo una muerte natural.

No faltará el que diga que pudieron estar afectados por el fanatismo que lo trastorna todo, pero si nos detenemos en el perfil psicológico, por ejemplo, de Pedro, veremos que por personalidad era más bien temeroso y medido. Nada que ver con una mentalidad extremista. De modo que si llegó al martirio en Roma, no fue porque lo buscara de modo imprudente, como si hubiera querido vender un fraude exaltándose a sí mismo, sino que solamente pudo asimilarlo y afrontarlo desde el hecho de que todo aquello era cierto. Es decir, estaba seguro de lo que él mismo había podido ver durante el tiempo que pasó con Jesús. La resurrección es verdad. Tan es así, que el sepulcro permanece vacío, evocando la presencia viva de Cristo en el momento presente.

¿Qué sentido tiene, entonces, la resurrección? En primer lugar, que el dolor y la muerte ya no tienen la última palabra y, en segundo, que Jesús es Dios, porque sin violentar la naturaleza, tiene un efecto extra en ella. Al resucitar, fue capaz de confirmar todo lo que había dicho, trayendo consigo una oleada de conversos, porque ¿quién puede encerrarse frente al misterio, tan grande y fascinante, de Cristo? Él existe, participa, incide y; sobre todo, nos implica en el buen desarrollo de los acontecimientos. Al resucitar, nos asegura que siempre iremos a más, hasta llegar a la meta que es la salvación; es decir, el acceso a la vida eterna.