La realidad confunde, desconcierta. A la entrada de un bar me encuentro con un grupo de personas que parecen ser los ciudadanos de Calais, de Rodin. Y el pelo moreno de esa chica que está sentada son como trazos dispersos de Pollock en el lienzo de la brisa. El bullicio de la calle es como un cuadro futurista de Gino Severino, tal es el caos de líneas y colores. La realidad se nos escapa o se difumina en indiscriminados deseos. Quisiera vivir más a conciencia, darme cuenta de lo que vivo, a pesar de mis olvidos y cenizas. Vivir dentro de un paisaje de Corot y respirar allí dalias, calas y retamas. O ser el príncipe valiente que dibujaba Harold Foster. Serlo justo en el instante en el que el mensajero Hulta resulta ser una hermosa y herida doncella “de cabellera cobriza”. La realidad, la realidad. La realidad es la verdad. Creo. Es el sentido de lo que vives y respiras. Y Flash Gordon resulta que no existe. Pero dudo. Como dudó Magritte. La luz también duda en su reflejo y hace que la materia se desmorone en pinceladas concisas que yo miro como si fueran todas de Monet. ¿Es menos realidad el deseo? ¿Es ilusión todo lo que sueño o escribo aquí? El alma es la verdadera consistencia de la materia, la densidad de la belleza que contemplo y amo cada día. Y de pronto el cielo se viste de fucsia, en una realidad fulgurante. Porque a Dios le gusta la pintura de Rothko. Y la mirada reza, y es más real que nunca la esperanza. Y la vida, que sueña más vida.