En un campamento de la parroquia una niña de trece años dio a luz a su bebé. Sucedió el primer día. Me dijeron que la niña –Angélica- se encontraba mal. Nadie sabía que estaba embarazada. Sólo lo sabía ella y su novio. Ni siquiera sus padres.

Cuando empezó a manchar con sangre ya no pudo ocultar más su embarazo. Alarmado, llamé a un médico amigo y contándole los síntomas de la menor, me dijo que la lleváramos inmediatamente al hospital. Eran las doce de la noche y estábamos en Candeleda (Ávila).

Fuimos a toda pastilla en coche hasta Talavera de la Reina, a setenta kilómetros, pensando que sería un aborto, ya que ella afirmaba que estaba embarazada de cuatro meses. La ingresamos en urgencias de ginecología.

Al cabo de un rato salió el médico: “esta niña está de siete meses y va a dar a la luz enseguida”. Por poco me toca atender al parto en mi propio coche. Me llevé un buen susto, porque el médico le había preguntado con quién había venido, y le respondió que con “el padre”, que es como me suelen llamar en la parroquia. Al salir, y verme vestido de sacerdote, me preguntó si yo era el “el padre”, yo dije que sí, pero en seguida me di cuenta del error que se estaba produciendo: yo era el sacerdote, no el padre del bebé. Al final aclaramos el malentendido.

Tuve que llamar a su madre de urgencia. Le dije que viniera inmediatamente a ver a su hija, que se encontraba “un poco mal”. Le pagué el taxi, ya que eran gente muy pobre. Al llegar –dos de la madrugada- le dije la verdad: “tu hija está embarazada”. “Es imposible –me respondió- siempre la he educado bien”. “Pues ven a verla, -respondí- que va a dar a luz.” Casi se desmaya. La acompañé y llegó justo a tiempo para el parto. El niño nació sano y bien.

Después de esta imponente experiencia, decidimos dedicarnos a fondo a la atención de las madres jóvenes para que no se encuentren abandonadas y así surgió el grupo Ángel para las embarazadas. Actualmente participan del grupo más de ochenta chicas. Todas bajo el cuidado de la Iglesia.