“Estaba en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo y se puso a gritar… Jesús lo increpó: “Cállate y sal de él”. El espíritu inmundo lo retorció y dando un grito muy fuerte, salió.”  (Mc 1, 22-25)

El caso del hombre poseído al que Jesús liberó del espíritu inmundo nos sitúa delante de nuestras propias inmundicias, de nuestros propios pecados. De hecho, muchos de los ataques que sufre la Iglesia tienen como origen –al margen de las excusas que se busquen- la rabia que experimentan contra esta institución aquellos que están inmersos en el mal, en la basura, en el pecado. No pueden tolerar la existencia de una realidad que defiende el bien, la castidad, la pobreza y aprovechan defectos reales de algunos de sus miembros o defectos imaginados para intentar destruirla. En el fondo de esos ataques está este sentimiento: “Ellos, los que predican que hay que hacer el bien, son como nosotros, tienen tanto pecado como nosotros”. Quizá en parte tengan razón, pero, en cualquier caso, la predicación de la conversión y de la existencia objetiva del bien no debe dejar de hacerse, precisamente para evitar el triunfo definitivo del mal.

Pero en otros casos, la conciencia de los propios pecados aleja de Dios. ¿Cómo va Dios a amarme?, piensan algunos. Yo no tengo solución, dicen otros. En estos casos se trata de darle a Dios precisamente la pobreza personal y de dársela junto con la parte buena que sin duda también se tiene. La una, mediante el arrepentimiento, la confesión y la lucha por mejorar. La otra, mediante el ejercicio y desarrollo de aquellas virtudes y cualidades con las que Dios ha dotado a todos, aunque sean diferentes en cada uno.