Vivimos en un estado tan superficial de vida que no somos conscientes ni de nuestro respirar. Damos por supuesto que esta vida puede ser vivida de la forma que más se acomode a nuestra endeble voluntad. Vivimos de apetencias, de impulsos que duran lo que dura el capricho de turno o el humo de un cigarrillo. Ensimismados en el yo egoísta, no vemos lo mejor de los demás. Y con el tiempo nuestra capacidad de asombro se difumina en el olvido de lo que verdaderamente importa: el amor. La vida es un constante enamoramiento o no es. Un darse, en un progresivo descubrimiento de las maravillas que nos rodean. Pero nuestras almas están aturdidas de comodidad, saturadas de cosas, de avaricia y soberbia, de impureza y deslealtad. Y hemos llegado al punto en el que somos incapaces de demorarnos en el asombro de una inteligencia coherente, o de una sensibilidad que vaya un poco más allá de las compras de Navidad.

Sí, el asombro de una rosa, o de la lluvia. El asombro de un buen libro o poema. El asombro -siempre nuevo- de los besos de nuestra mujer, o de esa mirada que nos desnuda del yo el alma. El asombro de la belleza de un cuadro de Isabel Guerra, o de esa luz que incide en el agua. El asombro de la honradez y del estudio. Nos hablan de cultura por mil sitios, en una constante propaganda mercantil y política. Es una cultura del entretenimiento, sin más. De pasar los ratos de nuestras vidas en una afasia espiritual que nos impide darnos cuenta de la plenitud trascendente del hombre. Esa plenitud que sobre todo se manifiesta, insisto, en el amor por los demás.