"Usted me pregunta por qué mueren las personas que se aman y parece que olvida que la muerte nos alcanza a todos, antes o después. Usted no ha pensado bien su pregunta porque el dolor nubla su mente; sin embargo, ese no querer que mueran aquellos a quienes amamos -que es lo que su pregunta transparenta como un grito desesperado-, tiene que ver con la Eternidad.
 
Somos eternos. Y nuestro paso por este mundo es fugaz, luminoso como una llama y triste como el humo gris de una vela apagada.
 
Dos seres que se aman son dos llamas que arden juntas y se elevan hacia la Eternidad.
 
La Eternidad tiene la forma de Cruz, un signo de suma: siempre más, siempre más amor, siempre más Vida.
 
Las dos llamas iluminan esa Cruz, que es la suya -de los dos- y es eterna; y cada una lo hace más o menos deprisa. Se aman, pero no es siempre al unísono en este mundo fugaz y triste.
 
Todos morimos solos y todos ardemos solos.
 
Y así, cuando la parte de la Cruz que corresponde a cada uno ha sido ya iluminada por la llama de su amor, entonces se apaga como una vela. Y muere.
 
El viudo, la viuda, arden entonces más rápido -el dolor acelera el amor- y la Cruz se va iluminando sin pausa...
 
Solo cuando la llama que sigue viva ha forjado por fin del todo la Cruz de luz, de amor y de dolor, cuando ya no son dos sino una sola llama y una sola carne, cuando ya no son ellos sino Cristo quien vive en ellos, solo entonces muere
aquel o aquella que había quedado en este valle de lágrimas y resucitan juntos como ángeles del Cielo.
 
Ésta y no otra, joven amigo, es la razón y la causa y la gloria de la viudedad."
 
El monje me ha mirado con su mirada melancólica y ha tomado el ansiolítico.
 
-Dios nos conduce también con pastillas: ¡loado sea el Señor!