-Acompáñeme, joven, por aquí.

Avanzamos por un claustro en penumbra, una oscuridad azul solo quebrada por el brillo de la luna que no se ve. El brillo blanco sobre los capiteles; y el ruido, sordo, de las pisadas.

El monje me hace pasar a una capilla.

-Aquí está.

El Belén, el Nacimiento, es muy sencillo: El Niño, María, José, la mula y el buey. El ángel está en las palabras latinas de una inscripción. Silencio.

Contemplo aquel pesebre y me doy cuenta de que los animales están delante del Niño, como si lo adorasen, y no detrás, que es lo habitual.

-¿Se ha fijado? Muy bien, joven. Es un observador notable. Dirá usted que están delante porque los animales adoran a Dios, alaban al Señor de manera natural, Le dan gloria con su sola vida, y tendrá usted razón. Dirá usted que están delante porque al Niño se Le puso en un pesebre, que es donde comen los animales y, por tanto, la mula y el buey estaban muy cerca de su comida. Dirá usted que el monje portero, quien ha puesto el Belén, no alcanzaba a poner las figuras más al fondo: oh, no, es un hombre de considerable envergadura y largos brazos. No. Es decir, sí. Usted tiene razón en casi todo lo que pueda pensar o decir sobre la ubicación de los animales. Sin embargo, lo más importante es que están delante del Niño porque son precisamente los animales, internos y externos, quienes nos impiden acercarnos al Recién Nacido.

Nuestros instintos animales, claro, muy bien. Usted es perspicaz. Hay que pasar sobre ellos, esquivarlos, para que podamos contemplar a Jesús sin sombras. Pero siempre estarán ahí: ya sabe, somos hombres y no somos ángeles.
Los animales, los instintos, se mueven e incomodan. Huelen mal. ¿Qué quiere? Así nos dejó el pecado original. No pierda la paz por ello. Los animales siempre estarán, en su alma, delante de Jesús. Y, a veces, se pondrán en pie y le impedirán verlo; otras, harán cosas desagradables y usted se alejará de ellos y de Él; y, otras, las menos, usted podrá decirles alguna verdad y ellos se apartarán mansamente: lo hacían mis amigos Antonio de Padua, José de Cupertino o Francisco de Asís.

-¿Sus amigos?

-Claro, y los suyos, querido joven. ¿Quiere saludar a Francisco?
Venga conmigo. Sí, haga el favor. Con paz. 

Nos despedimos de la mula, del buey, de Jesús, de María y de José. Y, no sé, el buey me guiñó un ojo. Creo.

-Luego están los animales externos. Los enemigos materiales y espirituales. Bien, hay que amar a los enemigos, nos dijo Jesús. Y hay que enfrentarse al demonio, nos dijo Pedro. Pero no quiero aburrirle... Sígame, sígame. ¿Francisco? ¿Hola?