Jesús nos enseñó que “lo que sale de la boca procede del corazón” (Mt 15, 18), para subrayar la relación entre el interior y el exterior, entre lo que se piensa y lo que finalmente se dice por medio de las palabras. La vida se construye con acciones, pero hay un paso previo que corresponde a la interioridad de cada uno, cuyo maestro es el Espíritu Santo que hemos recibido; especialmente, en el bautismo y la confirmación. En un mundo con un alto índice de estrés, depresión y abandono de la propia vocación, escucharlo es un punto clave, pues nos ayuda a resolver las dificultades, dejándonos acompañar por su voz presente en la oración, los sacramentos y el contexto que nos rodea. Sí, hay una voz que nos orienta. La escuchamos cuando sabemos distinguir de entre todas las opciones, la mejor, aquella que resulta justa. Por eso, el Espíritu Santo es el maestro de la vida interior. Nada como una caminata frente a cualquier paisaje o un rato de lectura para descubrirlo.
 
¿Cómo escuchar al maestro interior? Implica dos acciones. Hacer un alto en medio de los  pendientes y guardar silencio frente al sagrario. Al llevarlo a cabo, notaremos que todo el ruido acumulado (problemas, comentarios, imágenes, sonidos, escenas, pendientes, etc.), comenzará a salir, dejándonos una sensación de paz y confianza. Repitiendo diariamente el ejercicio llegará un momento en el que, gracias a la práctica, podamos conocerlo, tratarlo, tenerlo en cuenta, dando paso a una relación personal. Es ahí que surge la experiencia fundante; es decir, cuando la fe se vuelve accesible, marcada por una certeza suficiente de que tiene sentido y que, por lo tanto, no se trata de un mito. Lo hacemos, dejándonos acompañar por la experiencia milenaria de la Iglesia.
 
El Espíritu Santo no es energía, sino persona y, por ende, capaz de dialogar con nosotros en medio de la propia vida, del terreno. Su “modus operandi” se parece a la inspiración que da lugar a los artistas. Es como una oleada de entusiasmo, creatividad y claridad que llega sin avisar. Nos orienta hacia el bien, dándonos  razones para creerle y seguirlo. Es respuesta en la duda y fortaleza en las crisis que, por su acción, se vuelven oportunidades a gran escala. En los momentos de oración, nos da ideas. En otras palabras, nos inspira para que, a su vez, podamos bajarlas a la realidad y, desde ahí, asimilar los valores del Evangelio. El Espíritu Santo, conociéndonos, nos anima a conocerlo, entrando en la dinámica, fuerte y profunda, de creerle a Jesús que en Navidad nos recuerda su participación en la historia, en el día a día de todos nosotros.