Soy hijo (tardío) de los sesenta y pertenezco a una generación que aprendió muy pronto a desconfiar del protocolo y de las formalidades. Había que reivindicar la espontaneidad, la libertad expresada con naturalidad, sin los corsés de unas rígidas normas concebidas no se sabía bien para qué. Entendíamos que la vida social requiere alguna organización, pero la palabra orden estaba sometida a la cuarentena de la sospecha: el orden era siempre una forma de imposición de alguien. Y el protocolo era la máxima expresión de esa lógica. Era “la plástica del poder”, según la muy gráfica definición del ex presidente de la Generalitat Jordi Pujol. Pero mi generación, o al menos parte de ella, tenía una idea roussoniana de lo social y soñaba con una sociedad bucólica, sin cortapisas, ni límites, ni represiones, ni formalidades. En este contexto, la rigidez del protocolo nos parecía algo del ‘antiguo régimen’, un residuo del pasado que merecía nuestro desdén.  

Algunos empezamos a entender que los ritos sociales podían tener otro sentido cuando nos enamoramos de ‘El hombre tranquilo’, la obra maestra de John Ford. Allí comprendimos por primera vez que ciertas formalidades buscaban facilitar, y encauzar, el encuentro (en el caso de la película, el del hombre y la mujer más allá de su diferencia sexual) en vez de impedirlo, como arrogantemente habíamos creído. También empezamos a entender que lo contrario del orden no es la libertad, sino el caos. Y que, si bien el exceso de orden ahoga, su ausencia hunde en la insatisfacción, la incertidumbre, el vacío y el desasosiego.

El diplomático francés Talleyrand lo explicó de forma muy poco protocolaria: “Sólo los tontos se burlan del protocolo. Simplifica la vida”. Y algo similar ha venido a decir el responsable de este departamento en Naciones Unidas, Peter Van Laere, estos días en Valladolid: “El protocolo es el arte de conseguir que una persona pase del caos a la comodidad en menos de un minuto”.

Laere nos ha visitado invitado por el Congreso Internacional de Protocolo, que ha reunido a 850 personas, y ha demostrado la ambivalencia de nuestro mundo. Y es que la misma sociedad que ensalza esa forma deformada de espontaneidad que hemos dado en llamar autenticidad -y que básicamente viene a ser actuar sin tener en cuenta a los otros- demuestra una creciente fascinación por el mundo de las formas. Como se ve muy claramente en la gastronomía, la viticultura, la moda, las relaciones sociales, el protocolo o los bailes de salón.  

Eso que hemos convenido en llamar protocolo expresa una visión del mundo que tiene en cuenta su complejidad y busca simplificarla. Pero, a diferencia de los viejos ritos, que no sólo ordenaban la vida, sino que le daban un sentido desde lo social y lo antropológico, nuestra actual preocupación por las formas parece conformarse con servir a la funcionalidad. Y cuando va más allá, como en la cita de Pujol, sólo reaparece la oscura sombra del fin político.

Publicado en El Norte de Castilla