Este domingo va a tener lugar en Roma la primera Jornada Mundial de los Pobres. Ha sido instituida por el Papa Francisco, no sé si a imitación de las otras Jornadas Mundiales que ya existen, como la de la Familia y la de la Juventud. Cuatro mil pobres acudirán a Roma -una parte importante de ellos están ya allí porque viven allí- para participar con el Papa en la Santa Misa que se celebrará en el Vaticano y luego comer con él en el Aula Nervi o en otros comedores de la Iglesia distribuidos por toda la ciudad. Podrá discutirse si tiene sentido o no gastar dinero en aviones para llevar un pobre a Roma, en lugar de darle ese dinero para que ayudarle a salir de la pobreza. Lo que no puede discutirse es la originalidad y la oportunidad de la idea.

El Santo Padre conoce muy bien las lacras de la humanidad. Sabe bien cuánto sufren millones y millones de hombres. Tiene un corazón compasivo, como el de Cristo, y quiere que no sólo él sino todos los católicos hagamos lo posible por aliviar la suerte de los que tienen hambre, están solos, enfermos o encarcelados. Gestos como éste, buscan llamar la atención del mundo sobre el hecho trágico de que casi ochocientos millones de personas viven bajo el umbral de la pobreza. Con una comida, ya lo sabemos, no se arregla casi nada, pero servirá para que el mundo se fije al menos durante unos minutos en una parte de la humanidad descartada y olvidada.

Pero al Papa no podemos dejarle solo en esta iniciativa. Quizá haya que poner en ese día un pobre en la propia mesa, aunque a mí me parece más eficaz poner una mesa repleta de comida en la casa del pobre. Sacar un mendigo de la calle, llevarle a tu casa para que coma bien y luego volver a ponerle en la calle, puede resultar un tanto extraño, aunque seguro que hay quien prefiere hacer eso. Acudir a donde él está para servirle, entenderle, compartir con él y saber lo que él está sufriendo me parece más educativo para el que da y menos humillante para el que recibe. La limosna, sobre todo cuando está canalizada a través de instituciones honestas como Cáritas, es una buena forma de ayudar. Pero ir a ayudar uno mismo me parece mucho mejor. Por eso yo aconsejaría, para unirnos al Santo Padre en su iniciativa, más que poner un pobre en la propia mesa, ir a servir al pobre a donde él está, ponerle allí la mesa repleta de comida con nuestra limosna y servirle con nuestra caridad. No olvidemos que lo que hagamos al más pequeño y necesitado de los hombres es a Cristo a quien lo hacemos.