“Un hombre que se iba al extranjero llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno; a cada cual según su capacidad. Luego se marchó…”.  (Mt 25, 1415)

La larga y hermosa parábola que narra el Evangelio de este domingo nos invita a pensar en el reparto de talentos que el Señor ha hecho y, en particular, en los que nos han tocado a nosotros. Quizá nos parezca que a otros les ha dado más, o que les ha dado algunos de los que a nosotros nos hubiera gustado tener. Nos sorprenderíamos si supiéramos que quizá esas personas tan envidiadas nos envidian a su vez a nosotros o envidian a otros cuyos talentos no poseen.

De lo que se trata no es de andar comparando quién tiene más y quién tiene menos, sino de ver lo que cada uno de nosotros ha recibido y sacarle el mejor partido posible para obtener el rendimiento que Dios espera. El Señor ha invertido en nosotros y tiene derecho a recibir los “intereses”. Su inversión ha tenido muchas facetas: una familia religiosa en la que hemos recibido la fe y un alto concepto de la moral y del deber; unas determinas posibilidades culturales; el nacimiento en un país y no en otro; la salud; los amigos; el encuentro con determinada persona o determinado grupo que te ha ayudado tanto en la vida, y así tantas y tantas cosas. Todos son dones de Dios, que nos han sido dados no por capricho o para que nos beneficiemos de ellos sólo nosotros, sino para que produzcan frutos de los que todos puedan enriquecerse. Dios tiene derecho a recoger en proporción a lo sembrado, en proporción a la invertido. Y si no lo hace, no olvidemos lo que también enseña la parábola: al que no ha querido rendir, el Señor le pedirá cuentas.