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Sentados. Cara a cara. Con el alma por las nubes y las manos recorriendo de memoria la ternura. Tú chocolate y yo vainilla. La conversación es lo de menos. Lo importante son tus labios cuando fruncen el silencio. Y tu lengua cuando paladea la mirada con la que te acaricio el más leve pensamiento. No aparto los ojos, no quiero perder detalle de ningún reflejo. Bebo muy despacio lo que veo. A sorbos de vainilla y besos. Hablas de nosotros, pero ando absorto en el color de tu pelo y en las comisuras infinitas del tiempo. Perdona, me distraigo, ¿qué decías? Sí, debes aprender a descansar, desde luego. Descansa en mí, quieta, sin incertidumbres. Oye, ese pañuelo que da vueltas a tu cuello me vuelve loco. Lo toco con la punta de mis dedos y voy contando sus colores. Uno a uno. Cobalto, bermellón, gualdo, malva, verdemar… y los que adivino en su reverso. Colores vivos que resaltan el óvalo de tu rostro, colores que asaltan mi vida en una constelación de chifladuras. Y esos pendientes de perla, diminutos luceros. Cara a cara. Las manos entrelazadas. Tú chocolate y yo vainilla. Bebiéndonos el uno al otro. Me miras... Y yo me entrego del todo. Recojo mi corazón y lo arrimo al tuyo. Sin condiciones. Libando en cada uno de tus gestos encuentro el agasajo del amor y la vislumbre más cierta del cielo.