Si el comprador anónimo del Salvator Mundi, el cuadro de Leonardo Da Vinci vendido por 450 millones de euros, es un nuevo rico chino a ver cómo convence por las buenas el Partido Comunista al coleccionista para que sustituya en su salón comedor el lienzo por una fotografía de Xi Jinping, el amado líder. Por las malas, es fácil, como demuestra el éxito de la campaña para que miles de campesinos pobres cambien el retrato de Jesucristo por un póster del presidente, epígono de Mao, so pena de que, si se niegan, dejarán de percibir ayudas económicas. Lo que demuestra que el maná, que en manos de Dios es una gracia, en las del Politburó es un chantaje.

En su mejor versión, el comunismo no pretende salvar al hombre, sino que deje de pasar hambre. En la peor, Siberia, que deje de pasar calor. Al combinar la subvención con la amenaza, Pekín opta por ambas versiones sin tener en cuenta que ante el Espíritu Santo nada puede hace el taichí. Fundamentalmente, porque cambiar el retrato de Jesús por el de Jinping implica cambiar la certeza por la ideología, a instancia de la ideología, sabedora de que no encierra en ella ninguna certeza. La ideología sirve para discutir de política en un bar, pero no para pagar otra ronda al que no piensa como tú. La certeza, en cambio, propicia que el sol salga y la lluvia caiga para todos. También para los comunistas chinos.

La izquierda, y aún la derecha, otorgan al comunismo chino una pátina de espiritualidad que niegan al soviético, pero es una espiritualidad aparente. Aunque Confucio es bueno para las citas célebres, para ese menester prefiero a Chesterton. Lo cierto es que la filosofía oriental parece salida de un herbolario. Que en ella predomine el loto y el crepúsculo, el lago y el crisantemo aclara que la sabiduría vegetariana que sustenta el pensamiento pekinés es un poco jipi y un mucho cursi. Nada que ver con la filosofía griega, apuntalada en las preguntas, ni con el cristianismo, asentado en las respuestas.