22 de Octubre de 1978. ¡Hace 40 años! Nadie, probablemente, lo ha contado con tanta hondura como Andrè Frossard.

Yo formaba parte -dice él- de la delegación oficial que representaba a Francia. El Santo Padre apareció en la escalinata de la Basílica con un gran crucifijo colocado delante como un espadón empuñado con las dos manos. Llegó a la plaza y pronunció tres palabras que sonaron como las salvas de un cañón:

¡No tengáis miedo!

Produjeron tal efecto en la multitud que vi llorar de emoción a los diplomáticos de mi alrededor, y los diplomáticos no tienen la lágrima fácil en las ceremonias oficiales. Yo pensé: -Este hombre ¿por qué ha causado semejante impresión? Sabíamos que venía de Polonia. Sin embargo, a mí me pareció que acababa de dejar las redes en la orilla del lago y llegaba directamente de Galilea, pisándole los talones al apóstol Pedro. Nunca en mi vida me he sentido tan cerca del Evangelio.

En este día especial de la Propagación de la Fe, en este día del DOMUND, recordamos a San Juan Pablo II, el gran misionero: mañana es su fiesta litúrgica. Hace 40 años inauguraba su pontificado Juan Pablo II el Magno. Este epíteto lo da la historia a los grandes personajes que han participado de ella. Madre Teresa de Calcuta les decía a sus hijas:

¿Os habéis fijado en la delicadeza y amor que el Papa demuestra hacia el Cuerpo de Cristo durante la Misa? Id vosotras y haced lo mismo con los necesitados. El Papa es un don de Dios.

¡San Juan Pablo II, ruega por nosotros!

No solo fue un heraldo del Evangelio, fue un testigo del poder transformador de Cristo en la vida y en la historia de los hombres. Como San Pablo, realizó su vocación de apóstol en el sentido pleno del término, de misionero itinerante por los caminos del mundo. Firme en la fe como Pedro, es para todos los cristianos un motivo de esperanza, un ejemplo y un reto. Hoy hace 40 años que la Providencia nos lo entregó como Pontífice.

El viernes pasado recordábamos a un grupo de jesuitas mártires en el Canadá. Los ocho mártires, que fueron asesinados entre 1642 y 1649, llegaron al continente americano procedentes de Francia acompañando a los colonos fundadores de la Nueva Francia. En una etapa posterior (1632) lograron penetrar en la población indígena, formada por las tribus belicosas de los hurones, iroqueses y algonquinos, tratando de llevarles la fe. Fueron víctimas de la crueldad y la rivalidad entre estas dos tribus irreconciliables.

Juan de Brébeuf, Isaac Jogues y el resto de compañeros fueron sorprendidos por los indios que, en veinte años de guerra incesante querían hacerse desaparecer unos a otros. Juan de Brébeuf fue llevado con su compañero a la misión de San Ignacio, donde fueron torturados, mutilados, quemados y comidos para obtener su fuerza vital. Su muerte fue transmitida por un hermano coadjutor, testigo de los hechos.

Igual suerte corrió el P. Isaac Jogues (sobre estas líneas), nacido en Orleans (Francia, 1607), y sus cinco compañeros en 1649. A ellos les sorprendió la muerte, como el Señor nos tiene anunciado cuando demos verdadero testimonio de su Palabra.

Escuchad estas palabras que San Juan de Brébeuf escribe en sus Apuntes espirituales[1]:

Amantísimo Jesús, movido por la vehemencia de mi gozo, te ofrezco ya ahora mi sangre, mi cuerpo y mi vida, para que no muera sino por Ti, si me concedes esta gracia, Tú que te dignaste morir por mí. Haz que viva de tal modo, que merezca alcanzar de Ti el don de esta muerte tan deseable. Así, Dios y Salvador mío, recibiré de tu mano la copa de tu Pasión invocando tu nombre: ¡Jesús, Jesús, Jesús! Dios mío, cuánto me duele el que no seas conocido, el que esta región extranjera no se haya aún convertido enteramente a Ti, el hecho de que el pecado no haya sido aún exterminado de ella. Sí, Dios mío, si han de caer sobre mí todos los tormentos que han de sufrir con toda su ferocidad y crueldad, los cautivos de esta región, de buena gana me ofrezco a soportarlos yo solo.

En el año 1648.

Nosotros somos herederos de esta sangre, de esta idea no solo fervorosa sino más bien ferviente: morir por Jesús, morir por su predicación. Como lo acabamos de escuchar en el Evangelio: dar la vida por Cristo el Señor, por la Palabra del Evangelio, por la fe. No podemos quedarnos sin transmitir esta fe a aquellos que viven de espaldas a Dios, que no le quieren o que no le conocen. Dice el Señor: No busquéis los primeros puestos. Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan, que los grandes oprimen. No sea así entre vosotros. El que quiera ser grande que sea el servidor de todos. Que esté presto para dar la vida, no por cualquier motivo.

Los misioneros, la historia de la Iglesia, nos enseñan que la raíz de esta Jornada Mundial de la Propagación de la Fe (DOMUND) no es otra que las palabras del Señor: Id por todo el mundo y predicad la Buena Nueva a todas las gentes. Y está marcada por un testimonio que nos han dado y que tenemos la obligación de dar también nosotros. Y para cada uno no hay mayor testimonio ni mayor martirio que el ir dando la vida cada día, en cada acción: en una conversación, en nuestras oraciones, a la hora de celebrar los sacramentos, en nuestro trato con los otros. El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos.

También nosotros, con nuestra pobreza y con nuestro pecado, tenemos que dar la vida por todos nuestros hermanos. Esta vocación de servicio es común a todos; el Papa habla a los bautizados. Y hoy, Jornada del DOMUND, es un día privilegiado. Por medio de las misiones, en sus más diversas realidades, la comunidad cristiana está cumpliendo el mejor servicio que puede aportar en medio de este mundo: dar la vida por nuestros hermanos, en el camino de la fe, no solo por un sentido de colaboración, sino por Cristo.

Pidamos a la Virgen María, Nuestra Señora, que nos acompañe, que en la debilidad sea para nosotros fortaleza. Y que nos empuje con vehemencia hasta el Señor y nos diga: Haced lo que Él os diga

PINCELADA MARTIRIAL

Hoy nos salimos del espacio y el tiempo de la persecución religiosa española para encomendarnos en esta Jornada del DOMUND a dos mártires beatos catequistas ugandeses: los beatos David Okelo y Gildo Irwa. Se cumplen 100 años de su martirio.

David nació en un pequeño pueblo al noreste de Kitgum en 1902 aproximadamente. Tanto el padre como la madre eran paganos. Fue uno de los primeros niños que tomaron contacto con los misioneros que habían llegado a esos lugares desde hacía poco tiempo. Fue bautizado el 6 de junio de 1916 y recibió la confirmación 4 meses más tarde cuando tenía unos 14 años de edad.

Gildo era más joven. Había nacido a Labongo Bar-Kitoba hacia el 1906. Recibió el bautismo cuando tenía más o menos 10 años de edad.

David tenía un hermanastro catequista que había muerto poco tiempo atrás. Él se ofreció a substituirlo. Gildo fue escogido para acompañarlo. La zona de Paimol donde debían predicar el Evangelio distaba 80 kilómetros de Kitgum y era peligrosa por la presencia de revoltosos locales, de curanderos, de traficantes y de cazadores de esclavos.

Al principio todo iba bien. Pero más tarde la deposición del jefe local y su retorno ocasionó una guerra entre grupos en la que los curanderos y otros fanáticos trataron de sacar provecho, incitando a la gente contra la religión católica.

Sus asesinos trataron de convencerlos de que regresen a su pueblo. David respondió que no se irían. Habían sido colocados ahí por el Padre y sólo del Padre podían ser removidos de su puesto. Fue el primero en morir. Gildo les preguntó. -¿Uds. que han matado a David, por qué me dejan a mí? También él fue asesinado. Esto ocurrió a las 3 ó 4 de la madrugada entre el 18 y el 20 de octubre de 1918. David tenía cerca de 16 ó 17 años, Gildo cerca de 12 ó 13 años.

“…Estos dos jóvenes catequistas son un ejemplo luminoso de fidelidad a Cristo, de compromiso de vida cristiana y de entrega generosa al servicio del prójimo. Con la esperanza firmemente arraigada en Dios y con profunda fe en la promesa de Jesús de estar siempre con ellos, partieron para llevar la buena nueva de la salvación a sus paisanos, aceptando plenamente las dificultades y los peligros que sabían que les esperaban. Que su testimonio os fortalezca cuando tratáis de dar un auténtico testimonio cristiano en todas las circunstancias de vuestra vida. Que por su intercesión la Iglesia sea un instrumento cada vez más eficaz de bondad y paz en África y en el mundo. ¡Dios bendiga a Uganda!” (San Juan Pablo II a los peregrinos ugandeses, audiencia del lunes 21 de octubre de 2002).

 

[1] SAN JUAN DE BRÉBEUF, Apuntes espirituales, Liturgia de las Horas, t. IV, p.1317.