Isaías 5, 1-7; Filipenses 4, 6-9; Mateo 21, 33-43

«Plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje»
«No quiero tener miedo a decir lo que pienso y siento. La verdad en la que creo. La fe que mueve mi vida. Si el miedo me atenaza nunca seré enteramente libre, plenamente hombre»
 
Creo que a veces la opinión de los demás me pesa demasiado. Decía el sicólogo Solomon Asch: «La conformidad es el proceso por medio del cual los miembros de un grupo social cambian sus pensamientos, decisiones y comportamientos para encajar con la opinión de la mayoría». En 1951 Asch realizó unos experimentos de conformidad con el grupo con alumnos de varias clases. En ellos demostraba el poder que tiene el grupo para condicionar las respuestas de los alumnos. Ante una verdad evidente los alumnos al final optaban por lo que decía la mayoría del grupo. Aunque fuera mentira. La presión de la sociedad parece un obstáculo insalvable. Yo padezco el síndrome de Solomon cuando tomo decisiones o adopto comportamientos sólo para evitar sobresalir, destacar o brillar dentro de un grupo. Y cuando me niego a salir del camino trillado por el que transita la mayoría. No quiero llamar la atención, no quiero destacar. De forma inconsciente temo sobresalir en exceso, por miedo a que mis virtudes y logros ofendan a los demás. O por miedo a ser criticado si fracaso, si lo hago mal. Esta actitud pone de manifiesto el lado oscuro de mi condición humana. Revela mi falta de autoestima y de confianza en mí mismo. Acabo pensando que mi valor como persona depende de lo mucho o de lo poco que la gente me valore. Al leer sobre este síndrome pensaba en las veces en que dejo de hacer algo por miedo a llamar la atención. Callo mi opinión, me abruma la fuerza con la que otros se expresan y asiento a los que imponen su juicio. Al final me adapto y digo que pienso lo que otros piensan, aunque no sea verdad lo que ellos dicen. Yo veo que la realidad no es como otros la señalan, pero acabo asumiendo como verdadero lo que me parece falso. El miedo a quedar fuera de un grupo, de un entorno que me protege, de mis amigos que me cuidan. El miedo a exponerme en público y que puedan criticarme, golpearme, acusarme e incluso difamarme. Me importa mucho la opinión que los demás tengan de mí y me protejo. Y por eso no quiero llamar en exceso la atención. Me escondo en lo más profundo, en la masa. Decía el P. Kentenich: «Una mirada a la vida actual muestra cuán difícil es encontrar hombres verdaderamente libres en los diversos sectores de la población. La mayoría son viles esclavos y cobardes, aduladores y masificados, personas para quienes la verdad ya no es más la adecuación del entendimiento con el objeto, sino la adaptación del entendimiento con el apetito sensitivo»[1]. Asumo como verdad lo que sé que no es verdad. Y la proclamo como mi bandera. Para que no me excluyan del grupo que me protege. Dejo de dar entonces por miedo todo lo que tengo. Dejo de decir lo que pienso para no desentonar. Dejo de hacer lo que yo quiero hacer para hacer lo que otros esperan. Dejo de hablar y callo. Mi silencio me acusa. Dejo de mirar y me escondo. Dejo de caminar y me detengo. Tengo miedo a los que me observan y juzgan. No quiero el rechazo. No quiero que me dejen solo. No quiero la crítica ni el juicio. Es fácil criticar y condenar al que no piensa como yo. Es fácil acabar con su fama y denigrarlo. Eso es lo que me da miedo. Decía el Papa Francisco: «La necesidad de hablar mal del otro indica una baja autoestima, es decir: yo me siento tan abajo que en vez de subir, bajo al otro. Olvidarse rápido de lo negativo es sano». La crítica surge de un corazón inmaduro, insatisfecho, sin paz, que se siente inferior. Nace de un corazón herido. Y hay muchos corazones así. Lo veo y veo que también me pasa a mí mismo cuando critico, cuando juzgo y condeno para quedar yo por encima. Quiero que otros se adapten a lo que yo pienso. Actúen como yo actúo. Estén donde yo estoy y sigan con docilidad mis pasos. Y pretendo exigirles a los demás que lo hagan, por supuesto, con plena libertad. Que digan que son libres, aunque sé que no es cierto. No me he detenido a preguntarme qué quieren hacer de verdad, o qué opinan, o qué creen. Corro yo mismo el peligro de callar mis opiniones y pasar por uno de tantos. Oculto en la masa paso desapercibido. No me miran. No me tengo que mostrar. No soy libre. Vivo en una sociedad tan dura en sus juicios que temo que mi vida no les guste a los demás. Tal vez es mi baja autoestima la que manda en mis decisiones. No quiero que sepan y conozcan mi corazón tan frágil. No quiero que vean mi debilidad. Tal vez es ese miedo al ridículo el que me paraliza. El miedo a seguir caminos en solitario. ¿Y si tengo que ser valiente y audaz diciendo lo que pienso? No lo sé. Me da miedo ese valor exagerado que puede tener consecuencias desagradables para mí. No quiero tener miedo a decir lo que pienso y siento. Pero lo tengo. Quiero hablar de la verdad en la que creo. De la fe que mueve mi vida. Si el miedo me atenaza nunca seré enteramente libre, plenamente hombre.

Tal vez mi autoestima es muy débil. Y de ahí surgen todos mis miedos. Tal vez no me quiero tanto como Dios me quiere. Él me quiere de una forma imposible. Le gustan mis defectos. Ama mi debilidad. Pero yo no soy así. No me gustan mis defectos. No me parecen graciosos. Y rechazo mi fragilidad. Porque no me permite luchar y llegar donde yo quiero. El otro día a una chica le preguntaron sin previo aviso: «¿Qué cambiarías de ti si pudieras hacerlo?». Ella respondió que nada. Su respuesta me llamó la atención. Yo cambiaría varias cosas de mi físico, de mi forma de ser, de mi carácter, de mis debilidades. Si pudiera hacerlo, claro, las borraría de un plumazo. Creo que todos lo haríamos. Sueño con tocar con una varita mágica mi vida y hacerla mejor. Pero es sólo un sueño. Lo sé. Creo que todo esto afecta a mi autoestima. Necesito quererme como soy y no vivir desando cambiarme. Una autoestima sana que sea el fundamento de mi vida. Una roca sobre la que construir. ¿Cómo lo logro? Necesito sentirme aceptado y querido en lo que soy. Sobre ese amor que recibo puedo amarme. Y de esta forma, sabiéndome respetado y amado, puedo amar y respetar a otros en su originalidad. Leía el otro día: «La autoestima es el fundamento en donde se construye una personalidad auténtica y sana, capaz de respetarse y ser respetado, capaz de expresar sentimientos sin herir y capaz de expresar sentimientos e ideas sin condenar»[2]. Quiero aprender a expresar lo que soy sin herir, sin miedo a ser herido. Ser quien soy sin que tenga que justificarme una y otra vez por dar mis puntos de vista, por mostrar mi verdad y mi vida tal y como es. Necesito tener claro quién soy para sobrevivir en medio de un mundo en el que la verdad se manipula. ¡Qué frágil es todo! Los hechos no son lo que parecen. Las imágenes a veces nos confunden. Y las palabras de hoy dejan de tener valor mañana. En este mundo que cambia rápidamente, en el que todo fluye y me venden como verdad mentiras. En este mundo en el que nada parece ser definitivo. ¿Qué hago yo como cristiano? En este mundo tengo que vivir con la cabeza alta y la mirada puesta en Dios que es quien sostiene mi vida. No hago las cosas para agradar al mundo. No busco que todos estén contentos conmigo. De acuerdo con mis puntos de vista. Es cierto que si hago lo que tengo que hacer puede que sí agrade a algunos. Pero no lo hago para conseguir votos, seguidores, aplausos y tener éxito. Sé lo que pienso. Quiero lo que sé. Y hago lo que pienso y quiero. Soy fiel a la verdad escondida por Dios en mi alma. No actúo de una determinada manera para quedar bien con otros. Sino para ser fiel a mí mismo, a mi verdad. A lo que Dios ha pensado para mi vida. Soy fiel a mí mismo y entonces soy verdadero. No decido quién soy de nuevo cada mañana. Dependiendo de lo que escucho y leo. Soy el mismo que ayer. No he cambiado. O sí he cambiado pero desde lo que soy en mi esencia. No cambio mi opinión cada semana. Soy fiel a lo que digo hoy. A lo que sueño. A aquello por lo que comprometo mi vida. Me levanto sobre ese tronco firme en el que asiento mi corazón. Oigo entonces con menos fuerza los gritos de los hombres que me aceptan o rechazan. Y me duelen menos las críticas que escucho y leo. Y los desprecios me hieren menos. No es obra mía. Es de Dios en mí que me sostiene. Eso me da tanta paz. Me ayuda a ser yo mismo. A actuar desde lo que soy y no desde lo que los demás esperan. Así soy fiel a mí vocación, a mi camino. Quiero descubrir quién soy. Sé que el único camino es el de hacerme niño. Decía el P. Kentenich: «Sólo una profunda ingenuidadpuede librarnos de la tiranía de un ambiente masificante. Esta filialidad nos dio la fuerza y el coraje para educar en nosotros y en nuestro entorno al hombre imbuido de la ingenuidad propia de un niño»[3]. Un corazón de niño que me permita vencer la masificación de mi ambiente. Darme con ingenuidad. Mostrarme sin miedo. Sin prejuicios. Una forma de ser nueva. Estoy llamado a formar una comunidad nueva en la que pueda conservar mi originalidad sin perderme en la masa. Un espacio sagrado en el que pueda ser yo mismo sin miedo a sobresalir, sin miedo al rechazo. Una sentencia dice: «Cuando un clavo sobresale, basta un martillazo para colocarlo en su lugar». Temo la comunidad en la que se critica al que destaca, en la que se mancilla al que sobresale, en la que se hunde al que sube y se humilla al que tiene éxitos y da frutos. Esa comunidad donde la envidia y los celos son el caldo de cultivo de una masificación enferma. Temo esa comunidad en la que tiene que imperar el pensamiento único. Porque da miedo convivir con el que piensa distinto y cuesta aceptar otros puntos de vista como válidos. No quiero criticar al que no piensa como yo. No quiero hundir al que no comulga con mis puntos de vista. Sueño con una comunidad, con una familia, en la que se educa desde la originalidad aceptada y respetada de cada miembro. Cada uno tiene derecho a expresarse como es. Sin mentir. Sin tapar. Sin sentirse rechazado. ¡Qué difícil tolerar tantas diferencias! No quiero masificarme. No quiero masificar.

Hoy Jesús me habla en parábolas. Se detiene a explicarme la parábola de la viña. Esta parábola es muy importante en el evangelio porque Jesús haba de sí mismo. Ya sabe quién es. Es el Hijo. Jesús mira las viñas de su tierra. Para esos hombres la viña formaba parte de su vida, de su paisaje y de su rutina. Me gusta ver cómo el viñador cuida su viña: «Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje». Está enamorado de su viña. En la primera lectura Isaías muestra el amor por la viña. Me ha conmovido: «Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña». Dios cada mañana compone un canto de amor a su viña, a su tierra, a sus hijos. Y yo, quiero en su nombre, en nombre de mi amigo, cantar un canto a la vida que Él me ha dado. Me conmueve pensar que Él me contempla, que cada día se pasea por mi viña y le parece la más hermosa. Me cuida y cava, planta y poda, sueña con su viña. «Mi amigo tenía una viña en fértil collado. La entrecavó, la descantó, y plantó buenas cepas; construyó en medio una atalaya y cavó un lagar». Conmigo hace lo mismo. Es el amor en el corazón del que cuida la viña. El amor del dueño de la viña. No es el dueño alejado que sólo quiere las ganancias. Es el viñador que trabaja la tierra con infinito amor, soñando al plantar lo que va a ser cada uno. Y yo, quiero en su nombre cantar un canto de amor a su viña. Quiero como hombre, como sacerdote, dedicarme a alabarlo por la vida que me ha dado. Quiero agradecer por la historia que me ha regalado. Quiero ser capaz de cantar en su nombre ante cada hombre un canto de amor por la viña de su alma. Por lo que hay en él de único. ¡Cuántas veces no lo hago, ni con mi viña, ni con la de los demás! Callo. Guardo silencio. No alabo. No doy gracias. Por eso hoy me detengo y pienso: ¿A qué viña quiero hoy, en nombre de mi amigo, hacer un canto de amor? ¿Me creo que Dios canta por mí vida, por mi viña? Dios canta por mí. Y yo doy gracias por Él. Miro mi viña. ¿Qué viña? ¿Es el reino de Dios en mi corazón? ¿Es la viña mi alma necesitada de amor y cuidado? ¿Es la viña ese mundo que Dios pone a mis pies para que yo lo cuide, abone y trabaje? Tengo ante mí muchas viñas por cuidar. Pero me llama la atención el amor del viñador. El amor de Dios. Ese amor que implica en primer lugar rodear con una cerca el bien precioso que uno posee. Esa actitud me conmueve. Con la cerca protejo lo que deseo y poseo. Lo que me ha sido confiado y temo perder. ¿Cuál es mi viña más preciosa? Pienso desde dentro hacia fuera. Desde mi alma al mundo. La primera viña que tengo que cuidar es la de mi alma. Mi mundo interior. Mis sueños ocultos bajo la piel. Mi pobreza y mi riqueza tan hondas. Rodeo con una cerca mi viña interior para que no me hagan daño. La excavo buscando la hondura que sé que tengo. Cavo un lagar donde surja la vida desde la muerte. Construyo una atalaya para vigilar los peligros. En la viña de mi corazón Dios me ama y protege. Y yo trabajo con Él, a su lado. Así describe el P. Kentenich al hombre unido a Dios en su alma: «El hombre penetrado de alma, penetrado de espíritu, todo lo hace en unión con Dios: el formalismo exterior queda roto, destrozado. Lo que hacemos tiene formas, pero no formas esclavizantes. Todo lo que hacemos, sucede a partir de la interna biunidad con Dios y debe constituir el cultivo de una comunión más profunda»[4]. Un alma llena de Dios es un alma coherente. En ella habita Dios. Por mi alma Dios pasea. Comenta el Papa Francisco en Fátima: «Llevados de la mano de la Virgen Madre y ante su mirada, podemos cantar con alegría las misericordias del Señor. Podemos decir: Mi alma te canta, oh Señor». Mi alma llena de Dios le canta a Dios por las maravillas que hace en mí. Miro a María alabando a Dios en el Magníficat. Así alabo yo a Dios. El poder del amor de Dios transforma mi alma. Me hace dócil. Me hace niño. Protejo mi viña con una cerca para que nadie la pisotee. Me da miedo que me humillen y hieran. Guardo mi corazón frágil, entero, hondo. Lo protejo. No quiero que mi corazón sea herido por los hombres. Lo defiendo a veces con miedo. O lo escondo con egoísmo. Dios me cuida, pone una cerca, me ama.

Me muevo entre dos extremos. Por un lado el extremo de vivir sin cerca, expuesto a todos, pero abierto a la vida. Por otro lado el deseo de guardar lo propio para no compartirlo con nadie, para que nadie me hiera. El primer extremo me puede llevar a exponerme de forma excesiva. El segundo a guardarme sin darme a nadie. Tengo el deseo legítimo de guardar mi herencia, mi tierra, mis sueños, mi ganancia. Por eso construyo una cerca alta que me proteja. Pero no quiero que sea tan alta que impida a los hombres acercarse a mí. Me guardo por respeto a lo que Dios ha sembrado en mí. No quiero que los animales entren y dejen herida mi viña. No quiero ser ofendido, herido, ultrajado. Me protejo con mi cerca. Y la cerca es más alta cuando tengo más heridas. Me duele el alma, me duele mi viña. Ya no confío en nadie. No quiero dejar que nadie entre. Dios protege mi viña. Quiere que sea un lugar por el que puedan pasear Él y los hombres. Es mi alma un jardín sellado. Casto, humilde, puro, reservado, guardado. No vivo derramado en el mundo. Mostrándome sin pudor. No vivo tampoco encerrado con miedo. No son esos extremos los que Dios quiere. Quiere que me cuide para poder darme. Quiere que descanse en Él para conservar mi pureza interior. ¿Cómo es un corazón puro? Leía el otro día una conversación entre Francisco y el hermano León. Me conmovió. Al contemplar el agua pura de un río comenta el hermano León: «Si se nos concediese un poco de esta pureza, tendríamos la alegría graciosa y desbordante de nuestra hermana fuente y la fuerza irresistible del agua»[5]. Pero el hermano León no lo ve posible y se entristece: «Francisco preguntó: -¿Sabes, hermano, lo que es un corazón puro? -Cuando no hay nada que reprocharse, respondió León. Dijo Francisco: -Siempre hay algo que debamos reprocharnos. No te preocupes tanto por la pureza de corazón. Mira en dirección a Dios. Admíralo. Alégrate de que Él exista. Él que es enteramente santo. Dale gracias por su amor. Eso es tener un corazón puro. La pena que sentimos por ser imperfectos, por descubrirnos pecadores es un sentimiento demasiado humano. Debes alzar la vista. Un corazón es puro cuando no desiste de adorar Dios, participa intensamente de su vida y es tan fuerte que, pese a toda su miseria, se deja tocar por la inocencia y la alegría eternas de Dios. Un corazón así está a la vez vacío y colmado. Le basta con que Dios sea Dios. De esta certidumbre deriva su paz y su alegría. La santidad del corazón no es otra cosa más que Dios mismo. La santidad no consiste en que nos realicemos y colmemos nosotros mismos. La santidad es ante todo el vacío que encontramos en nosotros, que aceptamos y que Dios llena en la misma medida en que nos abramos a su plenitud»[6]. Me gusta pensar así en la viña de mi alma. Una pureza que no depende de no hacer nada reprochable. Una viña que no es inmaculada si no hago nada y vivo guardado. Es imposible no hacer nunca nada reprochable. La pureza de mi viña no viene de mí, de mi esfuerzo, de mis logros. Esa pureza viene de Dios, mi viñador. Yo estoy vacío. Y Dios llena mi corazón con su pureza. Santifica mi carne enferma. Da vida a lo que está muerto en mí. Eleva mi cuerpo herido. No tengo tristeza al ver mis imperfecciones. No me dejo llevar por la nostalgia de una pureza que no poseo mirando el agua cristalina del río. No tengo derecho a quejarme de no ser inmaculado. Tengo la misión de cuidar mi tierra enferma, de sanar mi alma herida, de cuidar mi viña para que esté vacía de bienes y llena del deseo de pertenecer a Dios por entero. Así es Dios quien lo llena todo. Así es Dios que llena mi alma vacía. Me hace puro siendo impuro. Santo siendo pecador. Esta viña mía la cuida Dios cuando le dejo entrar. Cuando me vacío para que Él sea mi dueño. Viene Jesús a mi viña. A mi alma vacía. Y quiere trabajar mi corazón. Quiere que me deje trabajar por sus manos. Le dejo excavar, excavando yo a su lado. Le dejo podar, sabiendo el dolor que causa. Le dejo educarme, cuando educo lo salvaje que hay en mí. Miro a Jesús en mi viña. Y se llena mi paisaje de esperanza. Canto y alabo, doy gracias. Es la misión que tengo en esta viña que poseo.

Pero sé que Dios me ha confiado otras viñas. Ha puesto ante mí la viña de mi familia. Esas personas que me ha regalado en el camino para que yo las cuide. Me ha dado talentos para invertir. Mi inteligencia. Mi creatividad. Mi fuerza de voluntad. Mi sabiduría. Mi cultura. Mi formación. Es la viña en la que despliego todos mis talentos. Mi trabajo. Mi mundo pequeño en el que quiero reproducir la viva imagen de Dios. Hoy el mundo se ha vuelto pequeño. Puedo saber lo que pasa en cualquier parte del planeta. Demasiado vasta mi viña. ¿Cómo puedo hacer para cambiar todo ese mundo en el que temo la violencia y el odio? Me siento tan impotente que quiero esconder mi cabeza bajo la tierra y no hacer nada. No quiero saber lo que pasa en este mundo enfermo, herido de muerte. Me da miedo el mundo que dejo a los hijos del mañana. Me asusta la violencia, el odio, la división, la mentira, el interés propio y egoísta que domina todas las relaciones. Me siento impotente para cambiar ese entorno tan hostil y complejo. ¿Qué puedo hacer yo siendo tan pequeño? Es como si me hubieran cortado las manos para excavar la tierra. Quisiera cuidar esa viña demasiado grande. Pero me doy por vencido. Dejo entonces también de lado la viña pequeña que sí abarco. Esa es mi parcela en la que soy dueño. Mis relaciones humanas cercanas donde puedo influir con mi vida. Mis amistades y vínculos que a veces no cuido como quisiera. Mi familia de donde vengo, a donde voy. Mi trabajo en el que soy fecundo. Mis contactos. Tengo en mi agenda miles de números de teléfono, miles de personas, de historias sagradas. Pero no hago mucho por cuidar la tierra. Tengo un trabajo que Dios me ha confiado. Y puedo vivir quejándome de lo poco que me dejan hacer allí, de lo poco que mando. De lo poco importante que es lo que hago. Mi viña es sólo mía. Sólo yo puedo cavarla, puedo trabajarla. Nadie más está llamado a cultivar la tierra que Dios ha puesto ante mí. Me gustaría despertar y no dejarme llevar por la desgana. Tengo mucho que hacer, muchas horas por delante. Escucho las palabras del P. Kentenich en el Hacia el Padre: «Sin lagar no hay vino, el trigo debe ser triturado, sin tumba no hay victoria». Quiero trabajar sin descanso. Quiero esforzarme. No sé si quiero ser un obsesionado del trabajo. Tal vez no lo quiero. Pero tampoco quiero ser un perezoso que como en la parábola de los jornaleros dormita en la plaza sin hacer nada. Tengo mucho que hacer. Puedo hacer mucho si me tomo en serio mi vida. Sé que la mies es grande y los obreros son pocos. Quiero el reino de Dios aquí en la tierra, pero a la manera de Jesús que no llamó a sus ángeles para que le salvaran de una muerte de cruz. Ese reino silencioso por el que yo trabajo. Con mi entrega aparentemente infecunda e inútil Dios levanta un mundo nuevo. No importa que yo sea pequeño. Me levanto cada mañana dispuesto a trabajar y a hacer algo por Dios, por los hombres. Eso me gusta, me anima. Tengo algo que hacer. Algo bueno por los demás. Tengo todo un mundo por delante. Mi mundo, mi viña. Me la han confiado y eso me alegra. Me siento importante. Para Dios soy importante porque mi viña es mía y lo que yo puedo hacer sólo lo puedo hacer yo.

Hoy Jesús me pide que dé fruto. Viene a buscar su fruto: «Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los labradores, para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último les mandó a su hijo, diciéndose: - Tendrán respeto a mi hijo. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: - Éste es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia. Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron». Viene a mí a buscar lo que le pertenece. Su fruto. Quiere que yo dé fruto. Y yo a veces expulso a los que me reclaman su fruto en su nombre. Me siento incapaz de darle su fruto. O porque no lo tengo. O porque me atribuyo el fruto como cosa mía. O porque lo escondo con miedo. Es oscura esta parábola en la que matan a los mensajeros. Falta luz. Los fariseos saben que habla de ellos. Pero yo hoy siento que habla de mí. Veo que no tengo fruto que ofrecer. Que no hago bien lo que me toca hacer. Que no tengo respuestas si me pide un fruto que no tengo. O no sé si estará contento conmigo, con mi viña, con mi vida. Me cierro para no escuchar su voz, para no hacer caso a sus peticiones. ¿Qué me pide Dios? ¿Me pide que le dé éxitos y logros? ¿Me pide que me llene de méritos para satisfacer su sed insaciable? Me siento como el hermano León que ve que siempre hay algo reprochable en mi actitud. Veo que no soy digno. Es verdad. Siempre me puedo reprochar algo. Algo que no hice bien. Un pecado, una falta. Fallo en mis acciones, en mis omisiones, en mis palabras, en mis silencios. Me duele tanto no poder darle a Dios los frutos que espera. Tal vez no conozco del todo a Dios. No sé bien de qué frutos me habla. Me pide una fecundidad que no tengo y exige de mí unos frutos que no he cosechado. Hoy me conmueven las palabras que en 1994 Nelson Mandela compartió en uno de sus poemas favoritos, escrito por Marianne Williamson: «Nuestro temor más profundo no es que seamos inadecuados. Nuestro temor más profundo es que somos excesivamente poderosos. Es nuestra luz, y no nuestra oscuridad, la que nos atemoriza. Nos preguntamos: ¿quién soy yo para ser brillante, magnífico, talentoso y fabuloso? En realidad, ¿quién eres para no serlo? Infravalorándote no ayudas al mundo. No hay nada de instructivo en encogerse para que otras personas no se sientan inseguras cerca de ti. Esta grandeza de espíritu no se encuentra sólo en algunos de nosotros; está en todos. Y al permitir que brille nuestra propia luz, de forma tácita estamos dando a los demás permiso para hacer lo mismo. Al liberarnos de nuestro propio miedo, automáticamente nuestra presencia libera a otros». Es como si me sintiera culpable por brillar, por destacar. A menudo siento la tristeza por no estar a la altura de los santos. Hay luz y oscuridad en mi alma. Brotan de mi viña. Sentimientos de amor y de rabia. De bondad y de odio. Los reconozco todos. Luces y sombras. Surgen ahí, en la misma tierra buena y cultivada. Y me duele el alma por dentro cuando siento odio. Quiero un corazón puro, irreprochable. Pero sólo puedo aspirar a reflejar una pureza que no es mía, sólo de Dios. Quiero llenarme de Él estando yo vacío. Me duele el alma llena de impotencia cuando no logro ser lo que soy, fiel a mí mismo. Esa es la viña que ama Dios.

No quiero fijarme en el fruto. Porque mi vida es importante con independencia del fruto que yo dé. Pero veo que mi viña a veces no da frutos. Me tocan las palabras del profeta Isaías: «¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? ¿Por qué, esperando que diera uvas, dio agrazones?». Quizás lo he probado todo y no da fruto. Yo a veces espero fruto. Quiero obtener frutos, éxitos, logros. Es como la recompensa por el tiempo invertido. Me da miedo ser así y no cambiar la mirada. Me gustaría no mirar así mi vida. No vivir buscando la fecundidad inmediata. Los frutos que el mundo espera. Hoy escucho: «Nada os preocupe; Y la paz de Dios custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús». Me gustan sólo los frutos que logra Jesús en mí. En esos quiero poner mi corazón. En lo que Él hace con mi vida. Cuando se vuelve fecunda de golpe, sin yo hacer nada. Sin agobiarme porque no logro los mejores resultados, o no aprovecho el tiempo, o no produzco para cambiar el mundo. Y me siento torpe y vacío. Dios no me abandona nunca. No quiero dejar de mirar a Dios. El fruto vendrá sólo si me dejo hacer por Él. Dios no tira la toalla. Confía siempre en mí. Cree en el poder de mi viña. Manda labradores. Quizás mis padres fueron esos labradores, o un amigo, o un sacerdote, o alguien que me cuidó y me habló de lo que podría hacer con mi viña. Dios no se cansa de buscarme, de cuidarme. Manda mensajeros suyos. ¿Quiénes han sido en mi vida esos mensajeros de Dios, esos labradores? Y me manda a su Hijo, a quien más quiere. Viene Jesús mismo a estar conmigo. Me habla al corazón. Viene a mostrarme cuánto vale mi tierra del corazón. Cuida la viña desde mi vida cotidiana, compartiendo los días de sequía, los días de espera de lluvia, el fruto, el miedo, la alegría. Lo que ahora mismo me sucede lo vive Jesús junto a mí. Se pasea por mi viña, la mira, le gusta. Es distinta a todas. Es la mía. Mi historia. Mi alma. Mis amores. Mis sueños. Mi trabajo y mis miedos. Mi cotidianidad. Mis proyectos. Mis fracasos. Mi temperamento. Todo lo que he conquistado en mi vida. Lo que aún no está. Lo que se ha roto para volver a empezar. Lo que me da vida. Las corrientes de vida que como un río riegan la tierra por dentro. Los que forman parte de mi vida. Es mi viña. A veces seca y a veces llena. Para Él es la más bonita. Me encanta que Jesús llega siempre donde estoy yo. No se queda en el cielo esperando mis frutos en el último día. Está conmigo trabajando, disfrutando, mirando el horizonte. De noche y de día. A veces no sé bien quién soy de verdad, en la raíz, ni para qué estoy en esta tierra. Voy de aquí para allá buscando misiones que en realidad son de otros. Jesús hoy me habla de Él. No sólo de la viña, sino de Él mismo. Es el Hijo de Dios que viene a mí, enviado por amor por su Padre, para quedarse. Para compartir mi vida desde dentro, para mostrarme cómo es Dios. Para decirme cómo ser feliz trabajando y disfrutando la viña, y quién soy. Sale a buscarme, a hacerse el encontradizo. Piensa mil maneras de llegar a mí y tocar la puerta de mi viña del alma algo oxidada. Hoy miro a Jesús y me siento como esos jornaleros que no quieren dar el fruto. Porque no lo tienen. O porque no quieren perder sus derechos. O me siento como esa viña que no es fecunda. Me siento vacío y necesito volverme a Él y mirarlo para llenarme de su luz, de su paz, de su pureza. Yo quiero cantar hoy un canto de amor a mi viña, a todo lo que Dios ha puesto en ella. Agradecer por mis dones, por mis vacíos donde quizás pueda Él sembrar algo porque yo no pude. Canto a mi tierra rota que se abre para el sembrador. Canto a mi cielo ancho, a mis renuncias y elecciones de mi vida que han hecho mi viña más hermosa. Canto al Dios de mi vida, al Dios de mi viña. Canto al viñador que me ama, me cuida, y me manda a Jesús para estar conmigo. Por Él lo dejo todo. Él ha cambiado mi viña estéril por una viña sencilla pero llena. Ha llenado mi viña vacía. Tantas veces no lo veo. Vuelvo hoy a abrirle la puerta del viñedo.
 

[1] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
[2] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón
[3] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
[4] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[5] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
[6] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52