Ezequiel 18, 25-28; Filipenses 2, 1-11; Mateo 21, 28-32

«Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero: - Hijo, ve hoy a trabajar en la viña. Él le contestó: - No quiero. Pero después recapacitó y fue»
«Quiero la paz, pero mi corazón no es pacífico. Reacciono de forma desproporcionada ante la ofensa. Grito casi sin motivo cuando me contradicen»
 
No tengo muy claro cómo hacer para construir la paz. Lo que sí tengo claro es que anhelo la paz. Y no quiero ni la guerra ni el odio, ni las barreras ni los muros. No quiero el insulto, tampoco el grito. Me duelen la amenaza y el desprecio. El rechazo a mi vida tal y como es. La ofensa imperdonable, las palabras dichas fuera de lugar. La ruptura, la separación. Me da miedo convertirme en un intolerante con los que no piensan como yo. Rechazando al que no comulga con mis ideas. Y lo hago a veces. Y construyo muros. Pero sé que no quiero en mi vida lo que me hace daño. Quiero la paz, la reconciliación y el entendimiento. Quiero el abrazo y la palmada en la espalda. El perdón y el grito de ánimo. Quiero la sonrisa y la palabra de reconocimiento. Quiero una mirada cómplice de un amigo. Un «te quiero» dicho con palabras, o con un simple gesto. Me gusta recorrer el mismo camino con aquellos que no piensan como yo. Sin temer las palabras hirientes. O las bruscas despedidas. No lo sé. No sé cómo hacer para ser pacífico y pacificar mi mundo. De repente me asalta como una ira por dentro. No está fuera de mí, viene de dentro. Es una fuerza interior que yo casi desconozco y me turba. No me veo reflejado en esa furia que no controlo. No soy yo. Pero me parezco. Es como una rabia desbocada que sube desde lo hondo. Sin poder contenerla. Y digo lo que no pienso. O tal vez digo lo que a veces pienso casi sin saberlo. O pienso lo que me hace daño y no logro cambiar mis pensamientos. Y hiero. Sin querer o queriendo. Rompo la confianza, o el amor que era hondo. Se desquebraja de golpe mi seguridad. Y me veo avanzando en la dirección que no deseo, casi huyendo de mí mismo. Amenazo al otro no queriendo perderlo. O soy violento contra el otro porque no piensa como yo pienso. No sé querer bien. No logro retener mis pies. Tampoco acallar mis labios. No puedo sostener mis miradas para que no ofendan. No lo sé. Me reconozco a veces en esa forma de ser tan descontrolada. Y no me reconozco al mismo tiempo en esa furia inmadura. Pero también soy yo. Es muy dentro de mí. En ese mar hondo en el que no hay contención para mi río desbocado. Quiero la paz pero siembro la guerra. Quiero unir mientras divido. Amar cuando estoy odiando. Digo tantas veces que deseo hacer el bien, dar amor. Pero no lo hago. Tengo odio. Hoy escucho: «Cuando el justo se aparta de su justicia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió». Me veo a veces siendo injusto y muriendo. Sembrando el mal y dejando de tener vida. Hablando mal de otros. Me vuelvo radical. Comento sus caídas. Ofendo a sabiendas. Hiero con mis gestos. Yo, que quiero ser justo, me aparto de la justicia. Y dejo de tratar bien a mi hermano. Lo hiero. Lo difamo. Lo mato. Digo de él lo que detesto. Y no lo enaltezco con mis palabras. Estoy tan lejos de hacer lo que de verdad quiero. Hago el mal en lugar del bien que deseo. ¡Qué frágil mi vida que choca con el muro de mi orgullo! ¡Qué frágil mi voluntad que no detiene mis pasiones! Me confundo. Es así de sencillo. No tolero que no piensen como yo pienso. Y me refugio en aquellos que piensan como yo. Y detesto al que no es de los míos. Levanto muros tan altos que casi se confunden con el cielo. Imposibles de traspasar. De un lado a otro no hay camino. Aborto todo diálogo posible. Porque dialogar me compromete. Y no quiero el compromiso. No quiero comprender la postura del otro. No quiero ceder ante sus pretensiones. Quiero cambiarlo. Una mujer le decía a su marido: «Gracias, porque desde que me conociste, nunca has querido cambiarme». Yo no soy así ni siquiera con los que amo. Quiero cambiarlos. Más aún quiero cambiar al que no quiero y no piensa como yo. Desde lejos es más fácil hacerlo. Si me acerco me complico. Es más fácil no comprometerme con el otro. Cuando me acerco, el desconocido dejará de ser un lejano, dejará de ser una idea, tendrá rostro y alma. Y pasará de golpe a ser alguien próximo. Mi corazón puede que se ablande entonces. Y no podré despreciar con tanta fuerza al que es diferente. Porque está demasiado cerca. Mientras esté lejos estoy seguro. Podré criticarlo con mucha paz. Enorgullecerme de mis insultos. Sentirme fuerte desde mi atalaya juzgando su vida equivocada. Si no le amo, seguirá siendo el otro, el enemigo, el contrario. Entre él y yo habrá una distancia infinita. El otro será aquel al que puedo despreciar sin ningún problema. Formará parte del grupo de los que me odian. Donde no distingo. Todos piensan distinto a mí, a mi grupo. Y el muro será infranqueable entre ellos y yo. Para que no me hagan daño. Para que nadie pase de un lado a otro. Rompo los puentes. Evito las palabras que impliquen comprensión, empatía, aceptación. Esas palabras que buscan sembrar paz y no guerra. ¡Qué cerca está la violencia de mí cuando caigo en el odio! ¡Qué paso más corto para agredir con furia al que no piensa como yo! ¡Qué bien entiendo al que agrede, al que insulta, al que ofende! Yo quiero la paz y no la guerra. Es cierto. Lo quiero. Y miro a Jesús sembrando paz con sus silencios. A veces me cuesta comprender su mutismo. Decía Jean Vanier: «Pedro no conocía a un Jesús vulnerable. Por eso cuando dice que no lo conoce tiene razón. Pensaba en un Jesús fuerte. Que iba a convertir a todos. Iba a traer la paz. El mundo cambiará porque Jesús actúa. Y lo que ve es un Jesús que no se defiende. Que está encadenado. Que es maltratado». Me duele como a Pedro ese Jesús tan vulnerable, tan débil, tan frágil. Ese Jesús que acoge al pecador que está tan lejos de amarlo a Él. Ese pecador que no cambia de vida y se aleja por los caminos. Jesús lo abraza sin esperar nada a cambio. Se acerca. Ama. Jesús ama al diferente y no quiere que cambie de golpe sus ideas. Sólo el amor puede cambiarme. Jesús dialoga, escucha, atiende. Yo no amo al que es distinto. Ni al que me juzga y critica. Ni al que se aleja de mí porque no pienso como él. No lo amo. Siento rechazo. Siento que su diferencia es una amenaza para mí, para mi posición de poder, para mi paz interior, para mi seguridad. ¡Qué pobre es mi corazón que no sabe amar como Jesús ama! La amenaza me inquieta. Quiero la paz, pero mi corazón no es pacífico. Reacciono de forma desproporcionada ante la ofensa. Grito casi sin motivo cuando me contradicen. Me altero cuando me tocan ciertos temas en los que no soy neutro. Y digo mi opinión con furia, la arrojo como una piedra sobre el que no piensa como yo. Y me alejo del que no acepta lo que yo pienso descalificando su vida. Sólo porque piensa distinto y no he logrado convencerlo con mis argumentos. Lo bloqueo de mi vida, para que no me moleste más.

Quiero la paz, lo tengo claro. Y no la guerra. Pero no siempre se consigue la paz sin renunciar a algo. ¡Cuánto me cuesta la renuncia! Tengo claro que dos no pelean si uno no quiere. Decían que Santa Mónica, madre de S. Agustín, aguantaba con paciencia los ataques de ira de su marido, porque no se enfrentaba continuamente con él. Decía: «Cuando mi esposo está de mal genio, yo me esfuerzo por estar de buen genio. Cuando él grita, yo me callo. Y como para pelear se necesitan dos y yo no acepto entrar en pelea, no peleamos». ¿Cómo reacciono yo cuando me gritan, cuando me ofenden con palabras y desprecios? ¿Cómo reacciono cuando no piensan como yo y me lo hacen saber o quieren cambiarme? ¿Cómo reacciono ante los violentos, ante los agresivos? Dos no se pelean si uno no quiere. Pero tal vez tengo que vencer mi orgullo para poder evitar que haya más guerras. Vencer mi vanidad, mi deseo de quedar por encima. Miro a Jesús confundido entre los hombres: «No hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos». Me parece imposible ser tan humilde, tan pobre, tan pequeño. Yo siempre deseo quedar por encima. Tiendo a querer imponer mi punto de vista a los demás. Para que no me contradigan. Decía el P. Kentenich: «El segundo grado de la humildad consiste en que yo me alegro de ser conocido por otros así tal como soy; Y el tercer grado consiste en alegrarse en ser tratado por otros así como yo soy»[1]. La humildad es la aceptación de mi verdad. Me alegra ser como soy. No quiero imponer nada a nadie. Renuncio a quedar por encima. Me niego a mí mismo. La renuncia es el coste que tiene la paz. Pero tal vez no soy un constructor de paz si yo mismo no tengo paz dentro de mi alma. No puedo ser pacífico, ni pacificador, si vivo en guerra dentro de mi corazón. No hay paz en mí si no logro saber quién soy y cuánto valgo. Si no he tocado el amor de Dios en mi vida y estoy tranquilo con lo que vivo y siento. Y me quiero así. Tengo claro que deseo esa paz que me viene de lo alto, de Dios. Comenta Angelus Silesius en una cita del P. Kentenich: «En cada uno está depositada una imagen de lo que debe llegar a ser; y mientras no lo consiga, su paz no será plena»[2]. Vivo sin paz mientras no logre ser lo que puedo llegar a ser. Mientras no logre encarnar con mi vida el sueño soñado por Dios para mí vida. Yo me comparo. Entro en una lucha feroz con aquellos a los que veo mejores. Compito. Sé que no puedo solo desprenderme del aguijón de violencia que hay en mi interior. Me lo recuerda el P. Kentenich: «El hombre no puede sacar por sí mismo el veneno que hay en su alma, sino que debe intervenir Dios para limpiar toda impureza en nosotros»[3]. A menudo me rebelo contra esa realidad al sentirme tan pequeño. Tal vez la guerra surge cuando hay corazones que no tienen paz, y están llenos de odio. No tienen amor, sólo tienen rabia. Tal vez sea así. No quiero juzgar al agresivo, porque no conozco su herida, no sé de dónde viene, no he escuchado su historia. No sé lo que ha sufrido y por qué odia. Sólo percibo su rabia y me lleno de pena o de furia. Su vida podría ser más feliz si no me odiara. Y la mía si yo no odiara. En la ópera escrita por Mozart a los dieciséis años, Lucio Silla, un dictador, dice al final de la obra: «Ninguna victoria es comparable al triunfo sobre el propio corazón». El protagonista, un dictador lleno de odio, recorre el camino desde la violencia interior hasta el perdón y la paz. Desde el principio sólo quiere acabar con sus enemigos, tratando de imponer su voluntad a todos. Al final recorre un camino más difícil, el de la victoria sobre su propio corazón y acaba retirándose y dejando su lugar a sus enemigos. Vence sobre su odio. Vence sobre su rabia. A veces me parece imposible vencer sobre mi corazón. Es el camino más largo que tengo que recorrer. Del odio al amor. De la guerra a la paz. Pero muy dentro de mí. Nada es comparable con esa victoria. La victoria que logro sobre mi propio corazón logra la paz en mi mundo. Mi renuncia lo cambia todo. Cedo y el amor se hace hondo. Y dejo mi lugar al que antes odiaba. Al que antes detestaba queriendo su muerte. Me sorprende que sea posible ese camino tan difícil. Pero es el que más deseo. Hoy escucho: «Manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás. Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús». Quiero los sentimientos de Cristo. Se trata de eso. Quiero educar mi corazón para tener los sentimientos de Jesús. Un corazón manso, humilde, comprensivo, misericordioso. Que busca el interés de los demás antes que el propio. ¡Qué lejos estoy de vencer sobre mi propio corazón!

Creo que la palabra radical a veces se entiende mal. No quiero el fanatismo ni el radicalismo. No quiero los extremos que me alejan de las personas. Me hacen intolerante y duro. Intransigente y rígido. Decía el tenista Rafael Nadal: «El radicalismo crea problemas en todos los ámbitos de la vida. Hay veces que se confunden la emoción y la pasión con el fanatismo y el radicalismo. Se pueden vivir las cosas con emoción y pasión sin llegar a la radicalización». El fanatismo genera en mí reacciones que detesto. Me lleva a descalificar a otros, a condenar a los que no son como yo, a criticar y alejar de mí al que no comparte mis ideas. ¡Qué dolor cuando mis ideas construyen muros infranqueables! Es verdad que tengo ideas claras sobre las cosas. Sé lo que creo. Lo que quiero. Y quiero lo que pienso. Tengo claro hacia dónde camino. De dónde vengo. Con esfuerzo distingo mi verdad. Y entiendo lo que tengo que hacer para dar vida, para tener vida, para amar bien. Pero eso no me lleva a ser radical, entendida aquí la radicalidad como fanatismo. Una definición de esta palabra tiene que ver con ser inflexible, categórico, o extremo. No quiero caer en esas posturas tan extremas y radicales. No quiero ser inflexible, o exagerado en mis juicios. Quiero ser tolerante, receptivo, abierto. Aceptar al que no piensa como yo ni comparte mis puntos de vista. Ser capaz de convivir con el otro, con el extraño, con el que no es como yo. Sin por ello dejar de lado mis ideas. Creo que es un milagro, porque el corazón quiere otra cosa. Tiene más empatía con el que piensa y vive como yo. Y se aleja tomando distancia del diferente. Eso pasa siempre en la vida. Es un milagro entonces la tolerancia. Aceptar que alguien no piense como yo sin imponerle mis ideas. Aceptar y amar al que no comulga con mi forma de ver las cosas. Tolerar, aceptar, amar, integrar, escuchar. Es un camino muy largo que sigo con el fin de construir puentes y no muros. Quiero huir de esos extremos que me pueden volver fanático. De todas formas, me gusta la palabra radical. Leía el otro día otra acepción de la misma: «Hace referencia a las raíces. Supone, sobre todo, que aquello por lo que apuestas forme parte de lo más profundo, lo más definitivo, lo más esencial. No es un entretenimiento o algo anecdótico, ni algo pasajero o caprichoso. Es tan fundamental que no comprendes tu vida sin ello»[4]. Entonces me miro y pienso que quiero ser radical. Quiero tener hondas raíces. Lo más esencial de mi alma, lo más verdadero, lo que soy, eso es lo que amo. Es lo irrenunciable de mi vida. En ese sentido soy radical. «Lo radical, en la vida de cada uno, es aquello que te nutre y te sustenta, que se convierte en el motor y la fuente de energía. Ese espacio donde creces fuerte, porque sabes que ahí estás seguro: tu familia, tu tierra, tus amigos, tu Dios. Ahí está el reto y la oportunidad. Dejarse enraizar en Dios. Dejar que la propia vida arraigue en la tierra fecunda del evangelio. Que sea su lógica la que te guíe, su hondura la que te atrape, su alegría la que te haga sonreír, su claridad la que te abra los ojos para mirar al mundo con misericordia»[5]. Que mis raíces sean hondas. En mi hogar, en mi entorno, en mi familia, en las personas concretas que amo. Radical en mis amores. En mis vínculos. Y radical, esto es lo esencial, en mi amor a Dios. En mi pertenencia a Él. Que esté mi centro en el Señor y en Él descanse. Como ese péndulo que se mueve teniendo el centro claro. Decía el P. Kentenich: «Si el hombre es un ser pendular y oscilante, su apoyo y seguridad connaturales estará allá arriba, en la mano de Dios Padre. Sólo en lo alto hay descanso, sólo hacia lo alto debe aspirar el hombre»[6]. Tal vez esa radicalidad de mi fe es la que deseo. Pero no una radicalidad que me aleje de otros que también creen, o de los que no creen. Quiero ser radical en mi fe, en el sentido de tener bien firme mi corazón en Dios. Esa radicalidad de vida es la que deseo. Una fe verdadera, radical, honda, auténtica. No quiero una fe superficial. Quiero echar raíces profundas en el corazón de Dios. En la tierra en la que habito. Radical en mis decisiones. No pasar de una cosa a otra sin profundidad. Quiero seguir una línea de acción. Caminar en una dirección sin cuestionarme continuamente las decisiones tomadas. Radical en mi fe. Si soy cristiano lo soy desde la cabeza a los pies. En la totalidad de mi ser. Que mis sentimientos sean los de Cristo. Que viva para Él. Si no es así no tendrá raíces mi fe y cuando llegue la corriente de la cruz y el dolor, cuando me ataque la angustia de la vida, perderé mi fe poco honda. No quiero vivir así, en la superficie. Hoy me pregunto. ¿Soy radical en mis decisiones? ¿Me tomo en serio mi fe?

Hoy Jesús me invita a darle mi sí a Dios. Me habla y yo le escucho: «¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: - Hijo, ve hoy a trabajar en la viña». Quiere que trabaje en la viña, como en la parábola de la semana pasada. Me busca. Me pregunta. Se acerca. Soy su hijo y quiere que esté con Él. Y yo quiero seguir sus pasos. Lo quiero. Pero no escucho. Comenta San Benito en la regla: «Escucha, hijo, los preceptos del Maestro, e inclina el oído de tu corazón». Jesús me invita a ir a la viña. Pero yo no lo escucho. Vivo centrado en mí mismo, en lo que necesito, en lo que me va bien. Y me pierdo en lo que sucede a mi alrededor. Quiero escuchar con el oído del corazón. Es lo más importante. Lo que no siempre hago. A veces intento hacer dos cosas al mismo tiempo. Digo que escucho pero pienso en mis cosas. Digo que estoy atento, pero sólo a medias, intento hacer más cosas. En ocasiones necesito que me repitan varias veces la misma idea. Para entenderla. Se me olvida lo que alguien me dijo. No estoy atento del todo. Y eso me cuesta con aquellos que me hablan con palabras humanas. Me dicen cosas. Me preguntan. Me piden. Y yo no oigo. O voy a lo mío. O interpreto lo que me dicen antes de que pronuncien una sola palabra. Creo que ya sé lo que piensan antes de que hablen. Y no les dejo hablar porque sé lo que van a decirme. Tal vez me equivoco. Pero lo sigo haciendo. No escucho el discurso que creo conocer. No me dejo sorprender porque ya he prejuzgado en mi corazón. No me asombro. No me abro a lo nuevo. Tengo un juicio ya hecho en mi alma. Y no dejo que entre la sospecha. ¡Qué mal escucho tantas veces! Llegan ante mí y yo no escucho. Pienso en mis cosas. Está endurecido mi corazón. No logro escuchar a los hombres. Menos aun los silencios de Dios. Leía el otro día: «El silencio no es una ausencia; al contrario, se trata de la manifestación de una presencia, la presencia más intensa que existe. En esta vida lo verdaderamente importante ocurre en el silencio. La sangre corre por nuestras venas sin hacer ruido y sólo en el silencio somos capaces de escuchar los latidos del corazón»[7]. Me gusta ese silencio en el que me habla Dios. Es ahí donde puedo escuchar su voz. Entender su pregunta. ¿Qué quiere Dios de mí? Muchas veces no lo sé. Me dejo llevar por la corriente. Por lo que otros hacen. Por lo que el mundo espera de mí. Pero no estoy atento a Dios. No sé cómo habla en mi corazón. Me duele su aparente silencio. Es como si callara cuando realmente habla. Es como si su voz estuviera rota cuando pronuncia palabras profundas. Y yo no soy capaz de hacer silencio para oír su voz. Me gustaría poder hacerlo. Me pongo en camino cada mañana y el ruido, y el móvil, y los requerimientos del mundo, me sacan de mi hondura. De mi mar. Me llevan afuera a la orilla, allí donde no oigo a Dios. ¿Cuántos minutos de silencio soy capaz de guardar durante el día? El bullicio se me mete dentro del alma. Palabras. Tantas palabras. No encuentro la paz. No lo consigo. No escucho su pregunta. ¿Qué quiere Dios de mí? Quiere que vaya a trabajar a la viña. Pero me cuesta oírlo.

Me comparo con los dos hijos de la parábola: «Él le contestó: - No quiero. Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: - Voy, señor. Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre? Contestaron: -El primero». Uno dice que no al principio. Yo tengo esa misma primera reacción tantas veces. Digo que no a cosas que me podían dar vida. Digo que no por cobardía y no dejo que sucedan cosas grandes en mi corazón. Por miedo, por pereza, por desidia. A veces digo que no primero y luego lo acabo haciendo. Quiero ser capaz de cambiar mi no para que sea un sí. Cambiar es de sabios. Como el hijo de la parábola. Mi respuesta primera es que no, que no tengo tiempo. Que no quiero que me molesten. Es la reacción que a veces me desconcierta en mí mismo. Tal vez no acabo de conocerme del todo. Me piden algo, cualquier cosa, y me violento. Digo que no en mi fuero interno. A veces lo digo con palabras. A veces con gestos. No sé por qué lo hago con tanta rapidez. Tal vez quiero proteger mi descanso. O mi vida como es. No quiero que se metan en mis planes. O no estoy dispuesto a dar tanto a cambio de nada. O pienso que tantas veces soy yo el que tiene que hacer las cosas. Mientras otros no hacen nada. Y no lo quiero. Porque lo considero injusto. Me niego. Digo que no con voz fuerte, para que me oigan. Parece un no firme, radical, definitivo. Es como si ya la decisión no pudiera cambiarse. Mi no parece mi última palabra. A veces siento que me gusta decir que no. Hay peticiones exageradas que no merecen un sí como respuesta. No puedo decir que sí a todo. Es cierto. A veces un no aclara las cosas. Deja clara mi postura. Digo que no y el mundo ya sabe a qué atenerse. Si digo que sí y después no hago lo que me piden no estoy haciéndolo bien. Creo que en esta vida tengo que ser asertivo y decir lo que pienso y siento. Olga Castanyer explica: «La persona asertiva conoce sus propios derechos y los defiende, respeta a los demás, por lo que no piensa ganar en una disputa o conflicto sino que busca de forma positiva los acuerdos»[8]. Me gusta esta asertividad que me lleva a defender mis derechos, mi postura. Es importante aprender a decir lo que pienso, lo que quiero, lo que deseo. Para no vivir siempre poniendo excusas y despertando expectativas. Lo digo con fuerza: No quiero ir. No quiero hacerlo. No estoy disponible. No me comprometo. La claridad del no tiene fuerza. Me gusta ese no dicho en momentos importantes de mi vida. Me permite abrirme a otros síes. No todo lo que me piden es de Dios. No siempre lo que Dios quiere es que diga que sí. A veces mi no es lo que me pide. Pero también sé lo importante que es mi sí. Quiero que mi sí sea firme. No un sí cambiante. Pienso en tantas personas que pronuncian un sí poco creíble. Hoy dicen una cosa. Dicen que sí serán fieles a lo prometido. Pero su sí tantas veces es papel mojado. Mañana dicen que no. Su sí anterior no vale nada. No es firme. Quiero ser alguien en quien se pueda confiar. Que mi palabra valga porque está avalada con mi vida. Eso es lo que deseo. Un sí grabado sobre la roca. En el hierro firme. No un sí escrito sobre la arena de la playa. Un sí borrado por las olas. Me da miedo a veces ser tan cambiante que mi sí de hoy pueda ser un no mañana. Que mi sí de amor, de apoyo, de fidelidad, sea un no cobarde cuando cambien las circunstancias o mi corazón se sienta frágil. Quiero decir que sí allí donde he dicho otras veces que no. Quiero estar disponible para llegar al que pide mi vida. No quiero que Jesús me diga: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia, y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no recapacitasteis ni le creísteis». Yo que me siento tan santo, tan cerca de Dios, muchas veces le niego, no lo sigo, no escucho su voz. No me hago carne de su carne. No asumo la vida que me invita a vivir. Y digo no a sus deseos. No tengo sus sentimientos. Digo que no con voz fuerte o con gestos elocuentes. Y no dejo que su vida penetre mi alma enferma y herida. Quiero cambiar mis noes por síes valientes. Es el desafío de mi conversión. Pasar del no al sí por obra del Espíritu. De la cobardía al valor. De la pereza a la diligencia. Del odio al amor. De la guerra a la paz. Quiero hacerme disponible para los planes de Dios. Digo que no a lo que me aleja de Dios. Digo que no a al odio y a la rabia. Que no a mis críticas y mis juicios. Que no a mi orgullo y mi vanidad. Y digo que sí a todo lo que me acerca a su corazón de Padre. Allí donde estoy seguro. Quiero vivir y no morir y sé que mis noes son un signo de muerte. Por eso le digo que sí a Dios. Grabo mi sí sobre la roca.

Creo que el sí es la palabra más bella que puedo pronunciar con mis labios. El sí de María en la anunciación del Ángel cambió la historia de los hombres. Un simple sí dicho desde la experiencia de la propia pequeñez. Un sí audaz y valiente. Tal vez mi felicidad consista en ser capaz de decirle sí a Dios cuando me invite a seguir sus pasos. Sí a estar con Él. Sí a mi vida tal y como es hoy, en este mismo momento. Sí al peso de la cruz que cargo y a la renuncia que me exigen mis pasos. Sí a mis talentos. Sí a mis defectos. Sí a las personas con las que comparto el camino. Tengo claro que hay muchos síes en medio de mi vida que me cuesta dar. Siempre de nuevo vuelvo a ellos, para no olvidarme, para no dejarme llevar por las prisas, por los vientos. Vuelvo a poner mi mano sobre el madero de la cruz. Mi mano firme. Y con voz pausada digo que sí. Y de repente lo veo de nuevo, mi sí cambia el mundo. No sé cómo sucede pero lo cambia. Mi sí construye la vida. Cambia mi propia vida. Es curioso. Cambia mi forma de vivir, de esperar, de soñar, de mirar. Y al cambiar mi vida cambia también la de otras personas. Mi sí afirma mi corazón en terreno seguro y afirma el corazón de otros. Pero a veces siento una resistencia dentro de mí a decir que sí. Dudo, me da miedo, me asusta. Es como si dudara de las capacidades de Dios para conducir mi vida. Si Él es Padre, si Él me quiere, ¿por qué tengo miedo? ¿Por qué no me entrego por entero y me abandono? Trato de retener las riendas en mis manos. Para que la vida no vaya por cualquier lado. Me da miedo. No sé si decirle sí a los planes de Dios para mi vida. ¿Y si no me gustan? ¿Y si pierdo demasiado al confiar de forma inocente? ¿Y si Él que conduce mi vida no sabe tan bien como yo lo que me conviene? Entonces me doy cuenta. Vivo tantas veces inquieto y con angustias. Angustiado por lo que puede venir. No tengo seguridad. Me siento frágil en medio de un mundo lleno de violencia y de odio. Dudo de mi capacidad para ser fiel al sí dado hace tiempo. Dudo de mi amor que tantas veces es inmaduro. Dudo de mi fuerza de voluntad para levantarme de nuevo cada mañana y empezar un nuevo día. Dudo de mis afectos desordenados. Dudo de mi honestidad para ser fiel a mis valores y principios y no dejarme llevar por lo que el mundo piensa. Dudo de mi valentía para levantarme de nuevo después de una caída. Dudo de tantas cosas que suceden a mi alrededor y me hacen temer por mi vida. Dudo porque no sé si seré capaz de hacer lo que me piden. Dudo y me angustio. Y busco en el mundo, entre los hombres, la seguridad que necesito. Y no lo logro. Me siento inseguro. Pero yo insisto una y otra vez. Y choco con la misma piedra que me impide el paso. Y no lo logro. Quiero una seguridad para caminar tranquilo. Pero no la obtengo. Decía el P. Kentenich: «No pretendamos tener la seguridad de una mesa sino aquella del péndulo. Aquí en la tierra no hay seguridad alguna que pueda serenarnos. Sólo hay un péndulo que oscila en el aire. La solución de todos los problemas reside en la vinculación íntima, sencilla y filial al Padre. Si no os hacéis como los niños, no podréis entrar en el reino de los cielos»[9]. No hay en la tierra una seguridad que pueda serenarme. Esta afirmación me da paz. Entonces cobra más fuerza mi sí filial. Es un sí sólido y profundo que repito cada mañana, cada noche. Quiero ser capaz de darle el sí a los miedos que me amargan. A los temores que me angustian. Sí a lo que pueda pasar. Sí a lo que temo con nombre y apellidos. Sí a lo peor que pueda suceder. Sí de antemano. Si ocurre ya no será tan duro, porque el sí ya se lo habré dado antes. Ese sí me salva en el presente, porque me permite vivir con paz. Y me salva en el futuro, si es que llega a suceder lo que temo ahora. Es la santa indiferencia que viven los santos. Jesús me invita a seguirlo hasta la cruz, cargando con mi cruz. Y yo le digo que sí. Se lo digo con fuerza, desde dentro, desde lo hondo. Una fuerza interior mueve mi corazón. Quiero pensar en todas mis angustias. En todas las cosas a las que me cuesta decir que sí. Se lo digo de rodillas. Como ese hijo que dice que sí con su vida. No sólo de palabra. Quiero que mi sí se haga carne. En obras, en gestos. ¡Cuántas veces le he dicho que sí a Dios con los labios pero luego veía mi corazón anclado al mundo, oscilando de un lado a otro, mecido por las olas! ¿Cómo es mi sí a Dios y a mi vida como Él la quiere hoy?
 

[1] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[2] J. Kentenich. Las Fuentes de la Alegria
[3] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[4] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[5] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[6] J. Kentenich, Niños ante Dios
[7] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 30
[8] Olga Castanyer, La asertividad: expresión de una sana autoestima. Ediciones Desclée de Brouwer, 1997
[9] J. Kentenich, Niños ante Dios