“Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”.  (Mt 20, 1516)

La parábola del dueño del campo que contrataba jornaleros a diferentes horas y al final les pagaba a todos lo mismo, dándoles a los últimos tanto como había acordado con los primeros, no nos plantea la cuestión de la justicia divina sino la del agradecimiento humano. Primero, porque incluso lo que te dan -la vida eterna- es un regalo, ya que nadie la merece en virtud de sus obras; no nos justificamos ni nos salvamos a nosotros mismos, sino que es la sangre derramada de Cristo la que nos redime de nuestros pecados y nos abre la puerta del Cielo, por más que nuestras buenas obras sigan siendo necesarias, como condición imprescindible para demostrar nuestra aceptación del plan de Dios y como pequeña colaboración en la redención de Cristo, tal y como simboliza el agua que el sacerdote añade al vino en el ofertorio de la Eucaristía.

Segundo, porque trabajar por el Señor -hacer el bien, cumplir los mandamientos, ayudar al prójimo, santificar las fiestas- es una gran suerte. Los jornaleros de la primera hora tenían que haber dicho: “Señor, si quieres, páganos a nosotros un poco menos, pues ya hemos sido recompensados lo suficiente con el hecho de haber podido estar todo el día a tu lado, ayudándote, sirviéndote”. Amar es una suerte y, si bien Dios va a dar el Cielo al que ama, hay un cielo que se disfruta ya en la tierra y que sólo poseen aquellos que están con Dios, con el Amor. Hay otra recompensa, pero si no la hubiera, con ésta ya habría sido suficiente.