La vida de fe no es cosa fácil. Vale la pena, pero cuesta. Cuentan que unos días antes de que Teresa de Lisieux hiciera sus votos perpetuos, le entraron tantas dudas que durante ese tiempo casi no pudo rezar, ni siquiera los primeros misterios del rosario. A veces, una enfermedad o la carga de problemas de tipo laboral, aunado a otros factores incluso ambientales como las altas temperaturas, puede reducir nuestra oración mental o verbal; sin embargo, lo que para nosotros resulta silencio y oscuridad total, para Dios constituye algo más. De modo que la impotencia de vernos rebasados, de estar rodeados de distracciones, se vuelve una forma de orar, porque conseguimos ofrecer el no tener nada más que ofrecer. Y dicha entrega se hace en unión con Jesús. Así lo vivió la futura beata Concepción Cabrera de Armida; sobre todo, entre 1917 y 1937, año en que murió. En ese periodo, si bien tuvo momentos de descanso y consuelo, predominó el silencio de Dios. Decía, con ese lenguaje tan propio de los místicos, “me abandono en quien me abandona”. Una frase de fe, porque solamente así es posible avanzar en momentos de una profunda sequedad espiritual.

¿Qué hacer? Marcar el momento del día para la oración y, con total claridad, decir: “ofrezco no tener nada más”. Entonces, la cosa cambiará, experimentando, tarde o temprano, lo que San Ignacio de Loyola, llamaba “consolación” y que se da al aceptar las cosas. En realidad, gracias a estos momentos de crisis, podemos estar seguros de que en verdad estamos poniendo en práctica la fe. Creer sin sentir, es prueba plena.

Cuando hay emociones intensas, todo es fácil, pero la madurez llega al bajar de tono y no porque sentir sea malo, pues si viene de Dios, vale la pena disfrutar el momento de paz, pero lo normal es seguir adelante con o sin experiencias sensibles. Así que no hay que desanimarse en esos momentos. Al final, todo lleva a Dios.