Isaías 55, 6-9; Filipenses 1, 20c-24. 27a; Mateo 20, 1-16

«¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar? Le respondieron: - Nadie nos ha contratado. Él les dijo: - Id también vosotros a mi viña»
«Quiero
besar mi verdad escondida. Mi belleza oculta. Soy un buscador de la verdad. Miro dentro de mí buscando vestigios del cielo. Están allí, seguro, en los pliegues de mi alma»
 
Creo que tengo que detenerme lo suficiente como para poder ahondar en mi corazón y saber quién soy en realidad. Para saber cuál es mi verdad única y amarla. Creo que sólo desde la verdad puede Jesús entrar en mi vida. Sólo desde la verdad reconocida puedo darme a los demás y amarlos. Sólo desde lo que soy podré ser feliz. Pero a veces ni siquiera yo mismo sé quién soy de verdad. Vivo en moldes que me protegen. Intento parecerme a otros. Responder a un patrón, a un estilo determinado. Para no desencajar y ser aceptado por todos. Ser uno más, sin desentonar. Oculto mi verdad. Lo que de verdad pienso, lo que soy en lo más hondo. Es cierto que me defino a veces por las cosas que hago. Pero soy mucho más que lo que hago. Sueño con metas lejanas que tienen que ver conmigo. Pero también soy mucho más que esas metas que están casi fuera de mí a las que otros muchos también tienden. Y entonces, cuando me paro a pensar y me callo, guardando un silencio sagrado, descubro algo mío, único, irrenunciable. Una verdad escondida, conocida por tan pocos. Beso esa verdad que es mi nombre, mi esencia, lo que anima mi cuerpo y le da vida. Esa forma original tan mía de amar, de ser y de pensar. Tan original que me parece tierra virgen donde yo mismo me siento extraño. Pero soy yo. Es mi vida. Es mi verdad. Quiero ser capaz de saber cómo soy. Quiero escuchar atentamente muy dentro de mí. Para saber dónde me encuentro. ¿Cuál es la pregunta fundamental que brota en mi alma cuando me callo y escucho? Hay personas, conozco algunas, para las que su mundo interior es algo desconocido. Viven en la superficie de la vida y son felices aparentemente. Navegan haciendo pie, huyendo de las honduras, temiendo lo desconocido. Y todo esto funciona hasta el momento en el que algo difícil sucede en sus vidas. Se quedan solos. Comienzan las dudas y los miedos. Temen haber confundido el camino. Se asombran de sus sentimientos en situaciones complejas. Necesitan ahondar para encontrar el sentido a lo que les sucede. No quiero que me pase lo mismo que a ellos. Quiero profundizar, ahondar, mirar dentro de mí. Por eso hoy me detengo para contemplar mi propia imagen. Y me hago una pregunta. Si me encontrara con Jesús de verdad, ¿qué le preguntaría? ¿Qué miedos compartiría con Él? ¿Qué le pediría para tener paz? En definitiva, ¿qué me falta para ser feliz? Le miro ahora oculto en mí. Se lo pregunto. Tal vez no conozco tan bien como creo los ríos que surcan mi alma. Esos ríos interiores por los que navegan mis miedos, mis inseguridades, mis preocupaciones, mis oscuridades, mis tentaciones. No sé cuáles son mis dudas más profundas hasta que miro dentro, en lo profundo de mi mar, en lo más hondo. Y descubro mis miedos y mis fuerzas. Mis temores y mis esperanzas. Lo bueno y lo malo. Lo bello y lo feo. Lo veo todo oculto, esquivo, huidizo. Se me escapa ese fuego que arde en mi interior. Y unas nubes densas nublan a veces mi optimismo. Creo que tal vez respondo con recetas aprendidas cuando me enfrento con la vida y sus temores. Y siento que me turbo ante lo desconocido, ante lo que no controlo. ¿Quién soy yo? Cuento lo que hago, lo que he logrado, lo que deseo. No miro más allá de lo que ahora mismo toco. Creo quizás que mi valor está en mis horas de servicio, en las metas logradas, en lo aprendido con el paso de los años. El dolor y la tempestad mueven todo lo que no es verdadero dentro de mí y me limpian. Cuando eso ocurre, mi barca zozobra en la tormenta y entonces ya no me sirven de nada las respuestas fáciles de manual. Tiemblo. Por eso tengo que aprender a acallar los gritos del mundo para escuchar los gritos de mi alma. Decía el P. Kentenich: «De esto se trata en especial, que aprendamos a hablar con Dios, que cultivemos una vida interior profunda, una biunidad con Dios»[1]. Quiero estar tan unido a Dios que pueda vivir de su luz. Quiero reconocerme a mí mismo al verme reflejado en Él. Su imagen en mi imagen. Mi rostro en su corazón herido. Me cuesta mirar hondo y no perderme en los mil detalles que tiene la vida. Quiero descubrirme en lo cotidiano. No en los grandes momentos. Sino en la vida que transcurre lentamente. Día a día. Comenta la pintora Cristina Rueda al tratar de explicar su obra: «Es una época difícil para los buscadores de la verdad, para los hombres y mujeres que se asoman al misterio de Dios en su propio corazón. En este mundo engañoso y confuso, lleno de todo y vacío de sentido, pretendo dar calma y sosiego con la humildad del papel, la tinta y el dibujo. Es en la pureza de lo pequeño, en lo ordinario que pasa desapercibido, donde nadie busca y donde todo se encuentra». En la luz se ve mejor el interior confuso de mi alma. En la claridad recupero la calma perdida. Y ahí descanso al saber que no estoy solo yo en medio de mi camino. Descubro que en mi verdad está todo un Dios escondido queriéndome desde que fui concebido. En mi pobreza está su riqueza más grande. Soy amado como soy porque soy reflejo de todo su poder. Lo sé, pero se me olvida. Por eso quiero ser capaz de mirar cara a cara mi indigencia, mi pobreza, mi insensatez. Besar mi verdad escondida. Mi belleza oculta. Soy un buscador de la verdad, de mi propia verdad. Miro dentro de mí buscando vestigios del cielo. Están allí, seguro, en los pliegues de mi alma. Pero esa introspección me parece a veces imposible. Deseo sumergirme más dentro de mis corrientes. Y saber hacia dónde voy. De dónde vengo. Quién soy.

En ocasiones me quejo de que no avanzo en mi vida espiritual. Es como si siempre estuviera igual. Los mismos pecados, las mismas tentaciones, las mismas caídas. Mil propósitos incumplidos. Y no acabo de crecer hacia las metas más altas. A veces me encuentro con personas que se ven así, estancadas. Y tal vez sea cierto. El mundo me enreda y no logro salir y mirar el cielo. Vuelvo a empezar y me detengo. Decía el P. Kentenich: «Los santos solían comparar el mundo y el espíritu mundano con una telaraña: quien cae en ella queda atrapado y no sale más, tal como le sucede a la mosca. La hazaña consiste en estar rodeado continuamente por esa telaraña y sin embargo no enredarse en ella»[2]. ¿Cuál es la corriente de vida que hoy mueve mi alma fuera de esa telaraña? ¿Qué motiva y despierta mi corazón para hacerlo saltar cada mañana? ¿Qué es una corriente de vida? ¿Qué cosas me apasionan y me hacen verter lágrimas? No lágrimas de tristeza, sino de emoción y alegría profunda. ¿Qué cosas sacan lo mejor de mí, las fuerzas escondidas en mi interior? Quiero descubrir esa corriente de vida que me ayuda a crecer más allá de mi carne. A elevarme por encima de mis miedos y tristezas. A ser capaz de lo mejor siendo yo tan débil. No lo dudo. Me pongo en camino como un náufrago en busca de mi tierra. Soy yo un solitario que sólo desea encontrar el amor verdadero para poder seguir caminando. Más allá del cansancio. Soñando despierto con lo imposible. Me siento como ese pobre peregrino que no deja de ver la meta en medio de sus pasos. Perdida en un vasto horizonte. Soy como el niño que se abraza a su padre para descansar un día eterno, no sólo un rato. Y vivir sin miedos de cara a un mañana lleno de probables logros y temibles fracasos. Quiero aprender a descifrar con Dios los misterios de mi alma y saber cuál es su voluntad escondida. Sus más leves deseos. Leía el otro día: «Conviene huir de una imagen demasiado pasiva de las existencias. Como que Dios fuese el que maneja los hilos y nosotros sólo marionetas que tenemos que dejarnos mover. A veces resulta excesivo pensar que Dios quiere que hagamos tal o cual cosa: ¿Me compro esto o no me lo compro? ¿Hago este viaje o no lo hago? ¿Leo este libro o este otro? Dios quiere que vivamos conforme al evangelio. De esto se trata. En realidad la voluntad de Dios no anula nuestra voluntad, ni nuestra libertad, sino que pasa por ellas. Lo que Dios quiere y sueña, para la vida de cada ser humano, es la capacidad de vivir con dignidad y abiertos a una trascendencia que nos devuelve al mundo para vivir en él construyendo el Reino»[3]. Ese es el deseo de Dios. Quiero vivir abierto a Él, sumergido en Él. Quiero que me transcienda. Parece tan evidente, tan claro. Quiero saber dónde Dios desea que me abra a la vida que Él me regala. Busco dentro de mí esa corriente de vida que me deje adentrarme más hondo en su corazón abierto de Padre. Surge así mi pregunta más verdadera. Detenido ante Dios, que quiere que descanse, me pregunto cuáles son sus deseos y cuáles son los míos. Su voz en mi alma, las voces de mi alma. Sé que sólo descanso cuando me siento amado como soy, en la palma de su mano. Sin rechazo, sin desprecio. Mirado en mi verdad más pura. Querido en lo que soy ahora. No en lo que pudiera ser o haber sido. En lo que soy sin tapujos ni mentiras. Lleno de Él, vacío de mi orgullo. No turbado por ese vacío del mundo que no me da la paz que ansío. Son fuertes las corrientes del mundo. Que acentúan valores que no deseo. O me enfrentan con el mal que tampoco quiero. O con el mundo que me atrae sin medida despojándome de mi centro y de mi paz verdadera. Y hoy escucho: «Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras esté cerca. Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos. Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes, que vuestros planes». Esos planes ocultos en los pliegues de la carne. Sus planes no siempre son mis planes. Su forma de pensar no es la mía. Me debato entre esa búsqueda obsesiva de espacios sagrados lejos del mundo y de los hombres, a solas con Dios, creyéndome seguro. Como pensando que la carne me hace daño y la temo. Busco a veces una soledad huidiza, esquivando los vínculos. Y por otro lado tengo ese hondo deseo de amar la carne que es puente santo hacia el cielo. Entre los extremos de mi alma vislumbro a veces el querer de Dios que me invita a beber de las fuentes que dan vida eterna. Y me llenan con agua que sacia mi sed para siempre. Y para unos días aquí en la tierra. Decía el P. Kentenich: «A una época en la que se acentúa un extremo determinado, le sigue otra en la que se acentúa el extremo opuesto. Hemos tenido muy poco en cuenta la inmanencia de Dios, vale decir, la vida de Dios en los hombres, en las criaturas, y relegamos a Dios a algún rincón del cielo. Por eso resulta fácil comprender hoy la existencia de una contracorriente que acentúa exageradamente la inmanencia de Dios, al punto de llegar a igualarlo con las cosas concretas»[4]. Esos extremos que se dan en mi alma, en cada hombre. Ese Dios ausente de lo pagano. Ese Dios inmanente en la carne. Yo busco a Dios presente en la inmanencia de mi vida. En lo concreto y cotidiano. Sin confundir las cosas. Lo busco en mis pasos cortos y rápidos. En mi voz callada y llena de silencios. Allí atisbo sus planes sencillos y concretos. Distintos de los míos más de una vez. Quiero ser fiel a esa corriente de vida que mueve mi alma. Como un torrente en bajada llenándome de lágrimas. Y pienso, me pregunto: ¿Qué me da vida en mi interior? ¿Por dónde me lleva el amor de Dios? No quiero vivir estancado pensando que alguien debería tirar de mí. O exigirme cambios. Quiero atreverme a caminar solo sobre las aguas con Jesús, aunque tenga miedo. Él me espera en el camino, cuando estoy cansado. Y me sostiene al hundirme sin apenas darme cuenta. Me da miedo. Pero confío. Me abrazo a su brazo. Me sostiene.

Hoy Jesús me muestra cómo actúa en mi vida. Sale siempre a mi encuentro y no le importa dónde me encuentre, en qué circunstancias de mi vida: «El reino de los cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña. Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: - Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido. Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde e hizo lo mismo». Jesús habla de un Dios que sale a buscar al hombre. Que no me espera en su atalaya sino que llega hasta el lugar donde me encuentro. No una vez, sino muchas veces. Al amanecer. A mediodía. A media tarde. Al caer la tarde. El evangelio dice «Salió de nuevo». Es un Padre que una y otra vez sale a buscar a los hombres. Que no se da por vencido. Jesús mismo hace eso en la tierra. Llega hasta los caminos y sale al encuentro del hombre. No se sienta a esperar. Llega al lago y busca a los pescadores. Se hace el encontradizo con los discípulos de Emaús. Dios sale a buscarme en todas las horas de mi vida. Me gusta mirar así a Dios. Él busca a cada uno. Cada uno tiene una hora en la vida. Y Dios da mil oportunidades. Eso me da paz. Siempre me ha dado miedo dejar pasar a Dios y no verlo. ¿Por qué temo? Dios volverá a buscarme. Llama a todos. Me busca por los caminos. Busca a los distintos hombres en distintos momentos de su vida. A unos los encuentra siendo niños. En medio de una familia que cuida la fe. En ese amor de padres que es reflejo de un amor de Dios infinito. Es el amanecer de la vida. A otros los llama en medio de una crisis de juventud, cuando no saben qué hacer con sus vidas. Es el mediodía de su camino. Todo por delante. A otros los busca en una cruz o en una bendición muy grande, pasados los años. O en una encrucijada de su vida cuando han tocado el fracaso. A otros los llama al descubrir el amor verdadero en medio de su camino. O al encontrarse con un miedo profundo cuando todo estaba en paz y lleno de calma. Puede ser ya la media tarde de sus vidas. A otros, frente a la enfermedad o la muerte, viene a llamarlos. Es la última hora del día en la surgen las preguntas más verdaderas. Al caer la tarde. Para todos tiene el mismo amor, la misma propuesta, el mismo deseo, la misma pregunta. Dios sale a buscarme a mí a todas las horas del día. Aunque diga que no por la mañana. Vuelve a invitarme por la tarde. Nunca es tarde para mí. Nunca se me ha pasado mi momento. Dios sale de nuevo a buscarme. Me llama, me invita. Por la mañana, cuando mi vida está llena de esperanza. A mediodía cuando vivo ajetreado. A media tarde cuando estoy cansado, o triste, o lleno de dudas. Sale también en medio de mi noche, cuando sólo tengo preguntas. Dios llega de nuevo, y me ama igual. No me dice que he perdido el tiempo por los caminos. Se alegra igual si llevo toda la vida o si acabo de llegar. Siempre hay un sitio para mí junto a Él, a su lado. Su amor es sin medida. Eso lo tengo claro. Quiero creerme que Dios es así conmigo. Para poder ser yo igual con los demás. Para acercarme de nuevo al que me ha herido, y llamar con pasión al que me ha fallado, y buscar con ternura al que ha huido dejándome solo. Quiero hacer como Él hace conmigo. Yo quiero ser así. Me cuesta mucho porque mi mente estrecha tiende a pensar que Dios es como yo. Que premia o castiga según los méritos. Que mira el reloj, la hora del día, y juzga. Pero Dios siempre me desborda. Porque me da todo aunque yo no dé nada. Para Él, es curioso, un minuto a su lado vale toda la vida, y toda mi vida se mide en un minuto. Y Él, sale de nuevo a buscarme, una y otra vez, en todas las horas de mi vida. ¿Cuál es mi hora en la que Dios me llama en este momento?

A Dios no le preocupa si es pronto o tarde cuando me encuentra en la vida. Pero sí que se sorprende si han pasado los años y sigo ahí parado, sin hacer nada. Porque quiere que yo sea feliz y que mi vida encuentre su sentido: «Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: - ¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar? Le respondieron: - Nadie nos ha contratado. Él les dijo: - Id también vosotros a mi viña». Me invita a trabajar en la viña. No le importa cuántos talentos tengo. No me pregunta cómo es mi vida. Me llama como soy, donde estoy. Sin tratar de cambiarme. Sólo quiere que deje de estar parado sin hacer nada. Parado, quieto, esperando. Hoy hay mucha gente que vive parada sin hacer nada en medio del camino. Hay muchos que corren sin perseguir un objetivo, de un lado a otro. Pero sin metas concretas, sin cambios posibles. Sólo viven cuidando su vida. Su cuerpo. Su descanso. Sus planes. Pero permanecen quietos, sin hacer nada por otros. Sin ampliar su campo de interés. ¿Para quién vivo? Esta pregunta surge hoy en mi corazón. ¿Para quién me cuido? ¿Para quién trabajo? No quiero que Jesús me mire y me pregunte sorprendido: ¿Qué haces ahí parado? Me da miedo no hacer nada por nadie. O no hacer lo suficiente por los demás. ¡Cuántos pecados de omisión! Lo que Jesús quiere es que me ponga en camino hacia Él. Que deje mi comodidad y mis egoísmos. Que salga de mi rutina y amplíe mi corazón. Para que en él quepan los que están solos, los marginados. Los pobres, los enfermos. Los heridos. Los niños y los viejos. Lo poderosos y los impotentes. Todos. Quiere que no me deje llevar por la pereza. Por la desidia. Venzo mi pasividad para salir de mí. Puede que quizás esté parado. ¿Por qué no avanzo? ¿Por qué no me muevo? ¿Por qué no hago nada por nadie? No lo sé. A veces el miedo a confundir el camino. Otras el egoísmo y la comodidad. Otras el miedo al fracaso. En ocasiones veo que mi corazón está lleno de cosas, saciado. Pero se encuentra vacío de Dios. El otro día leía: «Cuando nos comprometemos a emprender el camino espiritual lo primero que el Espíritu Santo hace es sacar de en medio la basura emocional que llevamos almacenada dentro de nosotros, porque desea llenarnos completamente y transformar la totalidad de nuestro cuerpo y mente para que sea un instrumento flexible del amor divino»[5]. Quiero emprender ese camino espiritual. Dejar atrás los miedos y egoísmos. Vaciarme de mi basura. Y dejar que la corriente del Espíritu Santo en mí me ponga en camino. Jesús viene donde yo estoy. ¿Qué hago ahí parado? Le sigo. No me escondo buscando excusas. No digo: «Ahora no. Más tarde». ¡Cuánto miedo me da el compromiso! El miedo a perder mis tiempos libres, mis horas sagradas de asueto, mi paz lograda. Me encuentro con personas que buscan desesperadamente que nada altere sus planes. Yo mismo caigo en eso tantas veces. He edificado un muro entre Dios y mi vida. Para que no me encuentre. Para que no me pregunte por qué no me he movido al caer ya la tarde. El otro día leía: «Somos, cada uno a nuestro modo, un campo de batalla. Tenemos resistencias. Un yo a veces excesivamente abultado se convierte en barrera que nos impide ser alcanzados por Dios, y abrirnos a los otros»[6]. Quiero vivir con pasión la tensión de vivir en medio del mundo. La tensión de saber que la mies es grande y los obreros pocos. Y le hago falta a Dios en los hombres. Y no quiero estar quieto pensando en mí, en mis deseos y gustos. No. «Caritas Christi urget me». Esa frase de S. Pablo siempre me conmueve. El amor de Cristo me urge. Me lleva a actuar, a amar, a darme. El amor verdadero es difusivo. No se esconde. No se guarda. No tiene límites. No pone barreras para contener el agua. Lo da todo. No espera nada como recompensa por la entrega generosa. Ese amor es el que quiero que esté en mi alma. Porque conozco personas que son así. Y no tienen límites. Y siempre están disponibles. Y como me decía alguien: «Si hubiera que pagar a esta persona por todo lo que hace, no habría dinero en el mundo para compensarla». Así es el amor verdadero. No es un amor medido, cuantificable. Un servicio por el que se pueda pagar algo. El amor no tiene precio.

Jesús me promete pagarme un denario por mi entrega. Un buen precio. Suficiente. Yo estoy de acuerdo. Es verdad que no le importa la hora del día en la que empiezo: «Cuando oscureció, el dueño de la viña dijo al capataz: - Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros. Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno». Me pagará lo mismo a mí que al que lleva desde el amanecer trabajando. A mí que al que llegó al final del día. Muchas horas. Pocas horas. No importa. No me comparo. Creo que no es bueno hacerlo. Yo trabajo desde que fui llamado. Desde que me encontró Jesús a la vera del camino. Recuerdo en qué momento del día fue y recuerdo también el momento de mi alma turbada. Sé muy bien cómo me encontraba. Lo que sentía. Lo que buscaba. Vino a mí y me invitó a estar con Él. Me llenó de paz. Por eso yo trabajo por amor a Jesús que me dijo un día que viviera con Él. Que compartiera sus días y sus noches. Sin un lugar donde reclinar la cabeza. Aunque me olvido y la reclino. Y busco el descanso. Y me regodeo en el mundo. Como una tela de araña que me atrapa. Quiero darme con más libertad. No puedo olvidar el amor que me llama. Dejo de pensar en el pago que recibiré al final del día. Eso no es lo que me importa. Es lo de menos. Dios es siempre fiel. No se puede pagar el amor que uno entrega. No tiene precio. Es a cambio de nada. Como el de Jesús. Ese mismo amor al que me invita en medio de mi tarde. Dice el Papa Francisco: «Fuimos alcanzados por un amor previo a toda obra nuestra, que siempre da una nueva oportunidad, promueve y estimula. Si aceptamos que el amor de Dios es incondicional, que el cariño del Padre no se debe comprar ni pagar, entonces podremos amar más allá de todo, perdonar a los demás aun cuando hayan sido injustos con nosotros». Quiero un amor así. No me gano el denario con mi esfuerzo. Es gratuidad. No me gano el cielo, ni la santidad. Me doy porque mi vida es más feliz si trabajo desde el amanecer. Sin perder una sola hora. No soy feliz cuando permanezco en la plaza sin hacer nada. Soy más feliz cuando me entrego. No cuando me guardo por miedo a perder la vida. Soy feliz cuando vivo pensando en lo que puedo dar, no en lo que recibo a cambio de mi sí. Esa entrega mezquina es la que mata el alma y ahoga el amor. Me comparo con los que trabajan menos que yo muchas veces. Y los juzgo. Juzgo al vago y al perezoso. Al miedoso y al cobarde. Me creo mejor por llevar horas trabajando y pienso que la recompensa que me espera al final del camino será mucho mayor. Imagino la felicidad de mi Padre al verme llegar cargado de méritos. Vislumbro su rostro conmovido. Su mirada de admiración. Mi orgullo. De nuevo mi orgullo es fuerte. No me deja ser libre. No quiero entregarme y amar por la promesa de un denario. No quiero ser tan mezquino. La vida vale más que eso. Mi vida es mucho más que eso. Me entrego porque Jesús quiere que lo haga, porque al hacerlo seré más feliz. En la casa de mi Padre podré trabajar con el sudor de mi alma, entregándolo todo. Compartiendo sus bienes. Disfrutando del día en la viña. Sin quejarme del esfuerzo ni del sol. Conozco a una persona que siempre me comenta: «Ha sido un día durísimo». Así un día tras otro. Me da pena porque me mira con ojos cansados. Y yo casi siento compasión por su esfuerzo, por su día tan duro. Pero es curioso, en su mirada descubro sólo agobio y ni una gota de alegría. Es demasiado pesada su carga tal vez. No lo sé. Su viña es un campo de batalla demasiado duro. Y me duele por él. Porque no vive feliz en la casa de su Padre. Se queja de los que no están trabajando. Los llama vagos, mezquinos, mediocres. Se compara con ellos. Se siente más poderoso y mejor que ellos. Más justo. Más bueno. Pero no es feliz. Siempre cuenta una nueva caída de alguien en medio de la vida. Sonríe. Quizás se siente mejor por haber sido fiel una hora más, no como otros. Un día más. No disfruta la vida en la viña. Se queja de estar tan solo. Y de la gente que tanto demanda. Y no hay gotas de alegría en su mirada. Y me apena el ver una entrega tan fuerte vivida con amargura. Y pienso que yo no quiero vivir así. Lo decido hoy de nuevo. Sonrío. Estoy feliz en la viña. No ha sido un día duro. No merezco más de lo recibido. Estoy feliz. No me quejo. No miro a mi alrededor juzgando a los que están sin hacer nada en la plaza. Voy a la viña de nuevo por la mañana. Soy feliz allí donde soy pleno. Y sonrío. Y una fuente de alegría brota de mi alma.

En la parábola algunos protestan porque ven injusto recibir sólo un denario: «Entonces se pusieron a protestar contra el amo: - Estos últimos han trabajado sólo una hora, y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno». La semana pasada pensaba en un defecto de Jesús. Jesús no sabe contar. No entiende de matemáticas. Noventainueve ovejas valen lo mismo que una sola oveja perdida. No tiene sentido. Dios rompe mis esquemas y me enseña una manera de vivir generosa, sin medida, sin tacañería. Su amor infinito a cambio de nada. ¿Me creo que Dios es así? ¿No es verdad que creo que me merezco más que otros que aparentemente están más lejos de Dios? ¿No es cierto que a veces me siento orgulloso por llevar más tiempo a su lado y desprecio al recién llegado? No conozco a Dios. No entiendo sus defectos. Me cuesta que no cuente. Porque yo sílo hago. Yo mismo no me atrevo a acercarme a Dios si no he cumplido, porque pienso que no me querrá tanto como cuando me siento puro. Las parábolas de Jesús tienen un misterio especial. Jesús habla de lo cotidiano. Se refiere a lugares comunes para ellos. Él siempre toca la vida, toca mi propia vida. No me habla de teorías que me son lejanas. Hoy habla de un viñador y de viñas. Habla de empresarios y trabajadores que necesitan dar de comer a su familia. Es algo conocido. Algo que encaja. Es lógico necesitar trabajadores. Es normal querer trabajar. Jesús llama la atención de los que lo oyen. Algunos se identifican. Varios están viviendo algo parecido. Creo que es la única manera de tocar el corazón humano: conectar con lo que el otro vive, con lo que el otro siente. Y desde ahí, regalarles a Dios. Jesús era un maestro en esta forma de hablar de lo cotidiano, tocando el anhelo de muchos. Y siempre de nuevo llega alguna sorpresa en las parábolas de Jesús. Hay algo que me confronta y me hace plantearme cosas nuevas. O estoy de acuerdo con su enseñanza o lo rechazo. Tengo que tomar partido. Jesús me habla de un Dios que toca lo humano pero que desborda mi esquema. Es como en la parábola el hijo pródigo. Todo está muy bien hasta que le hace una fiesta al hijo que vuelve porque tiene hambre. Hoy ocurre lo mismo. Todo encaja en mi esquema mundano hasta que paga lo mismo a los últimos que a los primeros. Todo va bien cuando el que es generoso es Dios. Dios sale a todas las horas y llama a todos. Eso lo acepto, me gusta, aunque es verdad que me cuesta creerlo. Me cuesta creer que me llame a mí si soy el último y me cuesta creer que llame a otros si yo creo que no se lo merecen. Pero aun así, acepto que Dios sea así. Que sea generoso. Pero ya no me parece tan bien cuando llego al final: «Él replicó a uno de ellos: - Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno? Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos». Yo, que he trabajado más, recibo igual que el que casi no ha trabajado. Me parece injusto. No recibo yo un trato especial. ¿Por qué no me paga a mí más si trabajé más? Ya no disfruto tanto de lo mío porque me comparo. Me molesta el bien del otro. Porque creo que no se lo merece. Me molesta no tener más yo que me merezco más. Y ya no disfruto de la gratuidad de Dios. Me vuelvo exigente. Quiero gratuidad para mí sólo. ¿Quién soy yo para decidir quién merece más? Sólo Dios lee el corazón, yo no tengo ni idea de la necesidad del otro, de su vida, de lo que hay en su interior. Y me permito juzgar, y creerme mejor, con más derecho. Creo que mi lugar tiene que ser mejor porque llegué antes. Y me olvido de ese Dios misericordioso que me ama cuando soy frágil, cuando vuelvo cansado derrotado por mis tonterías, cuando he pecado y pido ayuda. Su medida es distinta, se me olvida. No sabe contar las horas del día que he trabajado. No sabe calcular lo que merezco por mi tiempo de lucha y esfuerzo. Jesús tiene defectos. Jesús no lleva cuentas. Le dan igual mis huidas. Sé que Dios nunca va a cansarse de esperarme y de salir a buscarme. Y no se va agotando mi crédito. A cualquier hora tengo la casa abierta, el campo preparado, la vida en abundancia. Ojalá aprenda a mirar a Dios y no tanto a los demás. A mirar más lo que me da y no lo que les da a otros. Sería más feliz. Me gustaría ser así yo también con los demás, pero me cuesta. Dar oportunidades a todos. Volver a confiar, salir a buscar al otro de nuevo. No quiero medir, no quiero calcular. Creo que ese amor recibido y dado es lo que me hace más feliz. Jesús no lleva cuentas. Y su forma de amar, que me parece injusta, es la más justa y verdadera. Da a cada uno lo que Él quiere. Son sus denarios. Su corazón está lleno de amor.  Quiero ser así de generoso. Amar sin medir. Dar sin esperar nada. Amar sin compararme.
 

[1] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios
[3] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[4] J. Kentenich, Niños ante Dios
[5] Thomas Keating, Mente abierta, corazón abierto.
[6] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo