Estuve en un sitio este verano. Una gran casa en la que viven mujeres que han entregado su vida a Dios para servirle, amarle, adorarle y con su vida entregada, su oración, su trabajo… acercar a otros, acercarnos a todos al amor de Dios.
 
Son mujeres de distintas edades pero ese día concreto las protagonistas eran muy jóvenes.
 
Iban a dar un paso adelante en su vocación y lo celebraban con una fiesta a la que habían invitado a sus familias y amigos. Éramos muchos.
 
Lo primero que hicimos fue asistir a la Santa Misa, como es natural. Celebrada sin prisa, respetando, amando y disfrutando la Liturgia, que nos ayuda a comprender –en la medida de lo posible- el Misterio.
 
Había mucha luz, flores en el altar, cantos; solemnes unos, en Latín; modernos otros con guitarras, todos encaminados a alabar al Señor, darle gracias, encendernos en el amor. Disfruté mucho esa Eucaristía.
 
Después vino el resto de la fiesta, la que los niños estaban esperando impacientes porque sabían que había merienda y chuches y que en esa casa todo está muy rico.
 
Para mi sorpresa –aunque en ese contexto cada vez me sorprende menos, la verdad- me encontré con una familia conocida cuya hija estaba de celebración y fue  muy emotivo porque toqué con las manos la realidad de que la Iglesia es la familia de los hijos de Dios.
 
Compartir ese acontecimiento espiritual establece un vínculo muy fuerte y especial, une a las personas de una forma que no sé explicar con palabras; quien lo haya vivido me entenderá.
 
Tras la merienda, los corrillos y presentaciones llegaron las actuaciones de aquellas jóvenes, canciones, bailes, mucha risa …
 
Y por desgracia el final. De lo a gusto que estaba no quería irme.
 
Me vino a la cabeza la frase de Pedro tras la transfiguración del Señor: “Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas (…)” (Lucas 9, 33)
 
Pero ver los ojos brillantes y las sonrisas luminosas de aquellas jóvenes, y de las otras menos jóvenes, llenaba el corazón de gozo.
 
Y me fui de allí glorificando a Dios y dándole gracias por su grandeza y por la variedad de carismas y caminos que Él mismo ha suscitado en su Iglesia.