El precio de la grandeza
 es la responsabilidad.
-Winston Churchill-
 
Aunque se lo asignan a muchas personalidades históricas, a mí me lo contaron así. 
          Un día le presentaron a Alejandro Magno un soldado acusado de cobardía en la batalla. 
          ─Me han dicho que te comportas como un cobarde. ¿Cómo te llamas?
          ─Me llamo Alejandro, señor.
          ─¿Y no sabes que yo, tu rey, me llamo también Alejandro?¡Cambia, pues, de nombre o cambia de conducta!
 
          Desgraciadamente, a muchos que se dicen creyentes, contemporáneos nuestros, se les puede plantear la misma disyuntiva: cambia de conducta o deja de llamarte católico. 
          ¡Cuántas veces la conducta equivocada o cobarde o no consecuente de algunas personas, aparentemente buenas, ha causado grave escándalo en muchos! 
          De lo que todos (todos: los de arriba y los de abajo) hagamos o dejemos de hacer, se seguirá daño o beneficio para los que nos rodean. He aquí una responsabilidad personal e intransferible que no se puede eludir con disculpas egoístas y comodonas. Los demás están mirando, están esperando, son eminentemente receptivos y reciben lo que ven con los ojos, aunque no medien palabras.
 
          Y, como creyentes, sabemos que, además del valor humano, nuestros actos tienen una trascendencia misteriosa, pero real y formidable que podríamos llamar de «trasmundo»: nuestras acciones repercuten en lo eterno. 
          En esta vida, las acciones ─y omisiones─ escriben nuestra vida para la eternidad. Muchas cosas terminan con la muerte del hombre; pero «sus obras le siguen». Son su patrimonio, su valor y su medida para lo eterno. 
          Creyentes hay cuyo norte no es el Amor sino el egoísmo. Y viven mediatizados por el encogido y raquítico «yo». Cualquier esfuerzo les da pereza y su norma de vida es el capricho.
 
          Son creyentes invadidos por la frivolidad de su inconstancia, educados en lo fácil e inmediato, aniñados, frutos de una educación carente de tesón y vencimiento propio. 
          Se están perdiendo lo mejor de la vida, la plenitud de una vida de servicio, generosa, que forja el carácter en la entrega al prójimo y vive en la felicidad, esa felicidad completa que se experimenta cuando nos pasamos la vida derramándola hacia los demás en busca de su mayor bien. 
          Hay que agarrarse a la Virgen para que ella nos haga consecuentes y no caigamos en la disyuntiva del mal soldado:
 
          ─Tú, ¿católico?
          ─O cambias de nombre o cambias de vida.