La crisis económica, que cada vez se revela más como lo que realmente es, una verdadera crisis de valores, nos ha puesto de bruces ante uno de los grandes problemas de España, la del ínfimo nivel de su enseñanza. Por simplificar la cuestión y referirnos sólo al concepto más clarificador de cuantos podemos utilizar, el denominado “fracaso escolar” o incapacidad de los alumnos de alcanzar la educación secundaria, el informe de la OCDE llamado PISA, informa de que dicho fracaso duplica en España la media de nuestro entorno más cercano, el 31% frente al 15% de la media europea, ranking en el que sólo dos países europeos, Malta y Portugal, nos superan.

 

            La reforma de la educación en España se debate entre dos polos, el de educar votantes y el de educar ciudadanos. Hasta la fecha, el primero es el único que conoce realizaciones, con la ideologización de la enseñanza; la introducción de asignaturas que forman la voluntad como EPC y la eliminación de las que forman el pensamiento como religión; la retirada de símbolos; la lengua vehicular; el igualamiento del rasero por abajo; el pase de curso sin consideración de los resultados... medidas que, llamemos a las cosas por su nombre, no son casuales sino premeditadamente dirigidas a configurar una generación muelle y sin espíritu alguno de crítica, gracias a cuyo voto algunos aspiran a eternizarse en el poder.

 

            El segundo polo, aquél que debería constituir el verdadero objeto de una reforma de la educación en España, está totalmente desatendido y pasaría por restablecer la calidad de la enseñanza y la recuperación de los valores que son universales si lo que realmente se pretende es formar ciudadanos y no votantes: la disciplina, el esfuerzo, el trabajo, el sacrificio, el mérito, el premio, el castigo, la calidad, la selección...

 

            Desde el Gobierno, sin mencionar los obstáculos que él mismo opone, se invoca incesantemente al consenso inalcanzable para justificar la falta de medidas para paliar el problema. Pero el consenso aquí es irrelevante, y decae ante lo que es el verdadero quid de la cuestión: los contenidos de una reforma en el sentido de formar ciudadanos que ya no puede esperar más si queremos sacar a España del atolladero en que se encuentra, contenidos que son innegociables. Y todo consenso para diseñar una reforma de la enseñanza que no atienda a los mismos, no es sólo irrelevante, es incluso indeseable.