El escaso entusiasmo con que la derecha política española defiende al catolicismo tiene una explicación intelectual: la fe, aunque patrimonio de los sencillos, requiere capacidad de análisis para discernir entre el bien y el mal. Y en el PP no van sobrados de entendimiento teologal. Ni del otro tampoco. Basta con escuchar a Andrea Levy, quien dice que se hizo revolucionaria cuando leyó La casa de Bernarda Alba, que es como decir que se aficionó a veranear en San Sebastián cuando vio Escuela de sirenas o que se planteó ser choferesa del Papa tras asistir a una proyección de Sor Citroën.
He escuchado tonterías mayores, por supuesto, pero en boca de Arévalo. Que la menos transgresora de las obras de García Lorca inoculara a la vicesecretaria popular el virus del Che dice mucho de la predisposición de esta chica pija a quedar bien con la izquierda sin tener en cuenta que el autor de cabecera de la izquierda no es García Lorca sino Gorki. Además, ahora que mandan las mujeres habría que recordarle que el drama de Federico es un alegato contra el matriarcado y no contra el hombre, si bien es cierto que el feminismo militante, que todo lo aprovecha para la causa, acaba de otorgar al marido de Juana Rivas, la dama se esconde, el papel de Pepe El Romano.
Entre los políticos de la derecha todavía no he escuchado a ninguno citar a la Biblia como su libro de mesita de noche. Debe de ser porque no lo es. Y eso se nota en la gestión política: permisividad con el aborto, debate sobre los vientres de alquiler y aceptación del matrimonio homosexual. Todo sea por parecer progresistas, para los cuales la revolución es mejor que el orden y cenar a las nueve es peor que tomar algo a las cinco de la madrugada tras regresar de una juerga. Sin Dios como norte, el PP cada vez se parece más al PSOE. Y ya se sabe que un socialista no es más que un antisistema que se ducha.