Grandeza del sacerdocio y tensión espiritual: en íntima unión con Dios, con corazón libre, y al mismo tiempo sumergido de lleno en el contacto con los hombres, al servicio de la Iglesia.
 
Es un hombre de Dios: su vida, sus afectos, sus intereses, están siempre y en todo ordenados primero a Dios, con una plegaria continua, la liturgia vivida, la oración personal. Lleno de Dios, se acerca a los hombres, a los fieles cristianos, para ser testigo, padre, maestro, hermano, santificador, consuelo.
 
 
Las esencias del ministerio sacerdotal deben preservarse de todo contagio, de toda mentalidad secularista, o de la mirada horizontalista, que todo lo quiere humanizante con falso humanismo, o del activismo que rompe la unidad personal y poco bien hace.
 
¡Sacerdotes de Cristo para la Iglesia! Siempre son un don.
 
 
"Conocemos vuestra dedicación al ministerio  y las ansias de vuestro apostolado.
 
 
                Conocemos también el respeto y reconocimiento que suscitan en tantos fieles vuestro desinterés evangélico y vuestra caridad apostólica. También conocemos los tesoros de vuestra vida espiritual, de vuestro coloquio con Dios, de vuestro sacrificio con Cristo y vuestras ansias de contemplación en medio de la actividad. Nos sentimos impulsados por cada uno de vosotros a repetir las palabras del Señor en el Apocalipsis: “Scio opera tua, et laborem, et patientiam tuam” (2,2).
 
 
                ¡Qué conmoción, cuánta alegría nos proporciona esta visión; qué reconocimiento! Os lo agradecemos y os bendecimos, en el nombre de Cristo, por lo que sois y por lo que hacéis en la Iglesia de Dios. Vosotros sois, con vuestros obispos, sus obreros de mayor valía, sus columnas, sus maestros, sus amigos y los dispensadores directos de los misterios de Dios (cf. 1Co 4,1; 2Co 6,4).
 
 
 
               Deseábamos abriros esta plenitud de nuestro corazón para que cada uno de vosotros se sepa y se sienta apreciado y amado; y goce de estar en comunión con nosotros en el gran designio y en el duro esfuerzo del apostolado.
 
 
                No se trata de una visión miope ni irenista. Junto a una multitud de sacerdotes que encuentran en su ministerio la serenidad y la alegría, cuya voz no se deja oír con tanto clamor como otras, sabemos que existen no pocas situaciones dolorosas. En un sector del clero hay una inquietud  y una inseguridad en su propia condición eclesiástica. Piensa que ha sido puesto al margen de la moderna evolución social.
 

Crisis en los tiempos actuales

 
                Es cierto, los sacerdotes no están inmunizados de las repercusiones de la crisis de transformación que sacude hoy al mundo. Como todos sus hermanos en la fe, experimentan también horas de oscuridad en el camino hacia Dios. Más aún, sufren por el modo tantas veces parcial con que son interpretados e injustamente generalizados ciertos hechos de la vida sacerdotal. Pedimos, pues, a los sacerdotes recuerden que la situación de todo cristiano y en particular la de ellos, será siempre una situación de todo cristiano y en particular la de ellos, será siempre una situación de paradoja y de incomprensión ante los ojos de quienes no tienen fe. La situación actual debe invitar, por tanto, al sacerdote a profundizar en la propia fe, esto es, a tomar conciencia cada vez más clara de quién es él, de qué poderes está investido y qué misión le ha sido confiada. Amadísimos hijos y hermanos, Nos pedimos al Señor que nos haga aptos y dignos de ofreceros alguna luz y algún consuelo.
 
 
                Decimos a todos los sacerdotes: no dudéis jamás de la naturaleza de vuestro sacerdocio ministerial, el cual no es un oficio o un servicio cualquiera que pueda ser ejercido por la comunidad eclesial, sino un servicio que participa de un modo particularísimo, mediante el Sacramento del Orden, con carácter indeleble, de la potestad del sacerdocio de Cristo (LG 10 y 28).
 
 
                Podemos, por tanto, poner de relieve algunas dimensiones propias del sacerdocio católico. En primer lugar, su dimensión sagrada. El sacerdote es el hombre de Dios, es el ministro del Señor; puede realizar actos que trascienden la eficacia natural, porque obra “in persona Christi”; a través suyo pasa una virtud superior, de la cual él, humilde y glorioso, es, en determinados momentos,  instrumento válido; es cauce del Espíritu Santo. Entre él y el mundo divino existe una relación única, una delegación y una confianza divina.
 
 
                Sin embargo, este don no lo recibe el sacerdote para sí, sino para los demás: la dimensión sagrada está ordenada totalmente a la dimensión apostólica, es decir, a la misión y al ministerio sacerdotal.
 
 
                Bien lo sabemos: el sacerdote es un hombre que vive no para sí, sino para los otros. Es el hombre de la comunidad. Éste es el aspecto de la vida sacerdotal mejor  comprendido actualmente. Hay quien encuentra en él la respuesta a las cuestiones hirientes acerca de la supervivencia del sacerdocio en el mundo, hasta el punto de preguntarse si el sacerdote tiene todavía razón de ser. El servicio que realiza a favor de la sociedad, especialmente de la eclesial, justifica ampliamente la existencia del sacerdocio. El mundo lo necesita. La Iglesia lo necesita. Y al decir esto cruza ante nuestro espíritu toda la serie de necesidades humanas. ¿Qué personas no tienen necesidad del anuncio cristiano, de la fe y de la gracia y de alguien que se les dedique con desinterés y con amor? ¿A dónde no llegan los confines de la caridad pastoral? ¿No es quizá allí donde menos se manifiesta el deseo de esta caridad donde más necesidad hay de ella? Las misiones, la juventud, la escuela, los enfermos y, con una urgencia más marcada, el mundo del trabajo de hoy constituyen  un llamamiento continuo al corazón del sacerdote. ¿Dudaremos todavía de que nos falte un puesto, una función y una misión en la vida moderna? Más bien diremos: ¿Cómo responder a cuantos tienen necesidad de nosotros? ¿Cómo equilibrar con nuestro sacrificio personal el aumento de nuestros deberes pastorales y apostólicos? Acaso  nunca como ahora la Iglesia ha tenido conciencia de ser conducto indispensable de salvación, ni el dinamismo de su “dispensatio” fue en el pasado tan grande como en la hora presente; y ¿nos vamos a forjar la ilusión de admitir por hipótesis un mundo sin la Iglesia y una Iglesia sin ministros preparados, especializados, consagrados? El sacerdote es de por sí la señal del amor de Cristo hacia la humanidad y el testimonio de la medida total con que la Iglesia trata de realizar ese amor que llega hasta la cruz.
 

La vida interior del sacerdote

 
                De la conciencia viva de su vocación y de su consagración como instrumento de Cristo para el servicio de los hombres nace en el sacerdote la conciencia de otra dimensión: la místico-ascética que define su persona. Si cada cristiano es templo del Espíritu Santo, ¿cuál ha de ser la conversación interior del alma sacerdotal con la Presencia que en él mora y que lo transfigura, lo estimula y lo embelesa? Son para nosotros los sacerdotes estas palabras apostólicas: “Habemos... thesaurum istum in vasis fictilibus, ut sublimitas sit virtutis Dei et non ex nobis” (2Co 4,7). Hijos y hermanos sacerdotes: ¿cómo se afirma y se alimenta en nosotros esta conciencia? ¿Cómo arde en nosotros la llama de la contemplación? ¿Cómo nos dejamos atraer de este íntimo punto focal de nuestra personalidad haciendo una pausa en las ocupaciones exteriores para dedicarla a una conversación interior? ¿Conservamos el gusto de la oración personal, de la meditación, del breviario? ¿Cómo es posible esperar que nuestra actividad alcance su máximo rendimiento si no sabemos beber en la fuente interior del coloquio con Dios las energías mejores que sólo  Él puede dar? Y ¿dónde vamos a encontrar la razón fundamental y la fuerza suficiente para el celibato eclesiástico sino en la exigencia y en la plenitud de la caridad difundida en nuestros corazones consagrados al único amor y al total servicio de Dios y a sus designios de salvación?
 
 
                Pero las estructuras, dicen algunos, no son hoy tales como para realizar efectivamente esta entrega fecunda y exaltante. Aquí está la cuarta dimensión del sacerdocio: la eclesial. El sacerdote, no es un ser solitario, es miembro de un cuerpo organizado: la Iglesia universal, la diócesis, y en el caso típico, superlativo diremos, su parroquia. Es la Iglesia toda la que debe adaptarse a las nuevas necesidades del mundo; la Iglesia, celebrado el Concilio, se encuentra empeñada en esta renovación espiritual y de organización. Ayudémosla con nuestra colaboración, con nuestra adhesión, con nuestra paciencia. Hermanos e hijos carísimos, ¡tened confianza en la Iglesia! ¡Amadla mucho! Es ella el término directo del amor de  Cristo: dilexit Ecclesiam (Ef 5,25). Amadla también con sus límites y defectos. No, en verdad, por razón de los límites y defectos, y quizá también de sus culpas, sino porque sólo amándola podremos hacerlos desaparecer y contribuir más al esplendor de su belleza de esposa de Cristo. Es la Iglesia la que salvará al mundo, la Iglesia que es la misma hoy como ayer, como lo será mañana, y que encuentra siempre, guiada por el Espíritu y por la colaboración de todos sus hijos, la fuerza de renovarse, de rejuvenecerse y de dar una respuesta nueva a las nuevas necesidades.
 
 
                Pensamos en tantos sacerdotes que, con un esfuerzo metódico, en orden al acrecentamiento espiritual, se encuentran empeñados en el estudio de la palabra de Dios, en la fiel y recta aplicación de la reforma litúrgica, en la ampliación del servicio  pastoral a los humildes y a los hambrientos de justicia social, en la educación del pueblo en la paz y en la libertad, en el acercamiento ecuménico de los hermanos cristianos separados de nosotros, en el cumplimiento humilde y diario de los deberes que tienen asignados y, sobre todo, en el amor radiante a Nuestro Señor Jesucristo, a la Virgen, a la Iglesia y a la humanidad entera. Y por ello recibimos consuelo y edificación" 
 
(Pablo VI, Mensaje a los sacerdotes, 30-junio-1968).