Sabiduría 12, 13. 16-19; Romanos 8, 26-27; Mateo 13, 24-43

«Aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; y vienen los pájaros a anidar en sus ramas»
«Sólo Dios puede salvarme y sacarme de mi abismo. Necesito verme débil y necesitado y suplicar su salvación. Mirarlo a Él desde mi debilidad para que venga a mí. Mi miseria es mi cizaña»
 
Me gusta mi vida cuando la controlo absolutamente. Cuando abarco sus aristas y sus vértices. Cuando conozco todas sus subidas y bajadas. Sus horarios exactos. Sus rutinas sagradas. Su perfecta cadencia. Su armonía. Sus sinsabores y sus alegrías. Sus luces y sus sombras. Su música tranquila. Sus risas y sus lágrimas. Me gusta la vida cuando abarco todo, o al menos es lo que creo. Cuando me levanto tranquilo y pienso que controlo mis horas, mis movimientos, mis palabras, mi agenda, mi paz. Cuando me acuesto cansado y feliz por el trabajo realizado. Cuando amo despacio. Cuando me duelen las ofensas y digiero a penas los tragos difíciles. Cuando me alegran los éxitos y me entristecen las críticas. Esa vida que a veces sostengo entre mis manos pensando que soy yo quien la dirige. Pero otras veces veo cómo fluye como un río en caída entre mis dedos. Sin querer retener el tiempo. Sin pretender controlarlo todo. Porque no lo controlo. Esa es la verdad. La vida no es controlable. Pierdo el orden. Y me dan miedo los días que se llevan mis planes por delante, sin poder evitarlo. Tiemblo al no poder medir todos los tiempos, al no poder dominar las fuerzas de las aguas. Al sentir que los días pasan rápidos o lentos, sin que yo me dé cuenta. No sé bien lo que quiero. Sólo sé que no quiero que mis sueños se apaguen. Y no deseo nunca que mis lágrimas duren. Que pase la amargura. Que muera la tristeza. Y si algún día pierdo ese suelo que habito, en el que echo raíces. Sólo quiero en su lugar otro suelo más firme. Y si me asusta el viento, ese que no controlo, ni sé de dónde viene. Ese viento que a veces turba mis pensamientos y se anida en mi alma despertando nostalgias, acumulando dudas. Ese viento que surge de palabras, de juicios, de desprecios. Ese viento del mal que me hiere por dentro cuando yo no lo quiero. Sólo quiero que cese y venga la calma pronto. Y regrese yo a mi centro para encontrar a Dios, tranquilo, en un abrazo eterno. Beso las emociones que desfilan por mi alma. Sin querer hoy cambiarlas. Sin retener sus fuerzas. Es ese mar revuelto en el que a ratos vivo. No temo lo que hay debajo de mi aparente calma. De mi piel que protege mi corazón lleno de vida. Porque lo sé. Lo vivo: «Nadie es feliz si no siente emociones. La felicidad de verdad se hace imposible si eliminamos nuestras emociones. Si las reprimimos. Para ser feliz lo que hay que hacer es simplemente aprovecharlas, conducirlas, sacarles rendimiento, para que nos lleven hasta la felicidad que tenemos mucho más al alcance de lo que sabemos. Las emociones nos abren las puertas de la felicidad, si las hemos sabido educar, como un perro lazarillo, para que nos guíen hasta las puertas acertadas»[1]. No quiero controlar la vida en todas sus aristas. No quiero acallar el llanto, ni calmar la risa. No quiero no sentir para vivir tranquilo y no sufrir demasiado. Para no vivir con amargura. Me gustan las emociones que cambian y se quedan en el fondo del alma. Me llevan de la mano, cuando no me hago esclavo de lo que ahora siento. Y me dan la felicidad que sueño, que anhelo, cuando me hacen mirar más arriba, más alto. Es verdad que no sé qué tiene el alma que anhela el infinito. No le basta el presente. Tampoco el pasado. No se contenta con soñar un futuro cercano. Mi alma quiere lo eterno. Se cae, cede, se eleva. Me sorprendo a mí mismo tocando el cielo a veces, y cayendo en la tristeza cuando menos lo espero. Quiero contener en mil palabras tanto aliento. Sostener con mis manos, por un solo momento, el infinito pleno que guardo yo en el alma. El que sueño y espero. El deseo más hondo de una vida plena y verdadera. La que aún no poseo. No sé bien cómo se hace para decir su nombre. El de mi alma eterna. El de Dios en mi alma. No sé cómo hacer para sentir su risa muy dentro de mí mismo. Para abrazar ese espacio a su lado donde logro salvarme. Sin herir la hermosura que anhelo al contemplarlo. Sin manchar la belleza que yo mismo deseo. Sigo cauto el camino marcado por sus huellas. Las de Dios en mi sangre. Y elevo en un suspiro mis pies sobre la tierra. Deseo ya el reposo, cansado del camino. La paz del descanso que anhelan hoy mis manos. Ese abrazo eterno en un mar de consuelos. No sé cómo las lágrimas logran calmar mi llanto. Y retengo asustado tanta vida en mis manos. La que me han confiado. A veces torpemente. Sin hacer todo lo que puedo. Sin lograr lo que persigo. Esas vidas confiadas. Esas que me desbordan. Y mi propia vida, la que yo mismo vivo. Esa vida tan frágil como un leve suspiro. Débil como el aliento que Dios mismo me entrega. Callo cuando lo miro. Espero y tiemblo. Y tomo agradecido la vida entre mis manos. Esa vida que fluye y que ya no controlo. No quiero controlarlo todo. Quiero ser como un niño sin nombre al que Dios nombra siempre. Una y otra vez. Cada noche. Cada mañana. Acepto conmovido la vida inmerecida que descansa en mis brazos. El nombre que recibo como un beso en la frente. Y sigo mar adentro, donde ya no hay seguros. Ese mar sin orillas en el que tengo miedo. Dejada atrás la playa. Camino, me hundo. No sé qué tiene mi alma, que anhela el infinito. Que corre por las olas donde ya no me hundo. Cuando Él, entre vientos que me asustan muy dentro, logra imponer la paz y me alza entre sus manos. Ya no tiemblo.

A veces no sé bien qué es lo que más me conviene. Hoy me lo vuelven a decir: «Porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene». La vida pasa rápido y pido tantas cosas que no siempre son buenas. Me interesan por un rato. Quiero que sucedan como yo espero. Me duele que no me salgan bien todos mis proyectos. Elijo. Decido. Hago. Sueño. No sé si todo lo que quiero me conviene. No sé bien si es lo que me va a hacer más pleno, más feliz. Pido la vida, la felicidad, la luz, el amor. Creo que me convienen. Porque es mejor la vida que la muerte, la luz que la noche, el amor que el odio. El corazón está hecho para el bien. Para hacer el bien. Para recibirlo. Estoy hecho para el amor verdadero. Para amar y ser amado. Eso me conviene. Lo sé. Pero a lo mejor no todo amor me conviene, no todo bien me hace bien. Es tan sutil la diferencia. Una persona rezaba: «Te pido perdón de corazón porque siento que podría haberte amado más. Podría haber solucionado por fin mis batallas interiores para que no me distrajeran del amor al prójimo, y no lo he hecho. A veces me siento en camino, pero otras veces no. Quiero entregarme más y mejor. Reconozco tantas veces al Espíritu luchando en mí, levantándome en confianza y entrega. Quiero seguir luchando. Te pido descubrir esa escuela de amor en mi familia, enseñar a mis hijas a educar el corazón, cada día y en lo pequeño. Te pido la paz que necesito». Pido perdón por tantas cosas que no hago bien, o que no hago, simplemente. Puedo pecar por omisión. Desaparecer y no socorrer al herido al borde del camino. Le pido a Dios una mirada más atenta. Y más valor para actuar haciendo el bien. Eso sí me conviene. No quiero dejar de hacer lo que puedo hacer. No quiero dejar de amar, cuando puedo amar más. Le pido a Dios un corazón nuevo. Me gusta el mío, pero necesito ser renovado desde dentro. Corro el peligro de aburguesarme y dejarme llevar por la corriente de la vida. Le pido a Dios más fuerza para seguir luchando, para seguir soñando. No sé si me conviene pero le pido a Jesús que me haga más fiel, que salve a los que pone en mi camino, que me dé paz en medio de mis luchas, que me dé vida para amar más y más tiempo. Creo que me conviene tener un corazón más grande y no tan estrecho. Tener más tiempo para aprovecharlo en dar la vida. Tener más alegría para sembrar más esperanza. Le pido salud para poder amar sin sentirme incapaz de hacerlo. Tampoco sé si me conviene, pero lo pido. Porque Jesús no me dice que no pida lo que no me conviene. Simplemente me invita a dejar que el Espíritu Santo pida en mí: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad. El Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios». El Espíritu me ayuda a descifrar lo que me hace bien de verdad. Pero no siempre lo logro. No acierto. Y tampoco entiendo en ocasiones por qué un bien no me conviene. Por qué la vida de los que amo no me conviene. Por qué una vida feliz no me conviene. No lo entiendo. Y a lo mejor nunca estará claro en qué sentido me conviene. En el cielo Dios me revelará tantos misterios. Hoy sigo implorando el Espíritu Santo que me dé claridad. «Se trata, nuevamente, de abrir el alma, de implorar, llenos de anhelo el Espíritu Santo para que lleguemos a ser hombres de vida sobrenatural y, de tal modo, hombres de fe, héroes de la fe»[2]. Cuanto más cerca esté de Dios, cuanto más lleno esté del Espíritu Santo, será más fácil vivir en Dios y saber lo que me conviene. ¿Qué me conviene de verdad? ¿Este camino o el otro? ¿Esta elección o una distinta? ¿Perder la vida que llevo o conservarla hasta el final? ¿Retener o dejar ir? ¿Un nuevo trabajo o el que tengo? ¿Salud siempre o una enfermedad que me haga más fuerte y humilde? ¿Tener cerca a los que quiero o dejar que se alejen? ¿Amar sin esperar nada a cambio o esperar recibir siempre algo por mi entrega? No lo sé. A lo mejor puedo confundirme cuando pido. No sé bien lo que Dios cree que me conviene. Necesito el Espíritu Santo en mi alma, más dentro. Para que no me confundan mis emociones. Para que no me deje llevar por mis apegos, por mis necesidades momentáneas. Vivo anclado en Dios para poder vivir anclado en la tierra. Me hace falta implorar más el Espíritu Santo. Para que me muestre bien lo que me conviene. Lo que tengo que hacer para ser más santo, más de Dios, sin confundirme. Pero es difícil discernir bien los pasos. El otro día leía: «La voluntad de Dios no siempre es fácil de discernir, tenemos que pesar todas sus distintas indicaciones y luego decidir. Sin embargo, en la lucha por esa certeza reconoceremos con más claridad cuáles son los obstáculos dentro de nosotros mismos para acatar su voluntad»[3]. Ese discernimiento es el que quiero hacer cada día. Saber tomar las decisiones correctas y pedir lo que me conviene. Para poder caminar de su mano y no lejos de sus deseos.

Hoy Jesús me dice que deje crecer el trigo junto con la cizaña: «El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras la gente dormía, su enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo: - Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña? Él les dijo: - Un enemigo lo ha hecho. Los criados le preguntaron: - ¿Quieres que vayamos a recogerla? Pero él les respondió: - No, que, al arrancar la cizaña, podríais arrancar también el trigo. dejadlos crecer juntos hasta la siega y, cuando llegue la siega, diré a los segadores: - Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero». Yo quiero quitar la cizaña siempre que la veo. Y dejar que se vea sólo la pureza del reino. No me acostumbro a verla crecer con el trigo. Lo malo con lo bueno. El pecado con la gracia. Lo luminoso con lo oscuro. No lo sé. Me asusta pensar que la cizaña pueda ser más fuerte que el trigo. Me da miedo que venza y al final quede sólo la cizaña. Jesús habla del mal. Pero me dice que vence el bien. Habla del enemigo que siembra por la noche. El enemigo al que Él derrota. Habla del pecado y de las malas intenciones. Y de la misericordia de Dios que todo lo sana. Habla del odio, de la ira, del engaño, de la traición, de la codicia, del egoísmo. Habla de tantas cosas que a veces hay en mi propio corazón. Y al final siempre vence su reino. En mi corazón crece la cizaña con el trigo. Yo quiero arrancar de mi vida lo que me hace pecar y alejarme de Dios. Quiero sacar de mi alma el mal y los malos pensamientos. Esas ideas negativas que me quitan la vida y no me dejan ser feliz. Quiero extirpar mi pecado. Y a veces deseo nunca más tener que confesarme de lo mismo. Otra vez mi cizaña ha crecido. Me da miedo que su poder ahogue la buena semilla que Dios siembra en mi alma. La cizaña llega como por arte de magia. Me rebelo contra mí mismo. Quiero vencer a fuerza de voluntad. Yo venzo el mal en mí. Pero no lo logro. No me gusto con cizaña. Echa a perder el paisaje perfecto de la virtud. Me niego a aceptar esas debilidades que una y otra vez me traicionan. Y Jesús me dice que la deje. Que no quiera que desaparezca del todo. ¿Por qué? Quizás para que no me crea mejor que nadie. Yo tengo mi cuota de cizaña. No soy trigo limpio. En mi interior hay esa mezcla de traiciones y pasiones. Esa raíz podrida que no me deja ser blanco y puro. Me asusto de mí mismo. Cuando me sumerjo en las aguas profundas de mi alma me da miedo lo que encuentro a mi paso. No todo es perfecto, no todo es bueno, no todo es de Dios. Quiero arrancar la cizaña. Pero Jesús me dice que si lo hago así puedo arrancar también el trigo bueno. Porque casi se confunden. Tendría que tener tanto cuidado que no merece la pena. Y me dice algo sorprendente. La cizaña no contamina el trigo. Eso es curioso. No lo ahoga, no lo mata. El trigo puede crecer junto a la cizaña sin convertirse en ella, sin perder su esencia. Eso me da tanta paz. Mi trigo sigue siendo trigo. No dejo de ser bueno aunque haya sentimientos malos en mi corazón. Pueden anidar en mí y no por eso dejo de ser bueno. Puede haber mentiras en mi corazón, pero no por ello me convierto en mentiroso. Puede haber ira y no por ello dejo de ser pacífico. Hay cizaña, lo reconozco. La mano del maligno la pone en mi interior. A veces me desconozco. Estallo con ira. O me muestro desproporcionado en mis reacciones y juicios. La cizaña está venciendo. Pero sigue creciendo el trigo. No quiero matar la cizaña. Pero tampoco quiero que crezca más que mi trigo. Soy mucho más que mi cizaña. Soy mejor que mi pecado, aunque crea a veces que no voy a ser capaz de dejar atrás mis debilidades. Nunca seré capaz de vivir sin debilidades. Mi cizaña, mi pecado, me recuerdan a quién pertenezco. Soy de Dios y sólo Él puede salvarme y sacarme de mi abismo. Sólo Dios puede levantarme cuando caigo. Pero necesito verme débil y necesitado para suplicar su salvación. Necesito mirarlo a Él desde mi debilidad para que Él venga a mí. Mi miseria es mi cizaña. Decía el P. Kentenich: «Tenemos solamente que cumplir una condición: que lo reconozcamos ante Dios. ¿Reconocer qué? No hice tu voluntad, por eso no soy digno de tu complacencia, de tu amor. Entonces este acto de autoconocimiento, de autoacusación, unido a mi debilidad y miseria, llega a ser el gran título que atrae en forma especialísima la complacencia de Dios hacia mí. Puedo, por eso, nadar siempre en la corriente de vida y de amor de Dios. Dos títulos, por tanto: por una parte la misericordia de Dios, por otra parte, mi miseria personal. Aceptación de la propia debilidad ante el Padre ¿Qué significa esto? La omnipotencia del niño y la impotencia del padre. Amor misericordioso que es despertado por el alegre reconocimiento de mis debilidades. Me glorío de mi debilidad, de la carencia de ciertos talentos. Me glorío de imperfecciones, pecados graves y gravísimos. Tras ellos hay generalmente una especial debilidad»[4]. Mi miseria, mi fragilidad, mi cizaña. Precisamente lo que me hace sufrir, lo que me lleva a creer que soy peor persona de lo que soy, es la puerta de entrada al corazón de Dios. La puerta abierta para su misericordia. Que como un río se derrama en mi alma. Cuando soy débil soy fuerte. Porque llega a mí la fortaleza de Dios para hacer más fuerte la raíz de mi trigo. No mato la cizaña. Porque si la mato corro el riesgo de caer en la vanidad, en el orgullo, en creerme mejor que nadie. Mi cizaña hace que mi trigo no parezca tan limpio. Y así puedo estar siempre en camino. Siempre creciendo. Siempre necesitando.

Tengo una gran capacidad para ver la cizaña en el corazón de los otros. Veo la viga en el ojo ajeno. Veo el pecado en la aparente virtud de los hombres. Y me decepcionan. Tantas veces me decepcionan los que creía que eran perfectos. Su pecado me escandaliza. Su actitud pasiva porque la cizaña se viste de omisión en sus vidas. Pasan delante del hombre herido con prisa. No se detienen. No sanan a los heridos. Veo la cizaña en aquellos en los que creía. Confiaba en su virtud a toda prueba y me fallan. Quiero extirpar su cizaña. Tal vez porque deseo que haya personas inmaculadas que reflejen a Dios de forma perfecta. Tal vez porque me sigue asustando la cizaña. El pecado. El mal. Y me gustaría que alguien fuera capaz de estar por encima de todo mal. Puro, inmaculado. Se me olvida que es imposible. Los hombres siempre me van a decepcionar. Porque yo mismo decepciono a otros. No quiero vivir escandalizándome del pecado de los demás. Como si sólo tuviera que haber trigo sin impurezas. Me gusta hoy escuchar: «Enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano, y diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento». En el pecado me arrepiento y soy salvado. Es la esperanza que me permite no juzgar el pecado de los otros con dureza. Quiero ser más misericordioso al mirar la cizaña en medio del trigo de los hombres. Eso me da más paz. No juzgo. Es la debilidad del corazón humano. A veces soy tan duro en mis juicios. No tolero ciertos pecados. Soy inmisericorde ante ciertas cizañas. Cuando debería ser puerta de misericordia para los heridos. Decía el P. Kentenich: «Hemos de ser los primeros en ser capaces de sanar a las personas o, al menos hacerlos independientes de su enfermedad»[5]. En la debilidad ajena veo la cizaña que yo no deseo. Quiero mirar con ternura. Como mira Jesús al que peca. Así me mira a mí, así mira el trigo y la cizaña en tantos corazones. Eso me da paz. Quiero una mirada nueva sobre la vida, sobre las personas. No quiero cambiar a nadie. Jesús es paciente, no juzga, espera. Sabe que al final sacará el trigo, al final del camino, con la cosecha. Yo quiero cambiar a las personas ya, inmediatamente. Las quiero puras, sin impurezas. Y me aparto de la cizaña que veo en algunos corazones por miedo a contaminarme. No es así. No quiero alejarme. Quiero aprender a convivir con la cizaña sin asustarme, sin juzgarla, sin querer que todo cambie de forma inmediata. Quiero amar al que peca en medio de su pecado. El amor es lo que logra sacar lo mejor de mi alma. Esa misericordia infinita de Dios que me salva en mi enfermedad. Ese amor mío por el que puedo sanar a otros. No quiero juzgar, ni condenar. No quiero apartarme de los que no son como yo. De los que no actúan como yo creo que deberían actuar. Callo y no juzgo. Quiero aprender a ver el trigo de los demás. Alegrarme con su trigo puro y fuerte. Mirar al que hace algo mal destacando lo que hace bien. Hace tiempo me hablaban de una tribu en África que tiene una hermosa costumbre. Cuando alguien hace algo que consideran incorrecto, ellos llevan a la persona al centro de la aldea y toda la tribu viene y lo rodea. Durante dos días, ellos le dicen todas las cosas buenas que él ya ha hecho. Todos cometemos errores. La comunidad ve aquellos errores como un grito de ayuda. No se quedan en su error, en su miseria, en su cizaña. Se centran en la bondad que hay en su corazón. Miran el trigo y se alegran de su vida. Dan gloria a Dios por lo bueno que hay en su alma. Esa mirada tan pura sobre los demás me impresiona. Quiero aprender a mirar así al que me hace daño. Al que me decepciona. Ver lo bueno que hace. Destacarlo y dar gracias. No quiero quedarme sólo en lo malo. Quiero ver su bondad y su pureza. No lamentarme por su cizaña. Alegrarme por lo que Dios me regala con su vida y ser capaz de decírselo. No quedarme sólo en su pecado lamentando su caída.

Hoy Jesús pone otra parábola y compara el reino con una semilla: «El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra en su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que las hortalizas, y vienen los pájaros a anidar en sus ramas». La semilla más pequeña llega a convertirse en un árbol inmenso. Me gusta pensar que el reino de Dios comienza con cosas tan pequeñas. Comienza con una palabra en el seno de María. Comienza con un sí humilde y sencillo. Comienza con mi vida que es pequeña. Porque es corta. Porque puedo hacer tan poco por facilitar que surja el reino. Pero hoy Jesús me da ánimos. Y me dice que mi vida puede ser esa semilla. Casi no se ve. Muere bajo la tierra. Y da vida a un árbol inmenso en el que los pájaros pueden anidar. Me gusta esa imagen de las ramas y los pájaros. Pueden descansar en mí. En mi alma. Si dejo que muera la semilla en mí. Puede ser fecundo el reino a partir de una vulgar semilla. La más pequeña de las semillas. Tiene que morir y desaparecer primero antes de dar vida. Así es el reino. Necesita Dios que yo desaparezca para dar fruto. Cuando me pongo yo en el centro. Cuando la vanidad ocupa el mejor lugar de mi corazón. Entonces creo que los frutos son míos. Me creo que las cosas resultan cuando yo las hago. Y vivo pensando que todo es posible gracias a mi poder. Al poder de mi influencia. Al poder de mi capacidad. El otro día leía sobre S. Ignacio de Loyola: «¿Arrogante o simple hijo de su época? ¿Bravo o pendenciero? ¿Digno o vanidoso? ¿Orgulloso o insensato? Tal vez todas esas semillas están puestas en el hombre, esperando a ver qué germina y qué se lleva el viento»[6]. Estaban en su corazón esas semillas. Como están en el mío. Puedo ser un ruin, un miserable. Puedo ser un santo, un héroe en las manos de Dios. De mí depende. Me conmueve. La semilla más pequeña que da vida. O la semilla que se lleva el viento y queda infecunda. Bravo o pendenciero. Digno o vanidoso. Orgulloso o insensato. Egoísta o generoso. Pacífico o iracundo. Alegre o amargado. Está en mi mano. Yo elijo cómo siembro. Yo elijo descuidar mis semillas. Y leía el otro día: «Un roble lo crean dos fuerzas simultáneas. Evidentemente, la primera es la bellota, la semilla que contiene la promesa y el potencial, que al crecer se convierte en el árbol. Eso está clarísimo. Pero son pocos los que reconocen otra fuerza importante, la del árbol futuro, cuya ansia de existir es tan enorme que hace eclosionar y brotar la bellota, llenándola de vigor, guiando la evolución desde la nada hasta la madurez»[7]. El árbol ya está dentro de la bellota. El alto arbusto dentro de la semilla de mostaza tira de ella hasta el cielo. Lo que puedo llegar a ser tira con fuerza dentro de la propia semilla que hay en mi alma. Tiene que morir la semilla para llegar a ser lo que puede ser. Muchas veces no valoro lo que hay en mi corazón. Ignoro esa fuerza de futuro que hay en mí. Bien porque me comparo y pienso que no valgo. Bien porque no veo más allá de lo que ahora toco. Y toco a veces mi debilidad y mi pecado. Y me desanimo pensando que es imposible que de algo tan pobre y menesteroso pueda surgir algo noble y santo. Me parece impensable. Un árbol poderoso, resistente al viento. Sólido y protector. Es lo que yo deseo en mi vida. Vivir con personas que sean ese árbol sano y robusto en el que poder descansar. No me gustan los árboles frágiles de cortas raíces. Me gustan más esos árboles de profundas raíces y ramaje fuerte en el que pueda dejar mi alma en reposo. Quiero ser yo así. Vivir junto a la acequia de Dios de la cual pueda tomar agua. El roble ya está prefigurado en la semilla que hay en mi alma. Ya soy quien puedo llegar a ser. Y lo que seré algún día ya está en germen en mi interior aunque yo no sea capaz de verlo. Soy lo que puedo llegar a ser. No me desanimo. No quiero ser copia de nadie. Quiero ser fiel a la semilla que hay en mi interior. Esa conciencia de pequeñez y grandeza habita en mi alma. El orgullo por lo que aún no soy pero sí seré. Me falta paciencia, lo reconozco. Quiero ver ya el arbusto más alto. Quiero descansar ya en ramas seguras. Porque desde la altura de las ramas se ve un vasto horizonte y todo es más fácil. Cuando uno coge altura la vida tiene otra perspectiva. Necesito ser más paciente hasta que crezca el árbol. La semilla tiene que caer en buen terreno. Tiene que morir siendo tan pequeña para dar vida. Y desde su interior surgirá un arbusto grande que dará protección a tantos. Es lo que yo quiero. No me preocupan entonces tanto los talentos que no veo todavía, ni las ramas que aún no nacen. No quiero pensar que no podré ser fiel a mi misión. Hay una fuerza escondida que no percibo aún. Algo escondido en la semilla que supera todas mis expectativas. El reino surge sin que nadie se dé cuenta. Porque surge de lo más pequeño. De lo más escondido. No le temo a la vida. Porque sé que siempre puede ser mejor si me dejo hacer por Dios. Puedo dar más si dejo que Él lime mis asperezas y acabe con mi orgullo y mi vanidad. Acepto la semilla pequeña que será un gran árbol. La tomo en mis manos y la entierro en la tierra fecunda de mi alma.

Jesús compara al reino con la levadura que hace fermentar la masa: «El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, y basta para que todo fermente». Una medida de levadura. La masa adquiere un tamaño inesperado. La levadura desaparece en la masa. Siempre me impresiona la invisibilidad. Desaparecer para que sólo se vea la obra. O a Dios en ella. No me gusta ser invisible. Sé bien que los grandes constructores de catedrales permanecieron anónimos. No importaban ellos. Importaba la obra que daba gloria a Dios. No su pobre nombre. Sino el nombre de Dios. Dejar que mi nombre desaparezca en el olvido para que brille Dios. Que recuerden sólo la obra de Dios. Hoy todos quieren que su nombre no se olvide. Que no desaparezca. Nadie quiere dejar de importar. Duele el olvido. Que nadie me recuerde. Eso es lo que más duele. Desaparecer. No ser tomado en cuenta. Ser ignorado, invisible a los ojos de los hombres. La pintora Cristina Rueda escribe sobre su obra y habla de lo que no se ve: «Dibujo sobre lo que no se ve, lo que es invisible a los ojos pero no al corazón, quisiera hacer presente, dar visibilidad, a algo tan inmaterial como es el mundo del espíritu. Algo vital e inmanente al ser humano, pero que desgraciadamente ha caído en desuso. Vivimos tiempos convulsos, paganos y nos sentimos desorientados». El reino de Dios permanece invisible a los ojos de los hombres. Tengo que mirar con el corazón para ver lo que no se ve. Lo invisible hace posible las obras visibles de Dios. Lo que el mundo no aprecia es lo invisible. Me gustó la mirada de esta mujer tratando de pintar lo invisible. Como queriendo rescatar lo oculto en medio de las sombras. Salvar lo que no aparece. Hay tanta vida escondida, oculta a los ojos de los hombres. Tanto amor que es como la levadura en la masa. Está escondido. Da vida desde la invisibilidad. El poder de lo invisible me sorprende siempre de nuevo. En el mundo de hoy lo que se ve es lo que existe. Sólo lo que se muestra. Lo que es real. Y lo que no se ve parece que no tiene valor. Me gusta pensar en el poder de lo invisible. No hay nada invisible para Dios. Él lo sabe todo. Todo está en sus manos. Nada pasa desapercibido. Mi vida tiene sentido en su plan de salvación. La semilla de mi entrega. La levadura de mi amor. Lo invisible. Ni yo mismo lo valoro tanto. No aparece en la foto que retrata la realidad. Y juzgo a partir de lo que veo, sólo eso existe. Lo oculto, parece no tener ningún valor. Quiero ser un pintor de lo invisible. De la verdad escondida. Del amor que se entrega hasta dar la vida sin que nadie sepa. Un pintor que hable de la semilla muerta que da vida a un árbol. Del amor entregado que se vuelve fecundo. De la levadura que hace que la masa crezca de forma insospechada. Soy más de lo que otros ven. Soy como ese iceberg del cual el mundo ve sólo una parte. Hay una gran masa de hielo bajo el agua. Invisible a los ojos de los hombres. Así es mi vida. Sólo una pequeña parte de lo que soy es visible. La gran parte de mi vida, de mi alma, permanece escondida a los ojos humanos. Así es el reino de Jesús. Así es la vida de los santos y la acción del Espíritu en los hombres. El Espíritu se mueve en el silencio. Actúa en medio de la vida sin ser visto. No lo vemos y es fecundo. Como el amor que se entrega de forma silenciosa. Y da vida eterna en el alma. Me vuelvo un defensor de lo invisible. Lo que queda es la obra de Dios. Mi vida muere siendo invisible. Sin ser recordada tal vez. Pero para Dios importa. Para Él mi semilla nunca es invisible.
 

[1] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
[2] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[3] Thomas Keating, Mente abierta, corazón abierto
[4] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[5] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[6] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[7] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama