De la Virgen hermosa
celos tiene el sol,
porque vio en sus brazos
otro Sol mayor.
-Lope de Vega- 

Estaba reunida la flor innata de la sociedad londinense. Aquella reunión se convocó para dialogar con un famoso pintor americano. Alguien le preguntó por sus orígenes y el celebrado artista respondió que había nacido en Lowel, una pequeña localidad perdida de Massachussets. Al oírlo, una señora tan cursi como rica, dijo: 
─Qué ordinariez! ¿Cómo pudo usted nacer en un sitio así? 
─Pues muy sencillo, señora, respondió el pintor. Muy sencillo: mi madre estaba allí y yo quería estar con ella en un momento tan especial.
 
Incuestionable, en el momento de nacer es indispensable estar al lado de la madre. Después, a lo largo de la vida, habrá otros momentos en los que no podremos estar y otros en los que no queramos. 
En una catequesis pregunté a los niños si me querían regalar a sus madres. Todos, a coro, gritaron: «Nooooo». Y es lógico; nadie quiere desprenderse de su mayor tesoro. Pero Jesús, sí. Jesús nos dio a su madre y desde entonces tenemos otra Madre a cuyo lado podemos y necesitamos estar siempre. 
De algún modo, en el orden sobrenatural, en el de la gracia, en todo momento estamos naciendo. Y no se nace sin la madre.
 
También se crece con la madre. Y así como un niño saca todo su alimento de la madre, que se lo da proporcionado a su debilidad, del mismo modo los católicos sacamos todo el alimento y las fuerzas espirituales de María. 
Y cuando, gastados por el diario vivir, queramos volver a recomenzar en nuestros buenos propósitos, no olvidemos que, en la tierra y en el cielo, se nace de una madre. Y nuestra madre es María. Y nosotros tenemos que estar allí, donde ella esté.