Lo mejor siempre es acercarnos a fuentes originales, de aguas cristalinas: beber de la Tradición, conocer a los Padres, dejarnos educar por ellos, simplemente porque los Padres de la Iglesia son maestros perennes e imperecederos del cristianismo.
 
 
En este caso, será san Agustín con su carta 194, que leeremos tranquilamente, explicando la doctrina de la gracia, tan importante en todo su pensamiento teológico.
 
¿Tan importante es? Sí, porque hay una teoría que sigue pululando y no da descanso: se llama pelagianismo. El pelagianismo confiaba ante todo en las fuerzas del hombre y en la bondad originaria de la naturaleza humana, de forma que la gracia ni era necesaria ni se debía al amor de Dios, sino que era meramente auxiliar, externa, y en cierto modo un fruto de nuestro compromiso, de nuestro esfuerzo.
 
Confía el pelagianismo tanto en el hombre y en su capacidad, que hace innecesario al Redentor y superflua la acción de la gracia. El hombre se salva solo porque es bueno y puede salvarse mediante obras buenas, o en nuestro lenguaje actual, mediante sus compromisos, su solidaridad, etc.
 
Acudir a la doctrina agustiniana nos ayudará a evitar esa teoría que exalta al hombre ignorando su condición real (el pecado original y su fruto, la concupiscencia) y minusvalorando a Cristo, su redención y su gracia.
 
 
"2. Hay algunos que pretenden defender aún con mayor libertad las impiedades justísimamente condenadas; hay otros que se deslizan ocultamente dentro de las casas y no cesan de sembrar en secreto lo que ya no se atreven a proclamar en público; hay otros, finalmente, que enmudecieron del todo, reprimidos por un gran temor, pero retienen aún en el corazón lo que no osan manifestar; los hermanos pueden conocerlos perfectamente por haberlos oído antes defender esa doctrina. Por eso hay que reprimir con severidad a los unos y seguir con vigilancia a los otros; pero a los terceros hay que tratarlos blandamente y enseñarlos con diligencia; ya no se teme que corrompan, pero no se les puede abandonar, no sea que perezcan.
 
3. Piensan que se les arrebata el libre albedrío si conceden que el hombre no puede tener buena voluntad sin la ayuda de Dios. No entienden que no corroboran el libre albedrío, sino que lo hinchan para que vague de vanidad en vanidad, en lugar de colocarlo sobre el Señor como sobre roca inmóvil. Porque es el Señor quien prepara la voluntad.
 
4. Piensan que se les va a quedar un Dios aceptador de personas si creen que se apiada de quien quiere, que llama a quien quiere y que hace religioso a quien quiere, sin mérito alguno precedente. Se fijan muy poco en que al condenado se le propina un castigo debido, y al que se salva se le da una gracia indebida, de modo que ni el primero puede quejarse de ser injustamente castigado ni el segundo puede gloriarse de ser justamente salvado. Antes diríamos que más bien se suprime la acepción de personas cuando no hay más que una sola masa de condenación y pecado; así, el que se salva aprenda del que no se salva el suplicio que le esperaba si la gracia no se hubiese interpuesto. Y si es gracia no es retribución de mérito alguno sino don gratuito de la bondad.
 
5. Añade: “Pero es injusto el que uno sea salvado y el otro castigado, en una misma causa mala”. Efectivamente, es justo que ambos sean castigados. ¿Quién lo negará? Demos, pues, gracias al Salvador cuando vemos que no se nos da lo que en la condenación de los demás vemos que habíamos merecido. Si todos fuesen liberados quedaría oculto lo que se debe en justicia al pecado; y si nadie se salvara, no se sabría lo que otorga la gracia. Utilicemos para esta cuestión dificilísima las palabras del Apóstol: “queriendo Dios mostrar su ira y demostrar su poder, toleró con mucha paciencia los vasos de ira que fueron acabados para perdición; y para manifestar las riquezas de su gloria en los vasos de misericordia”. El barro no puede decir a Dios: “¿por qué me hiciste así? Pues Él tiene poder para fabricar de la misma pasta un vaso de honor y otro de ignominia”. Toda la masa fue condenada por justicia; por justicia se le da la ignominia debida, y por gracia se le da el honor debido, esto es, no por las prerrogativas del mérito, o por la necesidad del hado, o por la temeridad de la fortuna, sino por “la profundidad de las riquezas de la sabiduría y ciencia de Dios”. El apóstol no la revela, sino que la adora oculta cuando dice: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y ciencia de Dios! ¡Cuán inescrutables son sus juicios y misteriosos sus caminos! Porque ¿quién conoció el plan de Dios? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio antes a él para que se le devolviera? Porque de Él, y por Él, y en Él están todas las cosas. A Él gloria por los siglos de los siglos. Amén”.