La americana Gabriela Mistral, premio Nobel de Literatura, cuenta, en una carta escrita a una amiga, cómo se enteró del acontecimiento:
 
«Estaba sola en la ciudad veraniega de Petrópolis, en mi cuarto del hotel, escuchando la radio. Después de una breve pausa en la emisora, se hizo el anuncio que me aturdió y que no esperaba. El anuncio de que Gabriela Mistral ha ganado el premio Nobel. Caí de rodillas frente al crucifijo de mi madre, que siempre me acompaña, y bañada en lágrimas —de agradecimiento y alegría— oré:
»“¡Jesucristo, haz merecedora de tan alto lauro a esta humilde hija!”»
Gabriela tenía metida en su corazón la sonrisa de su madre:
«Mi madre era pequeñita / como la menta o la hierba; / apenas echaba sombra / sobre las cosas, apenas, / y la tierra la quería / por sentírsela ligera/ y porque le sonreía / en la dicha y en la pena.»
 
De profunda espiritualidad cristiana, lectora asídua de la Biblia, Gabriela Mistral escribió una oración que rezaba todas las mañanas pidiendo, entre otros dones, el don de la alegría:
«En este nuevo día / que me concedes, ¡oh Señor! / dame mi parte de alegría / y haz que consiga ser mejor.
 
«Dame Tú el don de la salud, / la fe, el ardor, la intrepidez, / séquito de la juventud; / y la cosecha de verdad, / la reflexión, la sensatez, / séquito de la ancianidad.»
 
De joven, Pablo Neruda, también premio Nobel, conoció a Gabriela y la describe así en sus Memorias: «Sus dientes blanquísimos se mostraban en una sonrisa plena y generosa que iluminaba la habitación.»






Alimbau, J.M. (2017).  Palabras para la alegría. Madrid: Voz de Papel.