Si la Iglesia y la izquierda se llevan como el perro y el gato es porque el gato, la izquierda, no deja de arañar al cura. La obsesión de la izquierda con la Iglesia católica se apuntala en la envidia, dado que en El Vaticano se vive mejor que en Cuba, y en la soberbia, dado que el progresista cree que Jesús, hoy, sería sólo el enviado especial de Pablo Iglesias para Oriente Próximo. Pero sobre todo se apuntala en la incapacidad de la izquierda para ilusionar a las gentes, que es la especialidad de la Iglesia. Lo que resulta lógico: no es lo mismo anunciar la vida eterna que proponer acabar con los ricos a un pueblo que no quiere acabar con los ricos, sino ser rico.
La tendencia natural del hombre a prosperar le lleva a optar por el palacio antes que por la cueva. La izquierda, empero, propone la destrucción de los palacios para que el pueblo no salga de la edad de las cavernas. Para frenar esa tendencia natural del hombre a vivir mejor la izquierda lleva a cabo una intensa labor de adoctrinamiento. Convencer a las gentes de que La Habana es un paraíso (con el cocotero en el papel de árbol de la ciencia) requiere la colonización previa de todos los resortes ciudadanos. Y en eso está la izquierda, de modo que en España no hay comunidad de vecinos en la que no se cite a Lenin, para elogiarlo, y a Franco, para denigrarlo.
El problema para la izquierda es que el hombre es de derechas como el agua es cristalina, además de inodora, incolora e insípida. Por eso a la derecha no le hace falta un discurso dominante. Si la derecha gobierna en tantos lugares donde la opinión pública prevalente es la de la izquierda es porque cada vez son menos los que creen que sin Inditex le iría mejor a la industria textil manufacturera. Y si la Iglesia genera más esperanza que la izquierda es porque cada vez son menos los que creen que el árbol de Guernica da mejor sombra que el ciprés de Silos.