La fe tiene implicaciones prácticas. De ahí que contemos con el aporte –tan significativo como actual- de la Doctrina Social de la Iglesia. Un planteamiento realista pero, a veces, paradójicamente aplicado sin considerar la realidad. Parece un juego de palabras sin ton ni son, pero significa: tener la sincera intención de ayudar a los que más lo necesitan sin ayudarlos en absoluto por falta de claridad en lo que se pretende. Por ejemplo, cuando escuchamos decir que “vendiendo el Vaticano, acabaríamos con el hambre en el mundo”. La frase no solo encaja perfectamente en la definición propia de la demagogia, sino que además choca con las reglas básicas del ámbito económico y fiscal, pues la raíz del hambre no puede reducirse a la circulación de efectivo, pues los recursos, fuera de una inversión organizada, se pierden. Por eso el Vaticano, particularmente a través de sus exposiciones dentro de los museos, lejos de ser un problema, constituye una fuente ética de recursos que sí ayudan a combatir la pobreza, pues sirven de sustento a un número importante de obras de asistencia social en el mundo, cosa que, en el hipotético caso de que pudiera enajenarse, traería consigo el abandono de muchos sectores vulnerables.

Pero, volvamos al título, “¿Vivir la pobreza del necesitado lo ayuda?”; es decir, ¿sirve que si no tienen techo yo voluntariamente me quede sin él? Sin duda, sería un gesto solidario, pero en lugar de transformar el contexto, equivaldría a un acto valiente, aunque sin visión a largo plazo. Es verdad que cuando se asume un campo pastoral en la periferia, hay que asumir incomodidades porque se comparte una misma realidad, generando empatía, pero ¿eso es profético? La profecía sería que si tenemos techo, ellos también lo tengan. De modo que podemos hablar mucho de los pobres, incluso vivir bajo su misma situación, reflejarlo hasta en la manera de vestir, pero si no buscamos transformar, ofreciendo educación, bolsas de trabajo, atención personalizada, todo quedara en buenos deseos. Debemos dar el salto de mantener la pobreza a transformarla y, aunque supone compartir sus premuras, no es lo principal.  Si estoy lesionado de una pierna, no esperaría que alguien sano deseara pasar por lo mismo, sino que me ayudara con una muleta. De modo que los que sufren la exclusión, no esperan que nos volvamos excluidos voluntarios, que engrosemos sus filas, sino que seamos puente ¡para incluirlos! Y, desde ahí, ayudarlos a salir, a liberarse, pero no desde las lecturas ideológicas, como las del marxismo trasnochado, sino a partir del Evangelio que, en su dimensión sacerdotal, habla de vínculos, de conectar, en vez de aislar aún más a ricos y pobres.

También sería un error que todos nos fuéramos a las periferias geográficos porque, nos guste o no, las decisiones, a menudo injustas, se toman en el centro. Esto no significa que el contexto cosmopolita sea inmoral o malo, sino que para ayudar a los más necesitados una porción de la Iglesia debe permanecer en las zonas urbanas, trabajando pastoralmente con los dirigentes de empresa. Pongamos un ejemplo histórico para ahondar en el punto. Fr. Bartolomé de las Casas O.P. (14741566), trabajó en la periferia de las comunidades indígenas más golpeadas; sin embargo, cuando dio el paso de hacer algo, de denunciar y traer el cambio a favor de los excluidos, no se quedó en la periferia, sino que tomó sus cosas y abogó ante la casa real. Fue a la instancia de decisión. Creó un puente de humanismo cristiano. Muchas veces, es necesario ir hacia la parte desarrollada, no por obsesionarse con el poder, sino para conseguir avanzar en materia de atención a los sectores vulnerables.

En conclusión, el trabajo en favor de los que menos tienen, siguiendo la Doctrina Social de la Iglesia, debe ser realista y no en plan superficial, tan idealista que se pierda en la abstracción o los imposibles. Está siempre la ayuda de Dios, pero también entra en juego la responsabilidad humana en actuar de la mejor manera posible.
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Link del audio-conferencia: "Retos de la Pastoral Juvenil":
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