PASTORES DE FÁTIMA
   Sin duda, Francisco, Jacinta y Lucía eran unos privilegiados en su formación religiosa. Al comenzar el pastoreo, a la formación materna se unió la obra del Creador en la naturaleza y la vida pacífica y serena del pastor que propicia el silencio y la profundidad interior.
   Lucía, cuando su hermana Carolina cumplió los trece años, la suplió como pastora. Fue a comunicárselo a sus primos, ya no podrían jugar juntos. Estos hicieron lo imposible para que, su madre, Olimpia, les dejara acompañarla. Imposible. Cuando Lucía regresaba cada tarde,la esperaban el camino y  luego jugaban en el aprisco. Como Olimpia no cedía, Francisco y Jacinta propusieron a su madre guardar su propio rebaño, sustituyendo a su hermano Juan. Al final, la madre aceptó. Desde entonces fueron juntos con las ovejas. Se aguardaban cerca de la laguna de Gradal. Desde allí partían juntos hacia donde Lucía determinaba. Era la mayor y conocía el terreno y dónde abundaban los pastos.
    Después de un largo caminar, el paso de las ovejas es lento, llegaban al sitio elegido. El toque del Ángelus les indicaba el tiempo de la comida. Descolgaban sus talegos, colgados en un  árbol, para que los perros hambrientos no se comieran su alimento y comen el pan de maíz o centeno junto con sardinas, queso, aceitunas y algunas veces algo de embutido, que sus madres les habían preparado.
    Rezaban el Rosario como sus madres les habían recomendado. Con el afán de tener más tiempo para jugar, a propuesta de Jacinta habían inventado una manera rápida de acabar. Rezaban solamente las dos primeras palabras del Ave María: Dios te salve… Santa María. Los juegos eran más intensos cuando las ovejas descansaban después de haber pastado. Sabían muchas canciones y las acompañaban con la armónica que Francisco había conseguido. Desde lo alto de una roca acompañaba las canciones y bailes de su prima y hermana. Vueltos casa, el día concluía con las últimas oraciones familiares y un sueño tranquilo.
   Los tres pastorcitos ni tienen las características de los niños de nuestras ciudades. Su rostro está broceado por el sol y el viento del campo, rebosan salud. Son introvertidos ante los extraños que con frecuencia eran inoportunos e indiscretos.
   LUCÍA. Tiene 10 años cuando llegan las apariciones. Es fuerte, bien constituida, talla media, con ojos grandes y negros bajo unas espesas cejas; su mirada se clava en el rostro. Ella dice en sus recuerdos que le gustaba arreglarse los días de fiesta. Las otras niñas admiraban sus adornos y se llenaba de vanidad. Su hermana María, dice de ella que cuando regresaba de cuidar al rebaño, cubría a su madre de besos y caricias. Quería mucho a los niños a los reunía en patio de su casa y jugaba con ellos; les enseñaba a engarzar guirnaldas de flores y organizaba procesiones con cánticos. Su pequeños primos no podían vivir sin ella. Su madre dice que nunca comenzaba a hablar la primera; preguntada, respondía siempre.
    JACINTA. En 1917, tiene 7 años. Ojos muy vivos. Lucía dice que, antes de las Apariciones, su carácter susceptible le atraía poco. En los juegos e enfadaba por cualquier cosa y cllaba hasta que alguien le hacía