El itinerario de la vida espiritual de un católico, y quizás de cualquier cristiano, no puede evitar de ninguna forma una vuelta constante sobre el escándalo, la necedad y el absurdo: la muerte y resurrección de Jesucristo como hecho histórico ineludible y su consecuencia inmediata, que ahora mismo está vivo y actúa de forma permanente sobre la historia y sobre cada cual en particular.

El gran peligro de la Iglesia hoy en día es obviar este hecho nuclear o darlo por supuesto, y ésta era la finalidad sin duda del año paulino convocado por Benedicto XVI: la vuelta renovada y contínua, día a día, al centro de la fe cristiana tal y como fue proclamada por el Ápostol, escándalo para judíos y necedad para gentiles.

El mundo actual no puede admitir semejante proclamación, pues hace tiempo que se considera un mito al que únicamente un loco puede dar credibilidad literal. Por esta razón, el cristianismo ha ido deslizándose progresivamente hacia una componenda con el mundo por la cual su mensaje no resulte tan necio y absurdo, hasta el punto de convertirse también en escándalo para muchos creyentes.

Una vez que la razón humana fue entronizada como criterio supremo y último de la verdad, el itinerario interior del creyente en particular y de una parte de la Iglesia encontró un grave escollo en ese punto en el cual esa misma razón humana naufraga. Si bien es cierto que no es generalizable a todos la experiencia del naufragio de la razón, sí es indispensable denunciar las principales tentaciones que sobrevienen al que lo experimenta.

Pues bien, cuando un alma llega al punto en el que el hecho nuclear de la fe cristiana se le aparece como absurdo o imposible, lo que suele resolverse en el surgimiento de la necedad a que apelaban los gentiles como salida más cómoda, se le abren tres opciones claramente diferenciadas, excluyendo el no infrecuente hecho del abandono de la fe: continuar en la fe pura, continuar a base de doctrina, o persistir a base de moral.

El punto en el que la razón fracasa es un punto inevitable en el camino de la fe madura; es, ni más ni menos, que la crucifixión de la racionalidad humana, que encuentra de este modo su límite natural; a partir de aquí, el alma pasa a caminar desde la fe pura, tal y como nos ilustra la vida de los grandes santos. ¿Invalida este hecho la opción de mantener la racionalidad sobre la base de la doctrina o de la moral?. De ningún modo, si bien conviene relegar estas dos vías a su justa medida.

La opción de mantenerse en la racionalidad sobre la base de la doctrina ha sido la vía adoptada tanto por la llamada teología de la liberación como por las corrientes hoy calificadas impropiamente como “integristas”. El Magisterio de la Iglesia y su doctrina en todos los ámbitos de la vida humana tienen la gran ventaja de ser asequibles para la razón humana, no así el misterio de la redención, que la rebasa con mucho. Esto da lugar al fenómeno, también designado con mucha impropiedad, del dogmatismo y el doctrinarismo.

El problema surge cuando ese asimiento a la doctrina racional sustituye en la vida de la fe a la contemplación del misterio por un rechazo apenas incosnciente al componente irracional, o mejor dicho, suprarracional del mismo. El alma queda suspensa en el vacío de las incertidumbres y del no-saber, y eso no es fácilmente soportable para muchas personas. En su lugar, se presenta la defensa de los principios y de los dogmas como forma apta para satisfaccer la necesidad de una ubicación particular en el mundo, en la vida y en la propia fe. Y este proceso es idéntico tanto para aquellos denominados “progres” (término deleznable en el seno de la Iglesia tanto como el de “carca”), que articulan su cuerpo doctrinal en torno al principio general de la justicia, como para aquellos denominados “carcas”, que articulan su racionalidad espiritual en torno a otros principios, llámense “bien común”, “defensa de la vida” o cualquiera que sean éstos. Esta salida del momento del absurdo tiene la enorme ventaja de presentarse, además, como una “causa”, aquello que da orientación y dirección al decurso de la vida.

La otra salida del momento de la necedad y el escándalo es la vía moral. Si naufraga la razón, siempre queda la voluntad, de donde se sigue un persistir en la fe a través del cumplimiento de las normas morales y su defensa a ultranza; esta otra vía da origen al llamado “moralismo” o “voluntarismo”

Ninguna de las dos opciones es censurable. El camino interior de cada alma sólo es conocido por Dios. Pero sí es deseable relativizar el valor de ambas, de forma que no vengan a constituirse en sustitutos o sucedáneos del verdadero centro de la vida espiritual, como es el encuentro permanente y constante con Jesucristo vivo y resucitado. Este encuentro no anula los cauces de la razón y la voluntad, sino que los plenifica y les otroga su verdadera dimensión. Y ésta no podrá ser nunca la de ocupar y usurpar el lugar que sólo corresponde al mismo Jesucristo.