Con 12 años estuve a punto de ganar mi primera partida de ajedrez. Me enfrentaba a un amigo más dotado que yo para el enroque, pero que ese día no tenía la cabeza puesta en la apertura española. Tardé poco en darle jaque. Puse en peligro a un peón sin que UGT me enviara a la inspección de trabajo y sacrifiqué un caballo sin que ningún animalista cuestionara mi táctica. La estrategia surtió efecto: con los siguientes movimientos cerqué a su reina con el alfil y la torre para evitar que el rey, un calzonazos, se escondiera tras sus faldas. Iba a darle mate, que es como cantar bingo, cuando mi rival, encolerizado, tiró las piezas y empezó a farfullar insultos contra esta pobre criatura. Nunca he firmado tablas con tanta presión ambiental.
Susana Díaz, como mi amigo, tiene mal perder. O, peor aún, no concibe perder. Por eso, tras la paliza que le han propinado las bases socialistas se le ha quedado la misma cara que a Messi en la final de Copa de Valencia, acaecida en pleno siglo de oro del Barça. El Pulga no se explicaba la derrota, así que puso el mismo gesto de no entender que ponía yo cuando Don Boni, el profesor de matemáticas, nos explicaba las derivadas. Que es el que pone ahora la presidenta de la Junta, asombrada porque no le quieran sus conmilitones tanto como sus electores. No sé de qué se sorprende. Si sus asesores no cobraran sólo por aplaudir le habrían aclarado que vencer en Andalucía es sencillo porque tiene a media región subsidiada y a la otra media en espera de subsidio.
Precisamente, el concepto de sociedad subsidiada ha sido criticado por el Papa durante su visita a una fábrica metalúrgica de Génova. Menos mal que ha dicho lo que ha dicho en Italia. Si el Santo Padre llega a hacer esa declaración en Andalucía le declaran persona non grata, ya que aquí el subsidio no es una opción, sino una meta. En el feudo electoral de Susana los jóvenes no quieren ser funcionarios, sino prejubilados. Para cambiar la situación harían bien los andaluces en interpretar correctamente las palabras de Francisco, que viene a decir que el trabajo dignifica más que la prestación porque influye en el crecimiento personal. En otras palabras, el gato casero tiene aseguradas las sobras, pero no recibe cesta de Navidad.