Monición introductoria

                  Hermanos: El Señor Jesús ha resucitado. Vive para siempre y nunca más volverá a morir. Su humanidad fue juzgada y asesinada por el pecado de los hombres, de todos y cada uno de nosotros. Todos le gritamos a Poncio Pilatos que lo crucificara. Le creímos digno de muerte porque se oponía a nuestros planes. Dios, sin embargo, le dio la razón resucitándolo de entre los muertos. Es más, le ha constituido Señor y le ha nombrado Juez de vivos y de muertos. Le ha sido sometido todo en el cielo y en la tierra. No obstante, no hay nada que temer. Al contrario, tendremos vida a costa de su muerte. Su Espíritu nos hará entender este misterio de amor siguiendo sus huellas en este viacrucis. Démosle gracias y vivamos en oración, el testimonio de sus últimas horas en este mundo.

 

1ª Estación: Jesús es condenado a muerte

            Te veo, Señor, aceptando en silencio tu condena a muerte. Me dan ganas de compadecerte y de echarme a mí la culpa de lo mal que lo pasaste. Quisiera romper en llanto y flagelarme y hacerme víctima por todo lo que sufriste por mí. Pero no; no quiero añadir pecado a pecado. No quiero hacerme protagonista de tu pasión. Ya soy protagonista de demasiadas cosas. Ya busco ser importante y el centro de atención en cada momento. No quiero robarte la gloria de la pasión.

            Tu pasión es tuya, Señor, a ti te pertenece. Es obra de tu amor y de tu honda compasión. Tú tomaste la iniciativa y nos amaste cuando estábamos despistados, cuando éramos enemigos. Nadie te quitó la vida; tú la entregaste por amor. Yo ahora quiero agradecértelo y bendecirte por ello. Cada uno de nosotros vivíamos en nuestro pecado, buscando la gloria y mendigando cariño los unos de los otros. No nos conocíamos ni nos valorábamos hasta que hemos visto tu amor por nosotros en la cruz. Te dejaste condenar a muerte por aquellos a los que ibas a salvar de su inconsciencia. El reo va  a salvar al juez. Déjame alabarte y bendecirte en este viacrucis.

 

2ª Estación: Jesús carga con la cruz.

         Comienzas, Señor, a subir la cuesta del Calvario. Me sale del alma la pena pero sobre todo el agradecimiento: Gracias por haber cargado con todos nuestros pesos. En esa cruz que te quebraba iban mis desganas, mis rencores, mi desamor y mi egoísmo, mis trampas y mentiras, mi mala voluntad. También mis heridas, complejos y timideces. No sólo los míos sino los del mundo entero. En ella iban también asumidos todos los terremotos, desgracias, guerras y cataclismos de la historia.

            Tu cruz, Señor, ha cambiado la historia, mi historia. Ya no vivo aplastado bajo el peso de mis defectos y mis culpas porque tú has cargado con ellos. Me siento libre y salvado por ti, gracias a esa cruz con la que cargaste. Yo te alabo, Señor y te doy gloria. No permitas que el enemigo me venza; suscita en mí el temor santo, ese susurro de tu Espíritu que me sugiere: “Cualquier cosa menos perder a Jesucristo”.

 

3ª Estación: Jesús cae por primera vez

            Gracias, Señor, por esta caída porque así te siento humano. Sufres como yo; no puedes con tus pesos y te hundes mordiendo el polvo. A veces pienso que, como también eres Dios, tu pasión no fue real, no es parecida a la mía, a la de tantos mortales sin esperanza. Pero sí, de hecho muchos disfrutaban al verte en el suelo, no te querían, se vengaban de ti y se reían de tu debilidad. No sabían que se estaban riendo de sí mismos, que tu debilidad era la suya. Tú caíste, Señor, para dar fortaleza y sentido a sus desgracias y desesperaciones. Tu caíste para que nuestras miserias más profundas no nos lleven al infierno sino que se trasformen en gloria al ser salvadas por ti.

             Señor, yo te presento a toda la humanidad caída que muerde el polvo del fracaso y de la impotencia. A los que están hundidos en el odio y la rebeldía, a los humillados y pisoteados, a los que se embarran con la droga, con la explotación de los inocentes, a los inseguros, a los que sólo buscan ser ricos. Te presento también, Señor, mi pasado, mi debilidad, mis caídas, aquellas que tú solo conoces. Que tu Espíritu nos haga entender el gran amor que nos tenías desde el suelo donde caíste.

 

 

4ª Estación: Jesús encuentra a su madre

            Tu madre sí que te entendió, ¿no es verdad, Señor? Nadie de los que te rodeaban y te maltrataban percibía una brizna de tu misterio. Nadie conocía que estabas muriendo en obediencia, que sabías a donde ibas, que no te defendiste porque cumplías una misión. Tu madre, sí que te entendía aunque os mirasteis los dos en la oscuridad de la fe. Seguro que te dijo: “Ánimo hijo, sube hasta arriba, no abandones la cruz”. Y te lo dijo llorando porque no sentía nada, no veía nada, todo era irracional y espantoso, solo le quedaba la fe. Sólo os quedaba la fe.

            Gracias, Señor, por tu fe y la de tu madre. La Resurrección sólo podía brotar de la más honda oscuridad. Es el premio gratuito a una confianza total hasta la muerte y pasando por donde había que pasar. Por tu fe y la de tu madre yo puedo vivir mi historia en fe aunque me tiemblen las carnes, aunque no entienda nada. María te animaba y te decía: “Sigue, hijo, ahí está todo, en esa obediencia total, hasta la muerte, sin entender, en plena oscuridad como un abandonado”. Te pido, Señor, por los que en la enfermedad o en el fracaso tienen que seguir viviendo sin un por qué; dales la fe y auméntasela para que lleguen a la claridad de la Resurrección.

 

5ª Estación: El Cirineo ayuda a Jesús

            No es agradable, Señor, ayudar a un criminal o a un malvado. Tú arrastrabas esa apariencia, lo parecías. Por eso el Cirineo huía y no quería echarte una mano para llevar la cruz. Le obligaron los soldados pero lo hacía de mala gana. No sabía que era un elegido, no sabía que sólo para eso hubiera merecido la pena nacer. Cuántos millones de personas le han envidiado a lo largo de los siglos. Cómo me hubiera gustado a mí la suerte que tuvo ese hombre.

            Señor, yo te presento a tu Iglesia, a todos los elegidos para servirla. Descúbrenos el don, como lo hiciste después con el Cirineo. Que no queramos huir como él, irnos a nuestra casa, como si tu servicio, tu cruz, tu pueblo, no tuvieran que ver con nosotros. Haznos sensibles a tu casa, a tus cosas, a tus pobres. Danos palabra y testimonio. Que nos sintamos bien atendiendo a tus cosas. “¡Que deseables son tus moradas, Señor, Dios de  los ejércitos! ¡Hasta el gorrión y la golondrina han encontrado allí un sitio para hacer su nido y colocar sus polluelos!”

 

6º Estación. Verónica limpia el rostro de Jesús

            El Espíritu Santo, Señor, tuvo un detalle muy bello contigo. Impulsó a una mujer, a una hija del pueblo, para que te mostrara un gesto de cariño. Intrépida, sin guiarse nada más que por su corazón atravesó el cordón de esbirros que te conducían y limpió tu rostro con un paño. No le importó que fueras un reo ni las acusaciones ni las pretendidas maldades por las que te condenaban. Su corazón te sintió inocente, se vio limpia al pasar tú delante de ella y quiso agradecértelo con ese gesto de ternura.

            Señor, yo quiero quererte, quiero limpiarte pero no me atrevo a romper el cordón de los que se burlan y no creen en ti. Me dejo arrastrar por el ambiente de incredulidad que me rodea. No soy capaz de hacer el signo de la cruz delante de otros, no me atrevo a hacer el ridículo por ti. Dejo pasar muchos cristos a mi lado sin que les atienda con un gesto de cariño. Imprimiste tu rostro en el paño de Verónica y, sobre todo, en su alma. Cómo te querría después. Gracias, Señor por los que se parecen a esta mujer.

 

7 ª Estación: Jesús cae por segunda vez

            Si tu caíste al suelo por segunda vez, Señor, es porque nosotros, porque yo, caigo por segunda y tercera y muchas veces más. Tuviste que besar de nuevo el suelo para mi sanación. Te caíste porque estabas destrozado pero tus caídas estaban previstas por mi pecado. Yo no sé si tú sabías la razón de esta segunda caída. Tal vez sí, pero en pura fe y oscuridad. Tu padre del cielo sí que lo sabía bien porque era el que estaba detrás de tu pasión. Lo hacía para que encontráramos perdón en todas nuestras caídas.

            Qué bueno para nosotros, Señor, que te hayas caído por segunda vez. Qué bueno que te hayas manchado y embarrado con nuestros lodos. Lo sentimos, Señor, y te pedimos perdón pero sin tus sufrimientos ¿qué hubiera sido de nosotros? Nuestra alabanza y alegría quiere compensarte. El poder del Padre que es  Espíritu Santo pasa a nosotros a través de ti y de tu pasión. Tu cuerpo de carne es el lugar de nuestra reconciliación con Dios y la fuente de toda salvación. Mi carne sanada y resucitada por ti. Cómo no amarte, cómo no darte gracias, como no llorar de emoción. Tú me acompañarás en todas mis caídas.

 

8ª Estación: Jesús habla con las mujeres de Jerusalén

            Fueron las mujeres las que más te acompañaron, Señor, y las que más se interesaron por ti. Nos cuenta tu evangelio que te seguía mucho pueblo y muchas mujeres llorando (Lc 23, 27). Tú te volviste y les dijiste: No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos porque vendrán tiempos muy difíciles. Te referías a los hijos de todos los tiempos, de todas las generaciones, también a nosotros. No querías que las lágrimas nublaran nuestros ojos sino que estuviéramos atentos y nos enteráramos del tiempo de tu visitación para que nos viéramos libres del gran pecado que es no reconocerte.

            Esas mujeres y ese pueblo eran, Señor, la semilla de tu reino. Formaban un grupo de gente, figura de la Iglesia  que te acompañará a lo largo de los siglos. Los conocías a todos, los habías elegido. Te doy gracias porque yo formo parte de ese grupo. Yo iba llorando tras de ti, te buscaba. Lo sé porque te estoy buscando ahora. Toda esta gente deseaba tu Espíritu que más tarde se nos reveló. Gracias, Señor, porque no soy de los indiferentes, de los pasotas, de los que ven desde la acera pasar tu cortejo de muerto, sino por ser de los que te siguen, de los que lloran, de los que se comprometen con tu causa.

 

 

9ª Estación: Jesús cae por tercera vez

            Tu agotamiento, Señor, al caer en tierra por tercera vez era total. En adelante ya no pudiste dar un paso por ti mismo; te llevaban casi a rastras. Estabas muy cerca del lugar de tu muerte pero no pudiste con los últimos metros de la pendiente. La cruz la subió Simón de Cirene. Sin embargo, tu corazón estaba muy vivo. Te regocijaste en tu impotencia, en tu extrema debilidad y tu alma se sonrió delante de tu Padre. Le hiciste desde el suelo un guiño de amor y le dijiste: “Padre, por todos los que tú amas”. El te respondió: “Hijo, no creé el universo para que hubiese estrellas sino para que tú pudieras vivir este derroche de amor”.

            Derrama, Señor, tu gracia de sanación y fortaleza, la que mereció esta caída, por todos los que están en los últimos metros de la impotencia: los ancianos que no se valen por sí mismos, los que están en silla de ruedas, los encarcelados, los ciegos, los secuestrados por la vida y la sociedad. Acuérdate, también, de los que están psíquicamente gastados, los que están pensando en suicidarse, los que tienen miedo, los que se  desesperan y no aman la vida, los que no se sienten queridos por nadie. Los ultrajados, los oprimidos, los moribundos, los que no tienen fe. Desde este lodazal de la humanidad, te bendecimos y te damos gracias por tu tercera caída que da sentido a todo. 

 

10ª Estación: Jesús es despojado de sus vestidos

            Señor, todos nosotros te despojamos de tus vestiduras y pusimos tu intimidad a la intemperie. Quedaste completamente pobre pero te cubría la gloria de tu Padre. Por eso tu alma estaba al abrigo de todo mal y nadie te la podía tocar. Tu dijiste: “No tengáis miedo a los que pueden matar el cuerpo”. Es verdad, pueden hacer muy poco. Tu espíritu seguía vivo fortalecido por todos los dones. Dios nunca deja llegar hasta el extremo de la miseria. Todo lo habías perdido, hasta la ropa, pero tú seguías creyendo en ti mismo, en tu verdad, en el infinito valor de tu causa que te llevaba a la muerte. Tu despojo nos infunde valor.

            Hoy, Señor, te entrego mi ropa, mi fachada, mis seguridades, todo aquello en lo que busco sobresalir. Descúbreme la pobreza de tu cuerpo desnudo. No quiero acumular nada que me separe de ti. Haz que acepte el despojo de la vida, de la edad, de los años que pasan, de la enfermedad, de la pérdida de autonomía y vigor. Te doy gracias porque yo nunca hubiera deseado morir pobre, nunca hubiera amado mis infiernos, si tu no hubieses sido despojado hasta de tus vestidos. Querría llegar a ti lleno de mis obras y de mis méritos para recibir el premio. Nunca hubiera conocido el valor de las manos vacías. Nunca hubiera sospechado que eres tú el que nos llenas con tu gracia y tu justicia, y que lo demás vale bien poco. Hazme pobre, Señor, para que tú puedas entrar y habitar en mí.

 

11 Estación: Jesús es crucificado

            Ni una brizna de misericordia se tuvo, Señor, contigo. Fuiste crucificado como el peor de los malhechores. Hasta los dos bandidos que estaban a tu lado te insultaban, según San Mateo. En esos insultos llegó el desprecio a su colmo. He penetrado por tus llagas, he subido por los agujeros de tus clavos hasta tu corazón. No he visto tu alma porque estaba absolutamente oscura. Pero vi los ojos del Padre y el esbozo de su sonrisa. En ellos sentí la alegría del triunfo y del amor. La muerte, el mal y el pecado estaban a punto de ser vencidos. El Padre me sonrió y conmigo a toda la humanidad pecadora.

            Señor, tú has concedido a tu pueblo entender algo de este misterio. Te alabamos, te bendecimos, te glorificamos por tu santa crucifixión. Termina, Señor, la obra, termina de expulsar de este mundo el pecado y el mal. Nadie tuvo misericordia de ti que eres la fuente de toda misericordia. Haz que contribuyamos a erradicar el pecado del mundo amando a los pecadores hasta el extremo, como tú lo hiciste.

 

12ª Estación: Jesús muere en la cruz

            Expiraste, Señor, tu último vigor diciendo: “Todo está terminado; todo ha sido cumplido”. En ese tu postrer aliento se derramó sobre el mundo el Espíritu Santo. El demonio que, hasta hace un segundo, se sentía vencedor, huyó aterrado; muchos muertos resucitaron como signo de vida; el velo del templo se rasgó y todo lo antiguo caducó. Tu muerte empujó a todo lo que se estaba cayendo.

            Qué orgullo, Señor, para todos nosotros, qué agradecidos a tu muerte. Ya huyeron todos los miedos. Oh feliz pecado que ha merecido tal redención y tal redentor. ¿Quién conoció la mente de Dios, quién le ha sugerido su proyecto? Te hizo pecado y en ti eliminó el pecado; con tu muerte mató a la muerte; con tu maldición hemos sido bendecidos todos. Gracias por siempre, Señor. Te damos gracias por el cosmos entero porque con tu muerte se engendró una nueva creación, unos cielos nuevos y una tierra nueva.

 

13ª Estación: Jesús es bajado de la cruz

            ¿Quién ayudó a José de Arimatea a bajarte de la cruz? Juan nos cuenta que en ese momento apareció Nicodemo, tu viejo y nocturno amigo de antaño, con aromas para ungirte. Seguro que estaba María, tu madre, la Magdalena y las otras mujeres que te querían.  Y el propio Juan. El pueblo cristiano te ha imaginado desde siempre en brazos de tu madre acogido por la piedad y la compasión más exquisita. Ningún sacerdote ha tocado tu cuerpo a lo largo de los siglos con tanto cariño como lo hizo tu madre. Estamos en el momento de la máxima piedad y el máximo respeto. Se acabó la pantomima, se acabaron los esbirros y sus burlas, se acabó el furor infernal.

            Sí, Señor, ha triunfado la misericordia pero colocando cada cosa en su sitio. Tu muerte no engendra una gracia barata. Hemos sido perdonados por tu sangre pero cada uno de nosotros entenderemos en nuestra alma la parte con la que hemos contribuido a tu crucifixión. La misericordia no diluye la justicia; triunfa sobre ella pero no la suprime. No hay ningún hombre al que no se le revele hasta el fondo su pecado, y eso será su purgatorio o  su infierno. Tu Señor no has muerto para fomentar irresponsabilidades. Ha sido todo demasiado serio; tu sangre ha costado un alto precio. A veces la malgastamos despreciando, criticando, murmurando y alejando de nosotros fácilmente a muchos por los que tú has muerto. Haz que entendamos el don de tu sangre y nuestra responsabilidad respecto a ella.

 

14ª Estación: Jesús es sepultado

            Inimaginable, Señor, que tú hayas terminado en un sepulcro, como cualquiera de los mortales. Sabemos que eres Dios, pero ¿es que Dios puede morir y ser enterrado? ¿Se puede decir esa frase sin que sea una blasfemia? Sí, se puede decir, aunque en realidad no fue tu persona sino tu humanidad la que murió. Tremendo misterio lleno de consuelo. Murió tu humanidad, la cual, como la mía, tenía alma, vida y corazón; tenía su propia voluntad, sus proyectos, sus apetencias, sentimientos y emociones. Todo lo sometiste, Señor, a la voluntad de tu Padre en un acto de obediencia que te llevó hasta el sepulcro.  Allí estuviste inerme, tendido como cualquier otro cadáver.

            Lo más impresionante es que tú, el Justo, si no te resucitan hubieras muerto para siempre. Por ti mismo no podrías haberte librado de la nada. Tuviste que ser resucitado por el Padre que lo dirigía todo. Esta certeza consuela también mi vida, mi muerte, mi entierro, mi paso por el sepulcro, ya que, como tú, seré también resucitado gracias a ti. Por eso mi cadáver se sentirá a gusto en el sepulcro, junto al tuyo, porque ambos son objeto del mismo designio de amor. Gracias, Señor, por poder entender mi vida, mi muerte, mi entierro, con criterios de fe. Tú me libras de la muerte, de la fosa de la nada, de las fauces del dragón eterno. Acuérdate de todos los que son enterrados sin fe y sin esperanza. 

 

15ª Estación: Jesús es resucitado

            Tu resurrección, Señor, es el origen del universo. Todo ha sido creado para que ella sucediera. Los millones de galaxias, de estrellas, de soles y planetas, la larga evolución de la vida, la creación del hombre inteligente, todo ha sido planificado para que tú resucitaras. Gracias, Señor, porque en ese plan también fui nominado yo. Todo ha sido en ti, por ti y para ti. Fuera de ti nada ha sido hecho de cuanto se hizo y se hace. Qué maravilla poder entender este misterio desde la fe. Este secreto escondido a través de los siglos sólo puede ser revelado por tu Espíritu en la fe. Ni los ángeles ni el demonio pudieron sospecharlo ni cabe tampoco en conocimiento humano ni de ciencia alguna. Sólo por gracia puede entenderse y disfrutarse.

            Gracias, Señor, por tu santa resurrección. El pecado ha sido destruido y la muerte vencida. Se abre ante nosotros el panorama fascinante de la nueva creación. Tú la inauguras, tú eres su primer habitante. Gracias porque en ella culminan todos nuestros anhelos. El mundo del pecado entristece porque ya no es el dueño, ha perdido su peso y atractivo, podemos seguir soñando en una vida nueva. Las puertas del infierno se cierran de temor, sobre el mundo se cierne otro señorío. Tú vives y eres el Señor. Todo el poder ha pasado a tus manos. Lo proclamamos, Señor, te bendecimos, te glorificamos y te damos gracias infinitas.    



Chus Villarroel, O.P.