Durante una visita al castillo de Javier, donde nació san Francisco, y una vez en la capilla, me cautivó la talla impresionante del Cristo crucificado que san Francisco, de joven, había contemplado tantas veces.
 
Lo que más poderosamente me llamó la atención del Cristo crucificado fue su expresión: era un rostro que en medio del dolor, del sufrimiento y de la agonía... sonreía.
 
Aquella gran talla cubierta de golpes y de heridas... poseía un rictus de una plácida sonrisa.
 
Aquella cabeza coronada de espinas y con gotas de sangre... ofrecía una suave sonrisa de quien sufre en el cuerpo pero posee una gran paz y la alegría en su espíritu.
 
Todos hemos conocido a personas que en medio de grandes y aplastantes cruces y dolores... han sabido sonreír.
 
Todos hemos admirado a quienes, gravemente heridos por la enfermedad y como seguimiento de Jesucristo, nos han ofrecido generosamente... su sonrisa.
 
Todos hemos tratado a personas que han aceptado su cruz y asumido su crucifixión... con una bella sonrisa en sus labios.

C. González Vallés S.J. cuenta en Estad siempre alegres que él tiene «un grato recuerdo de la imagen del crucificado del castillo de Javier, porque, ante ella, me pasé en vigilia juvenil toda la noche de mi última jornada en España antes de salir por primera vez a la India. Se han cumplido cincuenta años de aquella vigilia.
¡Bendito Cristo que sonríe desde la Cruz!».




Alimbau, J.M. (2001).  Palabras para la alegría. Barcelona: Ediciones STJ.