"Errare humanum est"; todo el mundo tiene fallos; el que trabaja, se equivoca; nunca yerra quien nada decide y frases por el estilo son aceptadas por casi todo el mundo como verdaderas.
 
Incluso son aceptadas personalmente: la mayoría de los seres humanos reconoce y disculpa los errores propios y los ajenos. Que echen la culpa de los propios a los demás, a las circunstancias, a las copas, a la tentación o al ambiente, es otro cantar.
 
Justificarse en toda ocasión es aún más humano que errar.
 
Y es lógico. En muchos casos la fuerza seductora del mal es inmensa, inhumana.
La atracción del abismo es terrible y fascinante. El deseo enloquece y la pasión bulle en la mente antes que en los miembros de nuestra frágil anatomía.
La inteligencia se ciega y el magnetismo de la belleza cubre la perversión y la miseria moral. Sepulcros blanqueados que exhiben toda su podredumbre.
Y se ufanan de ella.
 
No siempre es un deseo carnal o lascivo. Como no siempre es un deseo de dinero, de más dinero. No. Puede ser un deseo de posesión intelectual, una avidez de poder y dominio, una simple transgresión que nos lleva al mal sin motivo ni razón: el mal como destrucción inútil, como pulsión infamante: escupir en la cara a la Bondad todo el desprecio de nuestra soberbia.
 
La fuerza del mal aplasta y solo queda aliento para una huida que se hace a cámara lenta. Como esperando caer en la tentación, como quien se deja llevar por la fuerza de las olas.
 
Bien. Venció el mal. Cometimos ese enésimo error. Silbidos que se alejan satisfechos.
 
Primera bienaventuranza del que se equivoca: un sentido muy exacto de la medida de su ruindad. Eres un imbécil, muchacho. Reconócelo.
 
-Lo reconozco.
 
-Pide perdón.
 
Segunda bienaventuranza: la humillación pública. "Mira, este santito..."
 
-Perdón.
 
Silencio.
 
Solo quien te quiere te perdona. Los demás, resentidos, miran hacia otro lado.
 
Tercera bienaventuranza: sentir el desprecio y el ninguneo. ¡Como Jesús! Pero Él no era culpable y tú sí, ¡menos lobos! Mejor: soy culpable y merezco ser olvidado. Merecería una paliza y no me la dan. Lavs Deo.
 
Es que aquellos que te desprecian en su interior -nunca lo reconocerán abiertamente, claro- son los amigos o, en cualquier caso, gente próxima, conocidos, socios, colegas.
 
Cuarta bienaventuranza: "los enemigos del hombre serán los de su casa". Mejor me lo pones, Francisco. Los que te conocen te desprecian porque te conocen.
 
A quienes no te conocen podrá sorprenderles una equivocación de tal calibre. Es más: quien no te conoce tenderá a disculparte con mayor facilidad.
 
-Un tropiezo lo tiene cualquiera. La carne es débil, ya se sabe.
 
Quinta bienaventuranza: te reconocerás en un estado de maldad que te hará sonrojar. No era la carne -lo sabes-. Era mancillar la inocencia fingiendo algo sublime. ¡Sublime! Del pecado a la profanación. Sí, es eso: la profanación.
 
Solo entonces, en el pozo de tu cobardía, has escuchado la risa del espíritu del mal que te sedujo; y solo entonces te has ahogado en tu propio vómito y en el agua negra y revuelta. Solo cuando la única esperanza se ha perdido, puedes gritar sin esperanza:
 
-¡Que alguien me salve de mí mismo! ¡Por favor, por favor, por favor!
 
                                    
 
Post Scriptum: Y el Buen Pastor cargó a la oveja perdida sobre sus hombros.
Y la oveja se durmió exhausta. Las heridas del ataque de los lobos estaban abiertas y manchaban la espalda del Pastor con una sangre roja que El hacía suya...