Algunos tienden a identificar la defensa de la vida en los momentos “punta” de la misma, vida intrauterina y vida terminal, como una causa exclusivamente cristiana. Recuerdo haber presenciado un debate televisivo sobre la nueva Ley de aborto del Gobierno en el que el presentador, de conocida militancia cristiana, insistía en la cuestión: “Y los cristianos ¿qué opinan de esto?”.
 
            Al respecto, me gustaría señalar algunas cosas que tal vez podrían contribuir al correcto acotamiento de la cuestión. La primera es un reconocimiento expreso del papel que en la defensa de la vida está desempeñando la Iglesia católica, desde sus más altas jerarquías hasta sus más insignificantes militantes de base, especialmente destacable en momentos en los que el principal partido de la oposición, del que cabría haber esperado mayor implicación, da signos evidentes de cansancio por lo que al tema se refiere.
 
            Explícitamente reconocido el papel de la Iglesia porque de justicia es hacerlo, la defensa de la vida, a mi entender, es, por perogrullo que pueda parecer, de todos los que creen en la vida, algo para lo que ser cristiano no es, como intentaré probar, ni condición necesaria ni condición suficiente.
 
            Condición necesaria no lo es por cuanto si para el creyente cristiano la vida terrenal es importante a pesar de no representar sino un breve período de prueba y privaciones culminado por otro que es el definitivo y que además es eterno, para el no creyente la vida terrenal lo es todo y representa su entero patrimonio, posición desde la cual, no se ve razón para que no pueda comprometerse en su defensa como el más creyente de los creyentes.
 
            Y condición suficiente tampoco cuando la tozuda realidad nos muestra que mientras muchos que se consideran cristianos no participan en la defensa de la vida, y algunos hasta invocan su condición de tal para apoyar a los que la atacan, otros que no se consideran creyentes o cristianos, en cambio, sí lo hacen.

            Así las cosas, un enfoque que reduzca la defensa de la vida a una causa cristiana, -sin negar por supuesto que lo sea-, tiene el inconveniente de restarle tanto efectivos, todos aquéllos que se quieran sumar desde los amplios sectores pro-vida existentes también en el agnosticismo o la impracticancia, como argumentos, los que tienen que ver con la vida como bien en sí mismo, más allá de su inmanencia o trascedencia. Y tiene un tercer inconveniente, al situar dicha batalla en el terreno en el que el Gobierno desea librarla, una más de las de su autoproclamada y trasnochada cruzada antieclesiástica.