Samuel 16, lb. 6-7. 10-13a; Efesios 5, 8-14; Juan 9, 1-41

«Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y me lavase. Entonces fui, me lavé, y empecé a ver»
«Dejo de lado mis prejuicios y las apariencias. Y miro mi futuro con el corazón. Dejo de lado mis miedos y tensiones. Y miro a Jesús cargando con mi cruz a mi lado. Sonrío. Él nunca me deja»
 
Me gusta mirar a S. José. Detenerme a mirarlo en sus silencios. En su fidelidad callada. En su obediencia humilde. Me detengo y observo su vida sencilla, su entrega constante. José era un hombre justo, un hombre bueno: «José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto». A José se le recuerda como el hombre justo. Pasó haciendo el bien como Jesús. Pasó amando en silencio. Me detengo a pensar en su decisión. Iba a repudiar a María en secreto. Para protegerla. Piensa en ella, no piensa en él. Tantas veces en mi camino me veo pensando en mí. En mi interés, en mi conveniencia, en mi seguridad, en mi fama. Soy el centro. Me importa más mi sufrimiento que el de otros. Busco protegerme para que nadie me hiera. Yo quiero estar bien. No pienso si otros sufren con mis decisiones. José sí lo piensa. Es justo y es bueno. Me gustaría hoy tener esa actitud. Decidir en secreto. No todo tiene que saberse. Hoy todo parece que tiene que ser público. Nada puede quedar escondido. Todo, lo bueno y lo malo. La vida privada. La intimidad sagrada. Todo queda al desnudo de los ojos del mundo. Eso me impresiona con frecuencia. José decide guardar en el secreto de su corazón la vida de María. Que nadie la juzgue ni la condene. Me gustaría ser así. Cuidar y respetar de esa forma a los que pone Dios en mi camino. Guardar su imagen, cuidar su fama, proteger su nombre. Pero muchas veces me veo desvelando secretos, proclamando críticas, juzgando en voz alta, para que todos me oigan. Y me creo en posesión de la verdad. Y me digo que es mejor así, que todos sepan la verdad de los otros. No cuido ni a los que amo. ¡Cuánto me impresiona José que decide actuar en secreto para que María no sufra! Esa decisión dignifica a este hombre justo. Comenta el Papa francisco en la exhortación Amoris Laetitia: «Se regocija con la verdad. Cuando ve que al otro le va bien en la vida, lo vive con alegría. Se alegra con el bien del otro, cuando se reconoce su dignidad, cuando se valoran sus capacidades y sus buenas obras. Eso es imposible para quien necesita estar siempre comparándose o compitiendo, incluso con el propio cónyuge, hasta el punto de alegrarse secretamente por sus fracasos». José se alegra con el bien de María, aunque perderla sea para él un mal doloroso. José decide perder a María pero guardarla. Protegerla. Cuidarla al hacerlo en secreto. Comenta el P. Kentenich respecto a esta actitud de respeto: «Que nadie se atreva a ventilar secretos que el alma quisiera guardar cuidadosamente. ¡Cuántos matrimonios y familias sucumben porque a los padres les falta ese respeto mutuo! ¡Cuántas semillas no maduran en comunidades religiosas, por la misma razón! El respeto es de forma permanente el gozne del mundo»[1]. El respeto sagrado ante el secreto de cada persona, ante la intimidad de cada uno. Pierdo el respeto cuando me dejo llevar y quiero hablar de todo, contarlo todo. José fue un hombre puro, un hombre lleno de respeto ante María, ante Dios. Así escucha a Dios: «José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de los pecados. Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor». José respeta a María y respeta a Dios. Obedece en secreto. Se pone en camino. No discute, no se excusa. No busca más razones. Actúa con sencillez. ¡Qué pureza de corazón! Respeta lo sagrado del otro. Es un hombre bueno que busca el bien de aquel a quien ama. Así es José. Así me gustaría ser a mí. Cuidar lo sagrado de aquel que Dios ha puesto en mi camino. ¡Cuánta alegría ese día en el corazón de José! No tenía ya que renunciar a María por amor. La acogió en su casa. Su misión sería cuidarla cada día. Guardar el secreto que ahora compartían. Ellos como custodios de Jesús. Él como custodio de María. Su sencillez me impresiona. Lo acoge todo. Lo acepta todo. Lo mira todo como un don. La renuncia. La aceptación. ¡Cuánta pureza en su mirada! Eso me toca tanto.

Pienso en José como un hombre manso. Manso para tomar la voluntad de Dios en sus manos y cambiar de planes. Miro a Jesús camino a la cruz y me impresiona su mansedumbre. ¡Qué difícil ser manso muchas veces! El corazón se rebela cuando alguien quiere imponerme su opinión, su decisión. El orgullo en el alma es fuerte. Es bueno ser orgulloso. Siempre lo valoro. Si no tengo orgullo no lucho por lo que quiero. Es importante saber lo que anhelo y caminar en esa dirección. Sin orgullo no hay lucha, no hay entrega, no hay futuro. Pero quizás a veces tengo que dejar de lado mi orgullo enfermo. Ese orgullo que me hace pensar que siempre tengo razón. Y quiero imponerles a los demás mi forma de ver las cosas. Conozco alguna persona obsesiva que no cesa hasta que se hace lo que él desea. Al final lo que consigue es quedarse solo. El orgullo enfermo me aísla. Hace que nadie quiera estar conmigo porque a mi lado no es posible pensar de forma diferente. No quiero caer en ese orgullo desequilibrado. Ese orgullo insano. Ese orgullo que esconde tal vez un sentimiento de inferioridad. No lo sé. Ese orgullo no me hace bien. Me vuelve intransigente. Me aleja de las personas. Quiero suplicarle a Dios que venza en mí el orgullo. Ese anhelo de independencia, de marcar yo los caminos, de dirigir yo mi vida y la vida de los otros. No quiero organizarle la vida a nadie. Quiero ser más humilde, más manso. Acoger en mi vida la voluntad diferente a la mía como una insinuación de Dios. No cerrarme en mi rigidez al vuelo del Espíritu. Le pido a Dios que me haga manso. No es lo mismo ser manso que ser blando. El hombre manso es un hombre fuerte y firme. Comenta el P. Kentenich: «El heroísmo de la mansedumbre no se aprende por nuestros propios medios. Hay personas que son blandas de nacimiento. Pero no confundamos blandura con mansedumbre. Ser mansos significa también ser valientes y asumir responsabilidades inherentes a la maternidad y la paternidad. El Espíritu nos ayudará a hallar el justo medio en la mansedumbre»[2]. Un hombre manso no se deja llevar por la corriente. Por eso quiero tener mi corazón anclado en lo alto. Y con hondas raíces en la tierra. Para no dejarme llevar por el viento como una hoja, de un lado a otro sin ningún control. La mansedumbre no es debilidad. Es fortaleza. El hombre manso tiene raíces profundas, tiene su corazón bien asentado en tierra firme. Es roca el hogar en el que descansa. La mansedumbre y la docilidad son un don de Dios, una obra del Espíritu Santo en mi alma. Muchas veces quiero crecer, sanarme, ser más de Dios. Pero solo no puedo. Necesito el Espíritu: «El Espíritu Santo viene a curar lo que esté enfermo en nosotros, a flexibilizar lo que se haya endurecido. Si tuviésemos que realizar nosotros solos esa tarea, no lo lograríamos; incluso desistiríamos de intentarlo»[3]. El Espíritu vence mi orgullo, mis durezas, mis corazas. Con el Espíritu aprendo a doblegarme al querer de Dios. ¡Cuánto me cuesta ser dócil ante Dios! Y es verdad que también me cuesta mucho serlo ante los hombres a los que veo. No soy dócil. Quiero imponer mi opinión siempre, que prevalezca mi criterio, que se haga realidad mi deseo. No acepto los cambios de planes. No me doblego fácilmente porque me pesa el orgullo. Quisiera ser un hombre manso. Para poder seguir a Dios con alma de niño. Ser manso es verdaderamente heroico. Es un don de Dios porque mi reacción ante lo que no quiero suele ser fuerte. A veces mi voz se eleva. Mis gestos son elocuentes. Me lleno de rabia en mi corazón. Mi rostro habla por mí aunque yo calle. Expresa todo lo que siento. Ser manso como Jesús llevado al Calvario es un ideal que anhelo. Manso cuando cargo con el madero de la cruz como Jesús, en silencio. Sin defensa en el juicio. Sin resistencias ni quejas. Quiero ser como Jesús, un cordero llevado al matadero. El silencio manso de Jesús siempre me conmueve. Se me rompe el alma al verlo sufrir. También a Jesús se le rompía el alma cuando veía el sufrimiento de los hombres. Ahora camina hacia la cruz con mansedumbre. Su voz guarda silencio ante las acusaciones injustas. No hay defensa. No hay rebeldía en el corazón. Quiero ser manso y humilde para escuchar la voluntad de Dios y hacerla mía. Necesito aprender a escuchar. El Papa Francisco decía hace poco: «Una de las peores enfermedades de hoy es la poca capacidad de escuchar. Como si tuviéramos los oídos tapados. No hay diálogo. Se empieza a dialogar con el oído. Oídos abiertos para escuchar. La lengua en segundo lugar. El oído va primero». Quiero guardar silencio para saber lo que tengo que hacer. Una persona me decía que llegaba al santuario y no dejaba de hablarle a Dios. Oraciones hechas. Repetidas. No había silencio. No lograba escuchar. Quiero callar para obedecer. Entender los gritos del Espíritu en mi corazón. Menos palabras y más silencios. ¡Cuánto me cuesta dejar de hablar!

Me gusta pensar en la alegría de este domingo ya cercano a la Pascua. El domingo «Laetare» está al final del camino de la cuaresma y en él se vislumbra ya la luz de la Pascua. El corazón se regocija porque ya ve cerca la vida, la resurrección, la esperanza. En la cuaresma, días antes de la pasión, el corazón se alegra al ver la luz de la Pascua. Y entiendo estas palabras: «En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz». Cristo muere. Pero nos da la vida en la resurrección. Esa esperanza llena el alma. Su luz es mi luz. Soy hijo de la luz. Mi oscuridad se llena de luz. Pero es verdad que me asustan la muerte, la enfermedad, el dolor. Y me reconfortan la vida, la luz, la esperanza. El corazón se alegra cuando ve que la victoria llega al final. Una victoria para siempre. Un sí eterno. Entonces tienen sentido el camino, el sufrimiento, la pérdida o el fracaso. Se ve la verdad de las cosas de cerca y se alegra el alma. Me lleno de paz cuando voy más allá de las apariencias de las cosas y miro en lo más profundo, en lo más secreto, en lo más guardado. Cuando dejo la superficie. Una vez leí un cuento de un pez que vivía en la superficie del mar. No sabía que existía una profundidad llena de plantas, de vida, de corrientes peligrosas. Él pensaba que el mar era eso, esa superficie que dominaba, donde todo estaba controlado. A veces intentó bucear pero le daba miedo, porque había mucha oscuridad y el mar lo llevaba donde él no quería ir. Y por culpa de su miedo no conocía los corales y no sabía lo que era nadar a merced del mar. No conocía lo oculto en lo profundo, porque vivía en lo seguro de la superficie. Cuentan que un día se arriesgó y conoció el mar y su hondura, y se reconoció como pez de océano, no de charca. Mereció la pena la aventura de meterse dentro, muy dentro. De explorar lo desconocido. Sufrió, pero conoció el mar. Hoy quiero aprender esa lección para mi vida. Aprender a mirar con el corazón, lejos de la superficie, en lo más hondo. Dios le dice a Samuel: «No te fijes en las apariencias ni en su buena estatura. Porque Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia; el Señor ve el corazón». Dios no se queda en la apariencia, ve el corazón, elige mirando lo profundo. No juzga por fuera, sino por dentro. Yo a veces me quedo en la superficie de las cosas. Juzgo y creo opiniones a partir de una impresión superficial y vaga. Lo hago así sin conocer en profundidad a las personas, el mundo. Las juzgo por fuera. Si me acercara más a la vida no sería capaz de juzgar superficialmente. Cuando el corazón se involucra pierde la perspectiva y ya no es posible el juicio. Conoce a la persona más en profundidad y no es capaz de decir algo superficial sobre ella. Es más cauto. Lo sé. Si me acerco no juzgo. Si me quedo lejos juzgo. Si miro con el corazón comprendo mejor el misterio, y me asombro, y me admiro. Cuando me acerco con un respeto sagrado, no mirando de forma superficial la vida, veo la verdad de los demás y veo a Dios en ella. Profundizo, me arriesgo, me involucro. Creo que mi alegría es más verdadera cuando más me comprometo con las personas, cuando más aprendo a amar, cuando más pongo el corazón en lo que hago, en lo que digo, en lo que veo. Cuando no me quedo fuera mirando la vida con miedo, con respeto excesivo, con precaución. Retenido por mis juicios infundados. Asustado por no querer perder mi autonomía. ¡Cuánto me cuesta juzgar las cosas con un criterio adecuado! Decía el P. Kentenich: «Grande es nuestra ceguera a la hora de juzgar el valor de las cosas. Muchas veces lo que una vez amamos resultó ser al final una banalidad. Y lo que quizás rehuimos, eso era precisamente lo sublime, lo realmente válido para la vida. ¿Quién podrá librarnos de esa confusión? Quien esté convencido a fondo de la debilidad de su naturaleza comprenderá que hace falta una amplia intervención del Espíritu Santo»[4]. Reconozco mi debilidad para juzgar, para mirar en profundidad las cosas. Juzgo y me confundo. No sé mirar con el corazón. Siempre recuerdo las palabras del zorro al principito: «Sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos». Creo que hace falta una mirada especial para poder alegrarme en medio de la cruz, en medio de la pérdida y del dolor. Me confundo. Mi mirada no ve lo invisible. No sé apreciar la belleza oculta en las cosas que me rodean. Me fijo sólo en la amargura de mi pérdida. En el dolor de las injusticias. Este domingo es una invitación a mirar mi vida con el corazón, en profundidad, sin quedarme en la superficie ni en las apariencias. ¿No tengo motivos para estar alegre y agradecido por lo que tengo? ¿No hay más razones en mi vida para la alabanza? Aún en medio de persecuciones y dolores quiero sonreír. Aún en medio de la oscuridad del camino quiero ver la luz. Aun cuando la barca sea movida por la tormenta tengo razones para confiar porque Dios calma el mar. Y puedo confiar en la fuerza de Dios que logrará levantarme de nuevo. Quiero alegrarme con una alegría madura y no ingenua. Una alegría honda del que sabe que su vida descansa en la palma de Dios. Siempre me gusta pensarlo así. Mi vida no la conducen los hombres. Aunque sean ellos los que influyen con sus decisiones, con sus actos, con su libertad, con su pecado, con su amor y su desamor. Ellos influyen en mi camino. Lo entorpecen. Lo facilitan. Lo frustran. Lo hacen posible. Pero es Dios al final el que me sostiene en medio de mi camino. Estoy solo delante de Él. Solo sostenido en sus manos. Le pertenezco por entero. Él es mi lugar de descanso. En sus manos recobro la vida. En su corazón me sé amado de forma incondicional y para siempre. Es la verdad de mi vida. Él es lo más auténtico que poseo. Lo más secreto. Lo demás es sólo apariencia, superficial. No está en mis raíces. Creo a veces que mi felicidad la determinan los otros con sus actos y omisiones. Con su amor o con su odio. Pero no es así. En medio de mi vía crucis cargo manso con mi cruz. Pero sé que siempre puedo sonreír y mirar la esperanza que brilla en la oscuridad. Puedo mirar con mi corazón. Y entonces descubro colores ocultos. Razones escondidas. Bellezas apagadas en la apariencia de las cosas. Quiero pedirle a Dios la gracia de sonreír. ¿Qué provoca mi tristeza? Levanto las manos a lo alto. Levanto mi mirada a Dios. Confío siempre en el poder de su amor. No puedo seguir temiendo que los demás me roben la sonrisa. No puede ser. Me resisto. Mi sonrisa puede salvar a otros. Quiero aprender a mirar a las personas con el corazón. Dejo de lado mis prejuicios y las apariencias. Y miro mi futuro con el corazón. Dejo de lado mis miedos y tensiones, tengo paz. Y miro a Jesús cargando con mi cruz a mi lado. Sonrío. Él nunca me deja solo.

Hoy Jesús se encuentra con un ciego de nacimiento: «En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento». Se encuentra con un ciego y decide curar su ceguera. Él no era culpable por no ver. Había nacido así sin culpa. Nunca había visto el sol, la vida, los rostros, el mar de Galilea. Sólo en su corazón se imaginaba los colores, la luz del sol, las sombras. Soñaba con ver y veía en su corazón otros mundos nuevos, desconocidos. No podía mirar con sus ojos, pero miraba con el corazón. Comenta el P. Kentenich que los místicos hablan del ciego de nacimiento en relación con el mundo de la oración: «El ciego de nacimiento escucha todo tipo de relatos sobre la creación, la hermosura del mundo, el resplandor del firmamento, la magnificencia de las flores. Si un ciego de nacimiento recobrase por milagro la vista, se diría: - Lo que yo me imaginaba no es nada en comparación con la gloria que veo ahora. Pues bien, ese es el estado del alma cuando es colmada por el don de la sabiduría: de pronto verá las cosas en una luz resplandeciente que otros difícilmente se imaginen; y se encenderá su entusiasmo y fervor, de modo que el alma querrá abrazar esas verdades y realidades, y estará dispuesta a vivir y morir por ellas»[5]. El hombre ciego en el mundo de la oración no logra avanzar. No vislumbra la belleza de Dios. Cuando viene el Espíritu Santo a mí me puede permitir ver lo que antes no veía. Fascinarme con la belleza de mi vida. Creer y confiar. Muchos hoy no son capaces de ver la verdad de sus vidas no siendo ciegos. Esa ceguera es peor. Es más dura. Es más dolorosa. Soy ciego cuando no veo a Dios en mi vida. No percibo su mano actuando con poder. Soy ciego cuando paso delante del pobre y no me detengo. Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios». No veo a aquel que necesita a mi lado. Me convierto en un pobre ciego. Voy por la vida sin percibir dónde quiere Dios que actúe. No veo al que sufre. Ni a Dios en él. No percibo los sentimientos de las personas. Muchas veces no veo lo que pasa en otros corazones. Soy ciego. Me gustaría ver más. Ver con el corazón. Percibir la vida. Pero mi torpeza me impide ver. Tal vez vivo pensando en mi necesidad. Veo sólo lo que a mí me hace falta. Tengo ojos de mosca que ven muy mal de lejos. El egoísmo es un tipo de ceguera. Me centra en mí mismo. Tengo una mirada que no es capaz de percibir la realidad en toda su belleza. No veo la indigencia, el hambre, la sed. No percibo la necesidad, la soledad, los gritos de angustia. Esa ceguera mía me escandaliza. Soy ciego de nacimiento porque tal vez nunca aprendí a poner al otro en el centro de mi mirada. He vivido pensando en lo que yo necesito. Mi yo en el centro del mundo. No veo más allá de mi dolor, de mi injusticia, de mi problema, de mi hambre. Soy ciego cuando no veo al que sufre. Soy ciego al pensar sólo en mis intereses. Voy por la vida pisando al que pide. Pasando de largo delante del hambriento. Comenta el Papa Francisco: «Cerrar el corazón al don de Dios que habla tiene como efecto cerrar el corazón al don del hermano». La ceguera del alma me impide ver a Dios, escuchar su voz, entender su amor, abrirme al hermano. Me cierro al don de Dios. Me cierro al don del que sufre. Me gustaría no estar ciego en el alma. Ciego para ver el amor de Dios en mi vida. Ciego para percibir el amor de Dios en los hombres que están ante mí. La ceguera me impide abrirme a los demás. No comprendo sus necesidades concretas. Pasa tantas veces en la vida familiar. No veo lo que sucede en el corazón de aquel a quien amo. No veo su dolor. No veo su angustia. No percibo sus miedos. Esa ceguera me cierra en mi carne. No me abre al amor. Es la peor ceguera que puedo sufrir. Mi egoísmo me vuelve ciego. No percibo la vida como es. No veo mis problemas, mis límites, mi pecado. Esa ceguera me vuelve indiferente. No amo. No me entrego. Creo que el mundo está en mi contra. No soy capaz de comprender mi responsabilidad. Los demás son los culpables. No acepto que pueda estar yo equivocado. No veo mi culpa. Hago todo bien. No veo mi error. No veo dónde puedo cambiar. Creo que hago las cosas de forma correcta y son los demás los que están equivocados. Esa ceguera es dolorosa porque me vuelve egoísta. No me abro a la vida. No me entrego. No amo. No veo con claridad dónde tengo que mejorar, en qué aspectos debo crecer. Me toca conocer a muchas personas ciegas. Ven la paja en el ojo ajeno. No perciben la viga en el propio. Son ciegos. Yo mismo caigo en esa ceguera del que está centrado en su ego. No aprecio a los demás en su belleza. Mi mirada distorsiona la realidad. Nada es como es de verdad. Lo veo todo de forma confusa. No tengo claridad. No descubro la verdad. No profundizo. Me dejo llevar por falsas imágenes y creo en ellas. Todo medido desde mi yo que no me deja apreciar la vida con paz, con alegría.

El ciego del evangelio no había visto a Jesús antes. No lo podía ver. Este hombre nunca había visto el color del mundo. Nunca le había puesto imagen a lo que veía sólo con su corazón. Era un ciego de nacimiento y no sabía cómo era el mundo. No podía ver. No sabe lo que se pierde por no poder ver. La vida la ve desde su oscuridad y piensa quizás que ese es su color natural. Desprecia la luz y los colores. Me pasa a mí tantas veces. A veces creo que veo, pienso que la vida es así y no de otra forma. Pienso que no hay nada más allá de mi entorno, de la extensión que alcanza mi mirada. No veo colores ni profundidad. No me arriesgo a salir de mis seguros. Me pierdo tantas cosas. A veces vivo a medias. El otro día leí un poema de Martha Medeiros: «Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito, repitiendo todos los días los mismos trayectos, quien no cambia de marca. No arriesga vestir un color nuevo y no le habla a quien no conoce. Muere lentamente quien evita una pasión, quien prefiere el negro sobre blanco y los puntos sobre las íes a un remolino de emociones, justamente las que rescatan el brillo de los ojos, sonrisas de los bostezos, corazones a los tropiezos y sentimientos. Muere lentamente quien no voltea la mesa cuando está infeliz en el trabajo, quien no arriesga lo cierto por lo incierto para ir detrás de un sueño, quien no se permite por lo menos una vez en la vida, huir de los consejos sensatos. Muere lentamente quien no viaja, quien no lee, quien no oye música, quien no encuentra gracia en sí mismo. Evitemos la muerte en suaves cuotas, recordando siempre que estar vivo exige un esfuerzo mucho mayor que el simple hecho de respirar». La vida es más grande que sólo repetir rutinas. No quiero tenerle miedo a la vida, a ver más, a ahondar más. El ciego de nacimiento no pide nada, no pide ser curado. Tal vez se había conformado con su vida ciega. Pero Jesús se conmueve al verlo resignado, al borde la vida de los demás, en la superficie, sin vivir a fondo. Y piensa que en su alma hay tantas cosas guardadas que pueden desplegarse. A veces yo soy así. Me resigno. Pienso que no puedo hacer más. « ¿Dónde está Él?». Esa pregunta recorre el evangelio de hoy. Los fariseos preguntan por Jesús. Quieren acusarlo. No encuentran a Jesús, no lo ven. El ciego, después de ser curado, también busca a Jesús. Tampoco lo había visto antes. No formaba parte de su experiencia. Quiere conocerlo. Le ha cambiado la vida. Hoy muchos hombres también preguntan por Jesús. Pero no todos quieren verlo. Prefieren seguir siendo ciegos. « ¿Dónde está Él?». Esa también es mi pregunta. Quiero verlo. Quiero ver aunque ni siquiera sé expresarlo.

Jesús deja hoy su camino para curar un ciego. Estaba pasando, pero se detuvo. Iba a otro lado, pero miró al que no veía. Dejó de lado sus planes y vio al que no sabía mirar. Y se conmovió. Quiero aprender a detenerme ante aquel que no me pide nada, pero me necesita. ¡Qué difícil es hacerlo siempre! Me puede la pereza, la obsesión por llegar a mis cosas. Me cuesta detenerme a mirar como lo hace Jesús. Él lo vio. Vio sus ojos sin vida y su alma que gritaba muy dentro. Estaba herido al borde del camino de los demás. Todos vivían su vida y él era invisible. No puede ver y no es visto. Su corazón está herido. No sólo sus ojos. Jesús lo reconoce. Él siempre hace lo mismo. Toca la herida y decide devolver la vista a ese hombre ciego de nacimiento: «Escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: -Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado). Él fue, se lavó, y volvió con vista». Infunde vida en lo que está muerto. Y el ciego recobra la vista y descubre rostros. Paisajes. Luces y colores. Vivía en una oscuridad profunda. Y Jesús quiere que aprecie la belleza del mundo. Primero le permite ver el mundo que le rodea. Y luego lo lleva a crecer en su fe: «Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: - ¿Crees tú en el Hijo del hombre? Él contestó: - ¿Y quién es, ¿Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: -Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es. Él dijo: -Creo, Señor. Y se postró ante Él». Buscaba a Jesús y lo encuentra. Ahora puede ver. El ciego que antes no veía a los hombres ahora logra creer en Dios. Ve el mundo y ve a Dios. Y su vida cambia de verdad. Jesús tocó los ojos heridos de ese hombre. Toca mi herida con su saliva. Acaricia mi herida, que me duele, que me quita la vida. La toca con ternura y la sana. Desata mis nudos. Así llega Él hasta mí. Hasta lo que más me duele. Hasta donde más me hace falta su cariño. Hasta mi carencia de amor. Mi incapacidad. Mi grieta en el alma. No quiero taparla ni esconderla. A veces la escondo porque creo que no me van a querer si me muestro como soy, herido. Para Dios es al contrario. Jesús pasa y se detiene ante el ciego, ante su herida. Si no hubiera estado ciego tal vez hubiese pasado de largo. Y yo que me creo que Dios me querrá más si soy perfecto, entero, íntegro, sin limitaciones ni carencias. Sin heridas. Sin manchas. Y no es verdad. Jesús mira mi herida y se conmueve ante mí. Se detiene y lo deja todo. Sólo por mí, por mi herida. Porque estoy herido y necesitado. Porque estoy solo y al borde del camino. Y yo que pensaba que Jesús iba a pasar y no me iba a ver. Y Él se sale del camino. Llega hasta mí. Soy ciego, no veo, pero puedo ser mirado. Necesito ser mirado. Hondamente mirado por Él. En mi verdad. Jesús me da lo que no pido, lo que de verdad necesito. Me toca donde me duele. Y mi herida se convierte en la llave de su corazón. Lo reconozco. Me reconozco. Uno de los frutos del encuentro con Jesús es que me reconozco a mí mismo. Veo mi rostro. Mi ceguera, mi herida, mi pecado, no me definen. Soy hijo de la luz. Soy el hijo amado. Tengo más luz que oscuridad. Más profundidad que superficie. Mis ojos se abren y se limpia mi mirada. Veo de un modo nuevo. Veo lo que antes no veía. ¿Quién hace esto que no sea Dios? ¿Quién lo deja todo por mí que no sea Dios caminando junto a mí? ¿Quién se conmueve ante mi dolor que tapo, que no reconozco, y con su saliva me desata, me libera, me abre? Sólo Jesús. Jesús se encuentra con un hombre. Lo mira. Lo conoce. Lo ama. Lo sana. Y ante él, se muestra como Salvador. Cree en Él. ¡Qué fe tan sencilla! No necesito más. Creo por lo que ha hecho en mí. ¿Qué ha hecho Jesús en mi vida? ¿Mi fe es un conjunto de teorías o de verdad puedo hablar como este ciego de lo que ha hecho en mí? ¿Qué ha desatado en mi corazón? ¿Qué luz me ha dado?

Sé que con frecuencia estoy sentado al borde del camino. Viviendo a medias mi vida. Jesús pasa en esta cuaresma y me mira. Me toca. Me levanta. Me enseña a caminar. Rompe mi muro de aislamiento. Definitivamente prefiero la luz a la oscuridad. La alegría a la pena. La paz a la ira. Lo prefiero. Si tengo que elegir, elijo ver, elijo amar, elijo entregarme, elijo arriesgarme. Pero luego no sé cómo el mundo se me mete dentro y me dejo llevar por la rabia. O vivo infeliz en mis sombras. O me conformo con una vida mediocre. Y me oculto en la oscuridad de mi pecado. ¡Me siento tan frágil tan pequeño, tan ciego! No logro ver lo que es mejor para mí. Quiero tener siempre paz, siempre luz, siempre esperanza. Me gustaría responder con alegría ante las afrentas. Reaccionar sin violencia cuando me atacan. Decidir lo más sabio cuando no veo. Pero soy realista. Sé que la pena que hoy tengo forma parte de la luz de mi mañana. Y mis ojos ciegos son parte de la vista que tendré. Me duelen mi oscuridad y mi ceguera. Me gustaría que siempre hubiera luz dentro de mi corazón. Allí donde desciendo a ver qué encuentro. Jesús me dice: «Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo». En medio de mi noche Él es la luz. En medio de mi dolor y mi angustia cuando todo se vuelve oscuro y se llena de sombras. Jesús me sana. El ciego lo cuenta: «Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo». Barro en mis ojos. No es lo primero que yo elegiría para ver. A veces desconfío de sus métodos. No me gusta entender que mi pecado pueda sacar de mí la esperanza. Que mi rabia pueda dejar paso a la paz. Y mi tristeza a la alegría. Pero confío. El barro y mi pecado son del mundo. La luz y la misericordia son de Dios. Jesús utiliza mi fragilidad para sanar mi herida. Utiliza el barro para devolverme la vista. Se sirve de mis sombras para crear la luz en mi interior. Son las paradojas del amor de Dios. Me ama de tal manera que vuelve bello lo feo que yo veo en mí. En su mirada tengo luz. En sus ojos soy maravilloso. En mi impotencia puedo lo imposible. Ya no soy ciego, veo.
 

[1] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[2] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[3] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[4] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[5] J. Kentenich, Hacia la cima