El nucleótido es un compuesto químico orgánico formado por una base nitrogenada, un azúcar y una molécula de ácido fosfórico. Si se tiene en cuenta que el genoma humano es una secuencia de nucleótidos, ¿cómo no voy a creer en Dios? Es imposible que del nitrógeno y el fósforo surja la preocupación paterna por las amistades de la niña o la afición a la lectura del joven en paro. Es imposible que de un azúcar, por dulce que sea, surja el donativo a África, la francachela o el pago de otra ronda.
No hay pues razón para que el Washington Post  se sorprenda por la presencia de científicos en los seminarios católicos tras la incorporación de un neurobiólogo de la Universidad de Yale a la plantilla de pastores de la Iglesia. Si se sorprende es porque, como parte de la premisa errónea de que el objetivo  de la ciencia no es combatir el cáncer, sino la fe, considera incompatibles los taninos con las Bodas de Caná.
El objetivo de la ciencia médica es el mismo que el de la fe, la salvación. El creyente no afronta las biopsias con despreocupación, pero confía en que se curará porque está convencido de que llegar a la quimioterapia desde una simple base nitrogenada es un milagro. El milagro no es el efecto secundario de la fe, sino el signo evidente de que nucleótido forma parte del proyecto de Dios para el hombre. En otras palabras, la fe explica a la ciencia. Y la supera. El neurobiólogo de Yale es consciente de que la mujer que lloraba mientras lavaba los pies a Jesús no sufría una crisis nerviosa.