Un programa como La Clave, de Balbín, sería hoy retirado de la parrilla tras la primera emisión por su poca audiencia, que el eufemismo utilizado por las cadenas generalistas para denominar al déficit de atención. Tampoco pasaría el corte Reina por un día en esta nación que aborrece a Letizia, en tanto que Crónicas de un pueblo permanecería en pantalla porque Braulio, el cartero, paerece el homo antecesor de Antonio Alcántara ahora que la mitad de Cuéntame se rueda en Sagrillas.
No fueron precisamente epifanías, pero en mi adolescencia me impactaron tres acontecimientos sensoriales: escuchar a Silvio Rodríguez, probar la mantequilla (en mi casa éramos de Tulipán) y ver la primera emisión de Un, dos, tres. Que el programa que revolucionó la televisión fuera hoy, previsiblemente, emitido durante la madrugada, tras el anuncio de la manta térmica, aclara que el público ya no sintoniza con Chicho, si bien siente aún cierto interés por la aventura secesionista de los catalanes, esos tacañones a los que España, Mayra Gómez Kemp, les roba.
La misa de once, sin embargo, resiste en su horario habitual. De hecho, la propuesta del dirigente de Podemos para que la televisión pública la elimine de la programación ha motivado que se triplique la audiencia en una suerte de boicot a la inversa. De lo que se deduce, no que este Pablo sea el apóstol de los gentiles, sino que los católicos reaccionan por primera vez a lo grande. Cierto que la retransmisión no alcanza el porcentaje de Tu cara me suena, pero eso es porque el espectador medio cree que imitar a Ecos del Rocío es más entretenido que cantarle una Salve a la Blanca Paloma, cuando no es así. Con todo, lo bueno es que la Eucaristía consigue aumentar su cuota de pantalla sin adaptarse a los tiempos. Lo que no deja de ser lógico: la Iglesia no necesita renovarse para vivir porque está apuntalada en la resurrección.