Génesis 2, 7-9; 3, 1-7; Romanos 5, 12-19; Mateo 4, 1-11

«Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches sintió hambre»
«Jesús quiere que crea en su poder lleno de misericordia. Viene a mi vida en medio de mi desierto. Y me toca por dentro para llenarme de luz y acabar con mis sombras»
 
Estoy convencido de una cosa, no soy totalmente bueno. Parece evidente. Pero no siempre me resulta fácil aceptarlo. Sé que en lo más profundo de mi corazón se mezclan los sentimientos. Me gustaría hacer cosas grandes, subir altas cumbres, navegar mares profundos. Pero una y otra vez me conformo con las cosas pequeñas, no avanzo y soy mediocre. Creo que soy alegre. Que tengo capacidad para disfrutar la vida. Y tantas veces más tarde, en el devenir de los días, no soy tan alegre como quisiera. Y si mi estado de ánimo no es bueno por ciertas circunstancias, yo no ayudo a mejorar las cosas con mi sonrisa. Pienso que soy flexible, al menos es lo que yo creo, pero luego soy más rígido que una barra de hierro. No me dejo tocar, no me dejo moldear. Digo que soy sociable pero luego no me abro con facilidad a nadie. Digo que soy generoso pero luego vivo buscando de forma egoísta mi bienestar. Digo que me gusta rezar pero luego me lleno el corazón de ruidos, no desconecto nunca, y siempre tengo algo que hacer antes que permanecer callado y en silencio. Digo que estoy dispuesto a besar la cruz de Jesús, mi propia cruz en medio de la vida, pero luego rehúyo rápidamente cualquier posible sufrimiento. Digo que estoy dispuesto a todo lo que Dios me pida o me mande, pero luego soy el primero en negarme a hacer lo que otros no pueden o no quieren hacer. Digo que me gusta servir pero siempre espero el reconocimiento de los demás y mi servicio suele ser interesado. Digo con vehemencia que es malo criticar porque envenena el alma. Pero luego soy el primero en hablar mal de otros. Digo que quiero a Jesús, que lo amo con locura, pero luego no sé verlo en los que más sufren, en los que tengo más cerca, en los que me suplican compasión cada mañana. Debe ser que no acabo de reconocer en mi interior esas sombras con las que convivo: «Todo hombre lleva en su interior cosas buenas y malas, la luz y la sombra. No nos gusta reconocer el lado oscuro de nuestro interior. Reprimimos nuestros aspectos sombríos desplazándolos hacia el subconsciente y nos creamos una imagen propia, compuesta únicamente de cualidades positivas. Poco a apoco nos vamos convenciendo de que somos como desearíamos ser»[1]. Tengo luces y sombras en el interior de mi corazón. Así lo expresaba el Papa Francisco hablando del amor conyugal: «Todos somos una compleja combinación de luces y de sombras. El otro no es sólo eso que a mí me molesta. Es mucho más que eso. Por la misma razón, no le exijo que su amor sea perfecto para valorarlo. Me ama como es y como puede, con sus límites, pero que su amor sea imperfecto no significa que sea falso o que no sea real. Es real, pero limitado y terreno. Por eso, si le exijo demasiado, me lo hará saber de alguna manera, ya que no podrá ni aceptará jugar el papel de un ser divino ni estar al servicio de todas mis necesidades. El amor convive con la imperfección, la disculpa, y sabe guardar silencio ante los límites del ser amado». Quiero aceptar mis sombras, mi oscuridad, mi pecado, mis límites. Tengo una capacidad limitada de amar. Pero no por ello mi amor no es verdadero. Tengo una limitada capacidad para seguir a Jesús, pero eso no indica que no lo quiera seguir. Quiero aceptar mis límites y reconocer que estoy lejos del que sueño con llegar a ser. Y a la vez estoy cerca porque confío. Porque creo en el poder de Dios trabajando sobre mi barro. Esculpiendo. Moldeando. Pero no quiero reprimir lo que no acepto en mí para que no enturbie el ideal que mueve mi alma. Quiero ser capaz de verme tal como soy. Porque sé que eso me libera. Lo tengo claro: puedo ser un gran santo o un gran impostor. Un hombre bueno o un hombre superficial y egoísta. Está en mis manos. Estoy en las manos de Dios. Sé que toda mi vida me moveré sobre esa cuerda floja de la vida agarrado a la esperanza. Confiando en las manos de Dios mientras me guía los pasos. Paso a paso. Lentamente. Reconociendo mi luz. Aceptando mi noche. Despertando a la vida y no dejándome llevar nunca por el desánimo. Puedo hacerlo. Él puede hacerlo dentro de mi alma.

Quiero comenzar este tiempo de cuaresma con la esperanza dibujada en los ojos. No son días grises o tristes. Son días de alegría en los que quiero que mi fe se refuerce. Quiero creer más en Dios. Más en su poder. Y quiero creer más en mí y en todo lo que Dios puede hacer conmigo. El otro día leía una publicidad: «La felicidad comienza por creer en ti». El anuncio tenía que ver con el deporte. Hace falta mucha fe en mí mismo para luchar en un partido, en una carrera. Fe en mis capacidades, fe en mi fuerza interior. En la fuerza de mi alma que no me deja detenerme cuando el cansancio me abruma. Por eso quiero creer más en mí para poder caminar por la vida con una mirada llena de esperanza. Quiero creer más para no tirar la toalla al desconfiar cuando las cosas no resultan. Creer más cuando me caigo, cuando tropiezo de nuevo con mi fragilidad. Creer más para no desfallecer en medio de la dureza del desierto de la cuaresma. Y confiar en que puedo llegar hasta al final. Quiero vivir así la vida, con esperanza. Confiando en esa fuerza interior que Dios ha sembrado en mi alma. Quiero creer más en mí. Pero no quiero llegar a olvidar que soy solo barro. Y que Dios es el que guía mis pasos. Escribe Juan Manuel de la Prada: «El hombre que se cree impecable no confía en la ayuda de sus semejantes y mucho menos reclama el auxilio divino, pues considera que Dios es una creación de débiles mentales. Y cuanto más encumbrado está, más hundido termina en el barro. Así hemos visto desmoronarse muchos falsos prestigios, muchas ambiciones desnortadas, muchos imperios triunfantes». Quiero creer en lo que Dios ha sembrado en mi alma. Quiero creer en lo que Dios hace con mis manos. Con mi voz. Con mis pies. Tener más fe de la que tengo. Creer en mí pero no de forma enfermiza. Creo que peco más por falta de fe en mí que por exceso. Me desanimo fácilmente en los fracasos. Dejo de pensar que hay algo bueno en mi interior. Tantas personas sufren hoy por su baja autoestima. Dejo de creer en mí y dejo de hacer cosas que me harían feliz. Me frustro. Me detengo a mitad de camino. Muchas veces me toca acompañar a personas que han perdido la fe en sus posibilidades. Están muy heridas. Decía Jean Vanier hablando de nuestra fragilidad: «Lo único que necesito es reconocer quién soy yo y decirle a Jesús que lo necesito, a la comunidad. Porque descubrí mi violencia, mis celos, mi miedo. No tiene importancia. Dios es mucho más fuerte que nuestras miserias. La única cosa al descubrir la pobreza es no encerrarse en la culpabilidad, en la depresión, en la violencia. O bien me justifico o busco acusar. En vez de excusarme, en vez de aceptar, acuso. En vez de volverme hacia Jesús. Y decirle que le necesito. Hacia los hermanos y decirles que los necesito. Tengo dificultad de perdonar. Necesito tu ayuda, tu oración. Estamos todos en camino». Me gusta comenzar la cuaresma desde esta verdad. Soy de barro. Tengo heridas. Me frustro y acuso. Me frustro y me justifico. Y no me vuelvo a Jesús. Pero Él es mucho más que mi miseria. Su amor es mucho más grande. Quiero creer en lo que hay en mí. Jesús me hace ver todo lo que valgo. Me recuerda que llevo en mi interior un gran tesoro oculto. Me levanta de mi debilidad. Así comienza la cuaresma. Me reconozco ceniza, polvo, miseria. Miro cara a cara mi verdad y creo en mí. Creo en el potencial que hay encerrado en una semilla en lo más hondo de mi alma. Eso me da tanta paz. Jesús me mira en mi verdad. Y siento su beso en mi frente, una cruz de ceniza. Jesús también cree en mí. Mira mi realidad. Se conmueve. Me busca. Viene a mí. Ahí comienza mi felicidad. Cuando creo en mí y creo en Él. No sólo cuando creo en mí. Es el primer paso, es verdad. Pero luego tengo que creer mucho en Él dentro de mí. En su poder, en su abrazo, en su misericordia. Jesús cree en mí. No estoy solo en mitad de la vida, de la nada, de mi desierto. No estoy solo para levantar como un náufrago el mundo sobre mis hombros. No estoy solo. Tengo a Jesús, tengo a ángeles en forma de hermanos que caminan conmigo por la vida. Me consuela pensar así. Me llena de esperanza. Al comenzar este primer domingo miro en mi interior. Hacia dentro. Hacia lo más profundo. ¡Me falta tanta vida interior! Miro mi corazón vacío y lleno. Miro mi vida y pienso en las posibilidades que tengo por delante. Siempre puedo hacer las cosas mejor. Vaciarme para llenarme de Dios y amar más. Consolar más. Sostener a más personas con mis hombros débiles. Me invita el Papa Francisco a orar por los otros para poder «abrir las puertas a los débiles y a los pobres». La cuaresma es un tiempo para mirar mi corazón y abrirlo a los otros. Cavo hacia dentro de mi alma. Allí está Dios. Allí estoy yo en mi verdad. Vacío mi pozo de lo que no me ayuda a estar con Dios. De lo que sobra, de lo que pesa, de lo que me esclaviza. Y abro las puertas de mi alma a los que necesitan consuelo y esperanza, algo más de fe. A veces sólo escucho desgracias. Pecados. Escándalos. Abusos. Injusticias. Violencias. El mensaje que permanece en el aire es de desesperanza. Eso me duele tantas veces. Yo mismo no ayudo con mis palabras. Con mis tristezas. No quiero cerrarme en mi carne por miedo a que me incomoden. Jesús quiere que abra las puertas de mi alma. Quiere que salga de mi comodidad en la cuaresma. Que me ponga en camino. Quiere que crea más en mí. Que crea más en mis hermanos. Y vea en ellos bondad, buenas intenciones, belleza, verdad. Quiere que me fije en lo bueno que hacen los otros y sea capaz de enaltecer. Que me calle en mis críticas llenas de amargura. Que deje de ver lo que todavía falta para la perfección. Jesús quiere que crea en su poder lleno de misericordia. Viene a mi vida en medio de mi desierto. Y me toca por dentro para llenar mi vida de luz y acabar con mis sombras.

Me conmueve pensar en el camino de Jesús en el desierto al comenzar la cuaresma. Jesús es conducido al desierto y allí se le acerca el tentador: «En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo». Jesús fue llevado al desierto. Una voz en su corazón le invitó a irse. Se dejó llevar. Cedió al Espíritu y fue a buscar el querer de su Padre en la soledad del desierto. Para estar más solo. Para hablar con su Padre de tantas preguntas que han ido creciendo en su corazón. Jesús oró a su Padre. Ese tiempo de intimidad con Él sería la roca de su vida. Miró su alma, donde estaba grabado el rostro de su Padre. Es el Hijo de Dios, y su vida sería llevar a los hombres al Padre y mostrarles su rostro. Tal vez por eso necesita un tiempo para mirar en lo más hondo de su corazón. Necesita el desierto. Para estar a solas con su Padre. Un tiempo para caminar bajo el cielo ancho y la arena, sin nada que lo distraiga. Sola su alma. El cielo del desierto, miles de estrellas. Yo anhelo el desierto tantas veces. La soledad y el silencio. Pero me cuesta irme al desierto. Me cuesta mirarme de frente, con mi oscuridad, con mi luz. Con el dolor que llevo a cuestas, con mis preguntas y sueños. Sé que me hace bien callarme y buscar a Dios en mi alma. Me hace bien apagar los ruidos que me rodean. Esos ruidos incómodos de la vida. Ruidos que necesito muchas veces. Una persona consagrada me comentaba un día que se levantaba cada mañana y encendía la televisión. De ruido de fondo las noticias del mundo. Me sorprendió mucho. ¿Necesito ruido a veces para comenzar el día? ¿Necesito ruido que apague los silencios incómodos en el alma? Ruido que me llene el corazón, para no sentirme abrumado por los silencios. El ruido es una tentación. El mundo está lleno de ruidos que me alejan de mi interior. No tengo que pensar. No tengo que ahondar. No tengo que escuchar las voces de mi alma. Ni percibir las sombras. Ni sufrir por mis heridas. El ruido llena espacios vacíos de mi vida. Oigo muchas cosas, muchos ruidos. Pero luego creo que escucho poco. No sé escuchar. El otro día leía: «Escuchar es diferente del simplemente oír. Escuchar significa auscultar, ver lo que hay dentro de algo. Oír es activar con un estímulo nuestros tímpanos. Oímos un ruido y lo identificamos. Escuchamos una voz y vemos de quién es, la entendemos; escuchar, en cambio significa conectarse con lo que el otro quiere decir, no con lo que dice»[2]. A veces incluso me hablan. Oigo la voz. Sé de dónde viene. Pero en mi alma escucho otras voces, otros ruidos. No hago silencio para escuchar de verdad. No pongo todo mi corazón en lo que me dicen. Decía el P. Kentenich sobre el arte de escuchar: «Hay muchos artistas del hablar, pero no del escuchar y del entender. Hay muchos que comienzan de inmediato a hablar de sí mismos, de sus dificultades, de sus enfermedades, de sus experiencias. Y por eso, el otro no viene en su busca. Quiere decir algo él mismo»[3]. Necesito aprender a escuchar de verdad. Con todo el cuerpo y el alma. Es la verdadera empatía: «Empatía es la predisposición que nos hace escuchar al otro poniendo atención a su mundo implícito pero sin juzgarle, sin aconsejarle, ni dirigirle, ni analizarle, y menos darle una orden o una indicación»[4]. No hago que el mundo se detenga para absorber cada palabra que me dicen. Mi escucha no es comprensiva. Me distraen muchas cosas. Y si me cuesta escuchar al que me habla con voz sonora. Más aún me cuesta escuchar el lenguaje corporal de los que me quieren. De los que reclaman mi cariño. De los que me interpelan en mis huidas. De los que me exigen que dé más de lo que entrego. Se escucha también con los ojos. El cuerpo tiene un lenguaje que no sé ver. No me detengo a mirar a los ojos. A percibir en los gestos voces que no oigo. No me detengo a mirar en la vida dónde me están hablando, interpelando, demandando, suplicando. Y si tampoco oigo con los ojos. Menos aún escucho con el oído interior las voces del alma. Lleno de ruidos no percibo el susurro de Dios en mi interior. No sé cuál es la verdad que guardo velada bajo mi carne. La sicóloga Mirta Medici decía: «Te deseo que escuches tu verdad, y que la digas, con plena conciencia de que es sólo tu verdad, no la del otro». Quiero escuchar más dentro de mí. Navegar mar adentro. Entre las olas de un mar de confusiones. Allí donde no llega a percibir el oído nada sino el grito desbocado de la vida. ¡Cuánto me cuesta guardar silencio en medio de tantos ruidos! Compro tapones para mis oídos. Busco paredes que apaguen ruidos imposibles. Me gustaría saber escuchar esas voces ocultas en lo más hondo de mi pozo. Como si fuera un hombre acostumbrado a los silencios. Tengo ruidos permanentes que no me dejan percibir la dureza del silencio más absoluto. Quiero hacer la prueba. Desconecto el mundo. Callo por un momento también por dentro. Silencio. Un silencio duro e incómodo. Más que el hambre. Más que la misma sed del desierto. Ese silencio donde no me oigo y no soy capaz de escuchar mi silencio. Distinguir susurros. Apreciar mensajes. «Miremos hacia nuestra profundidad psíquica como una instancia que contiene muchos volcanes submarinos dormidos»[5]. ¿Qué me dice Dios en mi silencio? ¿Qué me grita el alma cuando callo? ¿Qué descubro oculto en la calma de mi océano? Detrás de las apariencias. Allí donde pocas veces busco. En lo más oculto. Bajo la piel que cubre lo más íntimo. Quiero desconectar los ruidos en este tiempo para poder adentrarme en mi misterio. Quiero deshacerme de tantas palabras que me abruman y me protegen de mi voz callada. Quiero guardar ese silencio sagrado e incómodo para experimentar la soledad donde Dios me habla. Sin músicas ni ruidos que me aturdan. Allí en mi desierto donde estoy yo solo conmigo mismo. Aturdido por la soledad. Abrumado por la ausencia de voces. Quiero aprender a vivir en el desierto de la cuaresma. Allí donde nadie grita. Allí donde todos callan. Quiero ayunar de ruidos incómodos. Desconectar la televisión, la radio, el móvil. Guardar en mi día esas horas sagradas de silencio. Aprender a estar a solas conmigo mismo. Con mi verdad más pura. Con mi vida callada. Allí donde la única voz que escuche sea la mía, sea la de Dios. Donde perciba todo el amor que Dios me tiene. Todo el amor que me tengo. En silencio. Callado.

Me impresionan las tentaciones de Jesús. Fue tentado. En su soledad se acerca el tentador y se encuentra con el corazón más sagrado: «Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre. El tentador se le acercó y le dijo». Vivió el límite de lo humano. Él vivió mis preguntas, mi grito del alma, mis miedos, mis dudas. Él también fue tentado. Eso me conmueve y me hace amarlo más. Y sé que en cualquier momento de mi desierto me puede comprender. Jesús sufrió el hambre y en su debilidad sufrió la tentación. Pienso en mis propias tentaciones en mi camino de vida. El desierto se puede convertir en lugar de tentación. El alma se debilita. Hoy se acerca el tentador a Jesús, a aquel que no tiene pecado. A aquel que no está roto por dentro. Eso me impresiona. Hasta Él fue tentado. Él, que sólo era capaz de hacer el bien y de dar amor. Él que sólo podía dar la vida por sus amigos. Él, que no ambicionaba el poder de los hombres, ni deseaba esos bienes que el hombre anhela. Él, que estaba unido a su Padre en lo más profundo de su alma de hombre. Viene a Él cuando tiene hambre en el desierto. Cuando experimenta la necesidad. Cuando sufre en medio de la vida. A Él se acerca el tentador para ofrecerle lo que no ambiciona. Viene a mí también el tentador, a mi desierto. Llega a mi propia soledad. Allí donde callo me habla la voz que quiere seducirme. Y sabe que yo soy frágil. Conoce mi debilidad y mis heridas. Sabe de mis divisiones internas, de mis codicias y deseos, de mi orgullo y de mi vanidad. «El hombre, aun en las peores circunstancias, nunca escapa por completo a la vanidad»[6]. El tentador ha visto mis sombras y mi pobreza, y me seduce. Con esa voz que chirría en mi alma. Esa voz inquietante, sigilosa y seductora. Busca engañarme, busca mi flaqueza. Lo hace en medio de mi desierto, cuando tengo hambre, cuando tengo sed. Allí soy tentado, cuando estoy solo, sin ayuda. Allí me asusta ser tentado porque no me veo con fuerzas para resistir la tentación. Me siento frágil. Me faltan las fuerzas. Me siento débil para decir que no, para resistirme a su voz seductora. Me inquieta que se acerque hasta mí el tentador. ¿Seré capaz de alejarme yo de él y salir indemne de esa lucha? No lo sé. ¿Seré capaz de mantenerme firme en medio de mis tormentas interiores? Me cuesta verlo. Toco mi fragilidad tantas veces probada. Acaricio mi herida honda en lo más profundo de mi alma. Esa herida de amor que tan bien conozco. La tentación me atrae en mi carne, me seduce en mi orgullo herido. Soy tentado en el poder que me perturba. En el placer que me inquieta. En el poseer que me despierta. Las tres realidades que me llaman cada día, cada noche de mi andar por el desierto. Las tres tentaciones encuentran eco en mi sed, en mi hambre, en mi soledad, en mi desierto. Sé muy bien dónde voy a ser tentado cada día. Me conozco, conozco mi herida. Y tal vez por eso me asusta tanto ese desierto de las tentaciones. Cuando el tentador se aproxima a mí sin que yo lo vea. Oculto en la luz del día. Presente en la oscuridad de la noche. Siempre soy tentado por él que me conoce tan bien. Y sé que con frecuencia caigo al ser tentado. ¿Dónde están mis debilidades reconocidas y aceptadas? ¿Cómo me tienta a mí el tentador? Creo que soy muy fácil en sus manos. Me faltan defensas. Al comenzar este tiempo de conversión entrego a Jesús mi debilidad. Sé que no puedo resistir muchas veces la tentación. No venzo. Caigo. No me siento fuerte. Me falta estar anclado en lo hondo del corazón de Dios. Tener más fe. Más confianza. Le pido que no me deje en mi desierto.

Jesús fue tentado en el desierto. En medio de su oración, de sus preguntas y su mirada vuelta hacia el fondo de su alma. En ese momento de paz y de lucha. Allí donde se iba configurando su vida. En ese momento llega el maligno, el tentador, y golpea. Toca lo más sensible. «Si eres Hijo de Dios». Esa es la mayor tentación del hombre desde todos los tiempos. Querer ser como Dios. Hacerlo todo posible siendo como Dios. Y al mismo tiempo es lo que le exigimos a Dios en nuestra vida: Si eres de verdad mi Dios, dame lo que te pido. Si eres hijo de Dios bájame de la cruz. Si eres hijo de Dios convierte la piedra en pan. No me dejes con hambre. Yo marco las normas. Yo marco lo que debe hacer Jesús para ser de verdad el hijo de Dios. No permitas injusticias. No dejes que este hombre muera. No permitas tanto mal en el mundo. Se lo exijo. Le pido. Jesús se encontraría más veces con esta actitud en su vida entre los hombres. Ahora en el desierto el maligno lo tienta desde esa mirada. Si eres hijo de Dios, haz el milagro de tirarte y que te recojan los ángeles. Si eres hijo de Dios, puedes hacerlo. La impotencia no es propia de un hijo de Dios. Dice el tentador. Y lo digo yo también tantas veces. El tentador toca lo que más hiere a Jesús. Pone en duda su identidad. ¿Es realmente hijo de Dios? Si lo fuera haría todo lo que le sugiere el tentador. No tendría miedo. Le pide que haga magia: «Di que estas piedras se conviertan en panes. Tírate abajo, porque está escrito: - Encargará a los ángeles que cuiden de ti, y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece. Todo esto te daré, si te postras y me adoras». Si es hijo de Dios todo es posible. Yo también se lo pido a Dios. Le pido que me dé pan, que salve mi vida. Que no me quite lo que amo. Que me dé poder para vencer en este mundo. Pienso que en ese momento Jesús terminó de ver clara su misión. Su camino no era la magia. Su camino era el sendero más humano. La impotencia de ser uno de nosotros por amor. No hay mayor poder que esa impotencia de tener frío, hambre, miedo, incertidumbres, desilusión, tristeza, sueños, amores humanos, anhelo de hogar, nostalgia. Jesús es el Hijo de Dios que se despojó de su rango pasando por uno de tantos. Esa es su victoria en el desierto y en su vida entre los hombres. Dijo el centurión ante la cruz: «Verdaderamente era hijo de Dios». No se bajó de la cruz y mostró su impotencia. Y en medio de su impotencia, herido, crucificado, sin milagros, desnudo. En esa impotencia fue reconocido como hijo de Dios. No hizo falta convertir las piedras en pan. Ni saltar desde lo alto para ser sujetado por ángeles. No necesitó humillarse ante el tentador para poseer toda la tierra. Fue su impotencia humana el camino más misterioso de su amor. Es el amor de un Dios crucificado, de un Dios que se pone en manos de los hombres. El demonio le ofrecía a Jesús dejar de ser hombre y ser sólo Dios. Quería que no se acercara tanto a los hombres. Es en esa humanidad de Jesús, hambriento en el desierto, solo, donde Jesús tiene el poder más grande. Es el amor que se acerca, que se abaja, que me toca a mí y se deja tocar y herir. El hijo de Dios que me ama tanto que camina a mi lado. Jesús dio un sí a su nombre, a su misión, a su impotencia. Es el hijo obediente que reconoce el amor de su Padre. El hijo dócil que le adora sólo a Él. Le da su sí en esos días de desierto. Su desierto es una experiencia profundamente humana, y también de Dios. De lucha y de preguntas.

Hoy miro a Jesús firme en la montaña y me siento tan pequeño a su lado. Lo veo encaramado en lo más alto. Admiro su firmeza en la soledad del desierto. Y veo al demonio pequeño a su lado. Veo cómo se aleja de Él porque no logra tentarlo. Y los ángeles entonces sirven a Jesús. Todo ha pasado. La prueba ha sido superada. «Entonces lo dejó el diablo, y se acercaron los ángeles y le servían». Ya no está solo. El Espíritu lo empujó a ir, y al terminar esos días, los ángeles le sirven. Lo consuelan. A veces mi desierto también es así. No veo a Dios, no lo siento. Pero está a mi lado. Le pido a Jesús que me empuje en este tiempo de cuaresma a ir al desierto, a mirar en mi interior. Para perder el tiempo con Dios sin hacer tantas cosas. Estar a solas con Él. Quiero poner mi vida en Dios. A eso me invita Jesús: «Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él solo darás culto». De nuevo quiero que mi vida sea de Dios. Quiero salir de mí para mirarlo a Él. Volver a reconocer quién soy de verdad. Quiero pedirle que venga conmigo. Sin desierto no hay misión. Sin desierto no hay profundidad. Sin desierto no hay la alegría profunda de la Pascua. El desierto es el lugar del encuentro con Dios que nunca me deja solo en mis luchas. Siempre me manda ángeles que me consuelan. ¿Quiénes son? Me gustaría que los ángeles vinieran a socorrerme. Quiero reconocerlos. No me gusta estar solo en medio de mi tentación. Necesito esos ángeles que acallen la voz del tentador y me sostengan en el camino y den fuerza a mi debilidad. La sostengan en medio de mis luchas. Ángeles que, dejándome caer en mis fracasos, luego me levanten con ternura. Pienso en los ángeles que me manda Dios cada mañana, para que no caiga, para que siga luchando. Son de carne y hueso. No me dejan. Me recuerdan quién soy, me hablan de mi misión. Me ayudan a pensar en quién puedo llegar a ser. Si escucho la voz de mi alma. Si soy fiel a mi verdad y no me dejo seducir por las apariencias. Si reconozco en mi interior ese deseo de Dios que quiere hacerse realidad en mi vida. A veces no logro ver esos ángeles que Dios manda a mi vida para cuidar mi corazón. Y me dejo tentar. Seducir. Caigo. Entonces sé que Dios me levanta para comenzar de nuevo. Le entrego mi debilidad ante las tentaciones. No me escandalizo de mi propio pecado. Decía el P. Kentenich: «Tenemos que creer en lo bueno que hay en el ser humano a pesar de los extravíos. Con ello no quiero decir que debiésemos dejar caer a propósito a nuestros hijos espirituales. Eso no. Pero no deberíamos tomar los extravíos como algo tan trágico»[7]. No ver la caída como algo tan trágico en mi propia vida. Me levanto. Vuelvo a luchar. Vuelvo a creer en lo bueno que Dios ha puesto en mí. En mi bondad natural. En el don que Dios ha sembrado en mi alma. Y le suplico a Dios siempre de nuevo: no dejes que caiga en la tentación. Sólo Él puede darme su fuerza.

Jesús fue tentado de varias formas. Experimentó la misma lucha que yo tantas veces enfrento. Descubro mi miedo al ayuno, a la renuncia, a la carencia, a la escasez. Mi miedo a no poseer lo que necesito y anhelo. Mi miedo a ser pobre, a no tener seguridades en la vida. Comenta el Papa Francisco: «En lugar de ser un instrumento a nuestro servicio para hacer el bien y ejercer la solidaridad con los demás, el dinero puede someternos, a nosotros y a todo el mundo, a una lógica egoísta que no deja lugar al amor e impide la paz. Para el hombre corrompido por el amor a las riquezas, no existe otra cosa que el propio yo, y por eso las personas que están a su alrededor no merecen su atención. El fruto del apego al dinero es una especie de ceguera». El dinero y el deseo de poseer todo lo que se me antoja pueden cegarme. Muchas veces me encuentro condicionado por el dinero. Lo que tengo. Lo que necesito. Y dejo de ver la necesidad de los demás al quedarme sólo en la mía. Y me repito en mi corazón sus palabras: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». Miro la tentación del poder. Experimento muchas veces el miedo a ser humillado. Mi temor por los desprecios. Me cuesta el olvido, la crítica, el abandono. Pero no quiero la fama, ese poder que a veces sin darme cuenta ambiciono: «También está escrito: -No tentarás al Señor, tu Dios». No quiero tentar a Dios. Sobre todo cuando me cuesta reconocer mis errores. Y no acepto que me digan que no tengo razón. Me pesa el orgullo. Me duele que me contradigan. No soy dócil ni humilde en mi reacción. No quiero poseer los reinos de este mundo. La gloria efímera de unos días que pasan y mueren. No deseo la fama que persigo. Pienso en las tentaciones que a mí más me irritan. En las que son más poderosas en mi alma. Las que más me seducen. ¿Cuáles son? Las toco. Las cuento. Les pongo nombre. ¡Cuánto duelen! Las desenmascaro para no vivir en la mentira. A veces se ocultan bajo falsas apariencias. Parecen ser virtud y estoy siendo tentado. Haciendo el bien soy tentado. Me busco a mí mismo. Busco sólo tener más poder. Incluso cuando quiero dar la vida soy tentado. Creo que valgo más si hago más. Si destaco más. Si venzo en todas mis luchas. Porque soy yo el que está en el centro de todo. El que gobierna el mundo. El que decide. Yo en medio de todo. Yo y mi poder. Cuando me siento inmune a las tentaciones. Poderoso. Inaccesible. Pero luego tiemblo al sentir el aliento cerca del tentador. Tiemblo cuando caigo y soy arrollado por la vida. «Se les abrieron los ojos a los dos y se dieron cuenta de que estaban desnudos». Veo que estoy desnudo. Que soy pequeño. Pobre. Infiel. Quisiera ser más fiel, más niño, más dócil. Quisiera vivir descentrado y dejar a Jesús en el centro.
 
 

[1] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
[2] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón
[3] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[4] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón
[5] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón
[6] Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)
[7] J. Kentenich, Textos pedagógicos