VALENCIA, 3 MAR. (AVAN).- El ex párroco de la parroquia San Jerónimo de Manises, José Luis Lazcanoiturburu Gorcóstegui, religioso de la orden Canónigos Regulares de Letrán, ha fallecido hoy.

La misa exequial por su eterno descanso se celebrará mañana a las 11 horas en la parroquia San Francisco, de la misma localidad. (AVAN)

El mismo difunto había escrito una semblanza personal que ha sido dada a conocer:

Soy hijo de una familia numerosa. Conocí de pequeño los avatares de la más que triste guerra civil. Al final de la misma ingresé en el seminario que los Canónigos Regulares de Letrán (qué bien suena esto) tenían en Oñate, mi pueblo natal.
En dicho seminario, con más calor humano, porque los seminaristas éramos casi todos cercanos, hijos de la postguerra, hambre y poca chicha, con más calor humano repito que pretensiones académicas, terminé mis estudios y me ordenó sacerdote el Obispo catalán Font Andreu en el glorioso año eucarístico del Congreso de Barcelona. Los que sean de mi quinta, más o menos, se acordarán del glorioso cántico de “De rodillas…”

Del 51 al 61 ejercí en el Seminario, que “me maduró”, de profesor de latines y otras historias con algún carguito de promedio como ayudante de maestro de novicios, de profesos, o de seminaristas.
El año 61 me levantaron a los altares con un cargo que suena muy bien, pero que en realidad no era nada: Rector del Colegio Internacional de los Canónigos que iban a Roma a cursar carreras académicas en la Gregoriana, Angelicum, Bíblico, etc. Allí estuve con ese cargo del 61 al 64. Me sirvió mucho mi estancia en Roma, porque tuve la suerte de convivir con un gran hombre, Canónigo Regular, Giuseppe Riccioti, autor famoso, sobre todo en ese tiempo, de la vida de Cristo, Historia de Israel, Vida de San Pablo, de Jiuliano L´Apostata (La próstata decía él con gracia), Biblia y no Biblia, etc. etc.
Fue rica la convivencia, no por sus escritos, sino que a “pesar de ello” era un santo y sencillo varón, con quien recé gran parte de mis rosarios, en altas horas de la noche, cuando enfermo de próstata, me llamaba para hacerle compañía en sus largos insomnios. Rezábamos, bebíamos una copita de anís y me decía: Giusepino, questo fa bene.

En los años de Roma conocí al Cardenal Traglia “Obispo de Roma” que iba a visitar a menudo a Riccioti en su larga enfermedad. Recuerdo una vez que dejó sus capisayos para que los colgara en el perchero y le decía graciosamente a Ricioti: Giuseppe, si cuelgo todos mis capisayos en la percha y me pongo como hizo mi madre, el barrendero de la esquina de la calle y yo “iguales”. Por eso Riccioti no aceptó el cargo cardenalicio que varias veces le quisieron “regalar”, porque decía que esos capisayos eran “molto pessanti”. A parte de la relación personal con el citado santo varón, murió estando yo en Roma.
Tuve la suerte de hacer cursos cortos de espiritualidad en la Gregoriana y facultad de Espiritualidad de los Corazonistas. Conocí en aquel entonces a Díez Alegría, Alfaro Harin, profesor de moral, que venía al Colegio como confesor de los estudiantes. Estuve en la apertura del Concilio y estando allí murió Juan XXIII en cuyo entierro estuve presente. También tuve la suerte de participar en la eucaristía de la canonización de Fray Escoba, el indiecito, que subió a los altares más que ser fraile ejemplar, doctor en la “teología de la escoba”.
Cuando salíamos solemnemente, acabada la ceremonia de la canonización, yo con capisayos rojos por ser Canónigo, me vio casualmente un amigo del pueblo que había ido a Roma de viaje de bodas, y al verme me dice: “José Luis, qué haces ahí vestido de payaso.

Al cabo de tres años de vida romana, volví a Oñate, con el cargo de Maestro del seminario donde estuve en ese cargo en compañía ya hasta ahora de mi inseparable Antón. Con razón nos dicen ya a estas alturas que somos pareja de hecho.

El año 68, por avatares de la vida y cuyo relato no viene a cuanto, aunque supuso todo un cambio en nuestras vidas, caímos en el Barrio del Cristo donde tuvimos como primeros compañeros de vida a Antonio Andrés que ya tenía su comunidad y Salvador Aguilar, Párroco del “Barrio de la cuchillada” como le llamaban en aquellos años.
Después de los primeros cuatro meses con ganas de nuevos horizontes, nuestro trabajo se limitaba a visitar algún enfermo, catequesis, oficina parroquial y no mucho más, y viendo todas las mañanas que el Barrio se quedaba vacío porque todo el mundo, andaluces en su mayoría, iba a ganarse su pan, los hombres a la construcción y las mujeres a fregar, tomamos la decisión de ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente, igual que todos los parroquianos, ya que de la sacristía no podíamos comer porque era “una vaca que daba poca leche”. Empezamos a trabajar como peones en la construcción porque “nuestra carrera” no nos había habilitado para un trabajo. Al poco tiempo nos dimos cuenta que en vez de saber lo que era la teología de la liberación, el trabajo de cada día nos iba liberando de la teología que habíamos estudiado.

En la experiencia de mi trabajo me ha tocado hacer labores más variopintas que podría imaginar. Después de dos años de trabajo en la obra, me hice cargo con un chaval de doce años, hermano mayor de una familia numerosa, de una mula parda y un carromato, con lo que nos dedicábamos en dos años largos, sacar escombros de las fábricas de cerámica de Manises. El jornal nos repartíamos en tres partes: una para la mula – carro, otra para el chaval y la tercera para mí. El dueño de la mula, padre del chaval, compañero de trabajo, me enseñó la “carrera “ de carretero con dos palabras. Arriaca “palante” y sacarrere “patrás”. Y con cuatro tacos que me enseñaron los gitanos, compañeros de faena, aprendí a manejar la mula y el carro. Cuando en verano iba por las calles de Manises en pantalón corto y sin camisa, un dentista que después se hizo amigo, decía al verme pasar: He ahí un Canónigo. Y las beatas a su vez decían: He ahí un cura depradado. Al cabo de un año murió reventada la mula y en vez de comprar otro animal, nos dejó un dunper para que siguiéramos con la faena. A parte de sacar escombros de las fábricas, me dediqué también a vender melones y sandías por las calles de Manises y Quart de Poblet. Pobre Petra, mi madre, que seguro Dios la tiene en la gloria, me decía: Tanto estudiar para tan “poca cosa”, hijo mío.

A los dos años tuvimos que dejar ese trabajo por falta de escombreras cercanas, y volví a trabajar de peón en la construcción. Más de una vez me colgaron de los cataplines sin saber que era cura, y decían: Al mejor de los curas colgado de ahí y con cuerda de guitarra. Cuando se enteraban al cabo del tiempo que era cura, quien más quien menos, había sido monaguillo en su tiempo.

El año 1982, los Traperos de Emaus de Pamplona vinieron a Valencia en verano, con la finalidad de concienciar a la gente de que muchos de los residuos sobrantes de sus casas, podrían ser recuperados para su nueva utilización, evitando así ser desechados con su riesgo de empeorar el medio ambiente que nos rodea, y al mismo tiempo ofrecían esa labor a marginados y personas con dificultades de entrar en el mundo laboral. Les resultó positiva la experiencia de los tres meses, y lo recaudado en ella, entregaron a una cooperativa de Sagunto.

A raiz de esto, un grupo de Comunidades del Barrio del Cristo, entre ellos Eutiquio y Antonio Andrés, pensaron dar continuidad a la labor temporal de los Traperos de Pamplona, y me insinuaron si estaba dispuesto a emprender esta tarea junto con otros cuatro: Uno, exlegionario y recién salido de la cárcel de La Coruña, hijo de un barrendero compañero de Eutiquio, otro recogedor callejero de cartón – chatarra, por lo tanto con bastante “carrera” en el tema, y otros dos jóvenes que vivían fabricando pequeños objetos cerámicos que vendían en los mercadillos.
Con la filosofía de empeñarnos en contribuir con nuestro pequeño esfuerzo a evitar el deterioro de la naturaleza, y que ese trabajo fuera destinado, en caso de que el proyecto fuera adelante a gente marginada, emprendimos la marcha en marzo del 83.

A partir de esa fecha hasta hoy 2007, hemos caminado y progresado lentamente con nuestras dificultades, y ahora somos dieciocho los que llevamos las tareas del Rastrell, nombre con que denominamos a nuestro proyecto. Hemos tenido como compañeros de trabajo a muchísimos jóvenes de todo tipo. Algunos salidos de la cárcel; estuvieron con nosotros alguna temporada y volvieron otra vez a sus chabolos carceleros y han muerto de sida. Otro Brasileño, muy majo por cierto, agobiado por problemas familiares, sobre todo por su madre que dormía en la calle, se nos ahorcó. Otros, después de trabajar en recogida y reciclaje, volaron a otras faenas.

Y qué objetos recogemos? De todo. Porque nos sobra de todo. Para muestra de la diversidad de objetos reciclados, hemos recogido desde un solideo auténtico de PioXII hasta un orinal. Vaya si hay gamas de posibilidades entre uno y otro. Por cierto, el susodicho solideo lo recogimos en el palacio de los Condes de Trenor, a quienes en una de las audiencias papales, les obsequiaron con dicho regalo; y ahora al cabo de los años, a los herederos no les decía “dicho trasto”. En vez de ponerlo en venta en nuestro Rastro, se lo regalamos al Obispo Sanus, relegado en la Diócesis por sus “ideas progres”

En la actualidad, ya jubilado, continúo trabajando en el proyecto haciendo faenas que no exigen esfuerzo físico hasta que la “máquina” aguante y diga como Diamantino: “Me voy”